Cualquier duda debió de disiparse cuando, unos minutos más tarde, apareció en la puerta el agente de bienes raíces, con una cinta métrica en la mano y un fotógrafo al lado.
– Si Hugh pudiera devolverme parte de las cien mil libras que le presté, me sería de gran ayuda -comentó Cornelius a su cuñada mientras la seguía por toda la casa.
Tardó un rato en contestar, pese al hecho de que había tenido toda la noche para meditar su respuesta.
– No es tan fácil -dijo por fin-. El préstamo se hizo a la empresa, y las acciones están distribuidas entre varias personas.
Cornelius conocía a tres de aquellas varias personas.
– Entonces, tal vez ha llegado el momento de que Hugh y tú vendáis algunas de vuestras acciones.
– ¿Y permitir que un desconocido se apodere de la empresa, después del trabajo y esfuerzos que le hemos dedicado durante todos estos años? No, no podemos permitir que eso suceda. En cualquier caso, Hugh preguntó al señor Vintcent cuál era la situación legal, y confirmó que no estábamos obligados a vender ninguna de nuestras acciones.
– ¿Habéis pensado que tal vez tenéis una obligación moral? -preguntó Cornelius, al tiempo que se volvía hacia su cuñada.
– Cornelius -dijo la mujer, sin mirarle a la cara-, ha sido tu irresponsabilidad, no la nuestra, la causante de tu ruina. No esperarás que tu hermano sacrifique todo aquello por lo que ha trabajado durante años, solo para colocar a mi familia en la misma situación peligrosa en que te encuentras ahora.
Cornelius comprendió por qué Elizabeth no había dormido aquella noche. No solo estaba actuando como portavoz de Hugh, sino que también estaba tomando las decisiones. Cornelius siempre había pensado que era la más enérgica de los dos, y dudó de poder ver a su hermano cara a cara antes de haber llegado a un acuerdo.
– Pero si pudiéramos ayudar de alguna otra forma… -añadió Elizabeth en un tono más amable, mientras apoyaba la mano sobre una trabajada mesa del salón, forrada de pan de oro.
– Bien, ahora que lo dices -contestó Cornelius-, pondré a la venta la casa dentro de un par de semanas, y espero…
– ¿Tan pronto? -preguntó Elizabeth-, ¿Qué va a ser de todos los muebles?
– Habrá que vender todo para hacer frente a las deudas. Pero, como iba diciendo…
– A Hugh siempre le gustó esta mesa.
– Luis XIV -dijo Cornelius en tono indiferente.
– Me pregunto cuál es su valor -musitó Elizabeth, como si no le importara demasiado.
– No tengo ni idea -dijo Cornelius-. Si no recuerdo mal, pagué por ella unas sesenta mil libras…, pero eso fue hace más de diez años.
– ¿Y el juego de ajedrez? -preguntó Elizabeth, mientras levantaba una de las piezas.
– Es una copia carente de todo valor -contestó Cornelius-. Podrías comprar un juego como ese en cualquier bazar árabe por doscientas libras.
– Oh, siempre había pensado… -Elizabeth vaciló antes de dejar la pieza en el escaque incorrecto-. Bien, debo irme -dijo, como si hubiera terminado su tarea-. Hemos de procurar recordar que aún tengo un negocio que dirigir.
Cornelius la acompañó, mientras la mujer empezaba a recorrer el largo pasillo en dirección a la puerta principal. Pasó sin detenerse ante el retrato de su sobrino Daniel. En el pasado, siempre se había parado para comentar cuánto le echaba de menos.
– Me estaba preguntando… -empezó Cornelius cuando entraron en el vestíbulo.
– ¿Sí? -dijo Elizabeth.
– Bien, como he de irme de aquí dentro de un par de semanas, confiaba en que podría mudarme con vosotros. Hasta que encuentre algo a la altura de mis posibilidades, quiero decir.
– Ojalá lo hubieras preguntado hace una semana -dijo Elizabeth sin pestañear-. Por desgracia, hemos decidido traer a mi madre, y la otra habitación es la de Timothy, que viene a casa casi todos los fines de semana.
– Ah, ¿sí? -preguntó Cornelius.
