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Mientras esperaba el autobús, no pudo por menos que reparar en las escasísimas personas que se molestaban en decirle buenos días, e incluso reparar en su existencia. Desde luego, nadie cruzó la calle para conversar con él.

Veinte hombres distribuidos en tres camionetas pasaron el día siguiente cargando y descargando, mientras iban y venían entre The Willows y el almacén del subastador, en High Street. Los últimos muebles abandonaron la casa a última hora de la tarde.

Mientras paseaba por las habitaciones vacías, a Cornelius le sorprendió el pensamiento de que, salvo una o dos excepciones, no iba a añorar sus posesiones terrenales. Se retiró al dormitorio (la única habitación de la mansión que seguía amueblada) y siguió leyendo la novela que Elizabeth le había recomendado antes de su ruina.

A la mañana siguiente solo recibió una llamada, de su sobrino Timothy, para decir que iba a venir el fin de semana, y preguntando si tío Cornelius encontraría tiempo para recibirle.

– Lo único que tengo a espuertas es tiempo -contestó Cornelius.

– Entonces, ¿te va bien que pase esta tarde? -preguntó Timothy-. ¿A eso de las cuatro?

– Siento no poder ofrecerte una taza de té -dijo Cornelius-, pero esta mañana terminé la última bolsa, y como es muy probable que abandone la casa la semana que viene…

– No importa -dijo Timothy, incapaz de disimular su desazón al encontrar la casa despojada de las posesiones de su tío.

– Subamos al dormitorio. Es la única habitación que todavía conserva algún mueble…, y la mayoría habrán desaparecido la semana que viene.

– No tenía ni idea de que se lo habían llevado todo. Hasta el retrato de Daniel -dijo Timothy cuando pasaron ante una mancha alargada de un tono crema más claro que el del resto de la pared.

– Y mi juego de ajedrez -suspiró Cornelius-. Pero no puedo quejarme. He vivido bien.

Empezó a subir la escalera que conducía al dormitorio.

Cornelius se sentó en la única silla, mientras Timothy se acomodaba en el borde de la cama. Se había convertido en un joven apuesto. Rostro franco, de ojos castaño claro capaces de revelar, a quien no lo supiera aún, que había sido adoptado. Debía tener unos veintisiete o veintiocho años, más o menos la edad que tendría Daniel si estuviera vivo. Cornelius siempre había tenido debilidad por su sobrino, y había imaginado que el afecto era recíproco. Se preguntó si iba a llevarse una nueva desilusión.

Timothy parecía nervioso, y movía los pies sin cesar.

– Tío Cornelius -empezó, con la cabeza algo inclinada-, como ya sabes, he recibido una carta del señor Vintcent, y pensé que debía venir para explicarte que no tengo mil libras a mi nombre, de modo que no puedo pagarte mi deuda en este momento.

Cornelius se llevó una decepción. Había confiado en que al menos un miembro de la familia…

– No obstante -continuó el joven, al tiempo que sacaba un sobre largo y delgado de un bolsillo interior de la chaqueta-, mi padre me regaló al cumplir los veintiún años acciones por valor del uno por ciento de la empresa; yo creo que deben equivaler a mil libras, como mínimo, y me pregunto si las aceptarías a cambio de mi deuda, hasta que pueda recuperarlas.

Cornelius se sintió culpable por haber dudado de su sobrino, siquiera por un momento. Quiso pedir disculpas, pero sabía que no podía, no fuera a desmoronarse el castillo de naipes montado con tanto esmero. Cogió el óbolo de la viuda y dio las gracias a Timothy.

– Soy consciente del sacrificio que esto debe significar para ti -dijo Cornelius-, pues me acuerdo de las numerosas veces que me has confesado tu ambición de hacerte cargo de la empresa cuando tu padre se jubile, y tus sueños de abarcar parcelas que él se ha negado incluso a considerar.

– Creo que no se jubilará nunca -dijo Timothy con un suspiro-, pero confiaba en que, después de la experiencia que he adquirido trabajando en Londres, me tomaría en serio como candidato a la gerencia cuando el señor Leonard se jubile a finales de año.

– Temo que tus posibilidades no aumentarán cuando se entere de que has entregado el uno por ciento de la empresa a tu tío arruinado.

– Mis problemas no se pueden comparar con los que tú estás afrontando, tío. Lo único que siento es no poder pagarte en metálico. Antes de que me vaya, ¿puedo hacer algo más por ti?

– Sí, Timothy -dijo Cornelius, ciñéndose a su guión-. Tu madre me recomendó una novela, que me gusta bastante, pero mis viejos ojos parecen cansarse cada vez más, y me preguntaba si serías tan amable de leerme algunas páginas. He puesto un punto en la página a la que he llegado.

– Recuerdo que me leías cuando era pequeño -dijo Timothy-. Guillermo y Golondrinas y amazonas -añadió mientras cogía el libro.

Timothy habría leído unas veinte páginas, cuando de repente paró y levantó la vista.

– Hay un billete de autobús en la página 450. ¿Lo dejo en su sitio, tío?

– Sí, por favor -dijo Cornelius-. Lo puse ahí para acordarme de algo. -Hizo una pausa-. Perdona, pero me siento un poco cansado.

Timothy se levantó.

– Volveré pronto y terminaré las últimas páginas.

– No hace falta que te molestes. Ya me las arreglaré.

– Ah, pero creo que será mejor, tío, pues de lo contrario nunca averiguaré cuál de ellos llega a ser primer ministro.

La segunda remesa de cartas, que Frank Vintcent envió el viernes siguiente, provocó otra avalancha de llamadas