– ¿Y el reloj de pie? -preguntó Elizabeth, que aún daba la impresión de ir de tiendas.
– Victoriano. Lo compré en la subasta de las propiedades del conde de Bute.
– No, quería decir cuánto vale.
– Lo que se quiera pagar por él -contestó Cornelius cuando llegaron a la puerta principal.
– No olvides informarme, Cornelius, si puedo ayudarte en algo.
– Eres muy amable, Elizabeth -dijo el hombre.
Abrió la puerta y vio al agente de bienes raíces clavando un poste en el suelo, con un letrero que anunciaba EN VENTA. Cornelius sonrió, porque fue la única cosa que dejó a Elizabeth parada aquella mañana.
Frank Vintcent llegó el jueves por la mañana, cargado con una botella de coñac y dos pizzas.
– Si hubiera sabido que perder a Pauline era parte del trato, jamás habría accedido a secundar tu plan -dijo Frank mientras mordisqueaba su pizza calentada en el microondas-. ¿Cómo te las arreglas sin ella?
– Bastante mal -admitió Cornelius-, aunque todavía se deja caer una o dos horas cada noche. De lo contrario, esta casa parecería una pocilga. Ahora que lo pienso, ¿cómo te las arreglas tú?
– Siendo soltero -contestó Frank-, aprendes a sobrevivir desde muy joven. Bien, dejémonos de tonterías y centrémonos en el juego.
– ¿Qué juego? -preguntó Cornelius con una risita.
– El ajedrez -replicó Frank-. Después de una semana, ya estoy harto del otro juego.
– En ese caso, será mejor que vayamos a la biblioteca.
Los movimientos de apertura sorprendieron a Frank, pues nunca había visto tan osado a su viejo amigo. Ninguno de los dos habló durante más de una hora, y Frank dedicó la mayor parte de ese rato a intentar defender su reina.
– Tal vez esta sea la última vez que jugamos con este juego -dijo Cornelius en tono nostálgico.
– No, no te preocupes por eso -dijo Frank-. Siempre permiten que conserves algunos objetos personales.
– No cuando valen un cuarto de millón de libras -contestó Cornelius.
– No tenía ni idea -dijo Frank, al tiempo que levantaba la vista.
– Porque nunca has sido la clase de hombre interesado en los bienes mundanos. Es una obra de arte persa del siglo XVI, y suscitará un notable interés cuando vaya a subastarse.
– Pero a estas alturas ya habrás averiguado todo cuanto deseabas -objetó Frank-. ¿Para qué continuar, cuando podrías perder muchas cosas que amas?
– Porque todavía he de descubrir la verdad.
Frank suspiró, contempló el tablero y movió el caballo de la reina.
– Jaque mate -dijo-. Lo tienes merecido por no concentrarte.
Cornelius pasó casi todo el viernes por la mañana en una reunión privada con el director ejecutivo de Botts and Company, los subastadores locales de arte y muebles de primera calidad.
El señor Botts ya había accedido a que la subasta tuviera lugar en un plazo máximo de quince días. Había repetido con frecuencia que habría preferido un período más largo para preparar el catálogo y enviar un extenso mailing, puesto que se trataba de un lote excelente, pero al menos demostró cierta compasión por la situación en que se encontraba el señor Barrington. Con el paso de los años, la Lloyd's de Londres, los fallecimientos y las amenazas de bancarrota habían demostrado ser los mejores amigos del subastador.
– Será preciso que lo tengamos todo guardado en nuestro almacén lo antes posible -dijo el señor Botts-, con el fin de que haya tiempo suficiente para preparar el catálogo, y permitir a los clientes que echen un vistazo durante tres días consecutivos antes de la subasta.
Cornelius asintió.
El subastador también recomendó que se publicara un anuncio a toda página en el Chudley Advertiser del miércoles siguiente, dando los detalles de lo que iba a subastarse, con el fin de informar a la gente a la que no hubieran podido informar por correo.
Cornelius se despidió del señor Botts unos minutos antes de mediodía y camino del autobús se dejó caer por la empresa de mudanzas. Entregó cien libras en billetes de cinco y diez, para dar la impresión de que le había costado algunos días reunir el importe.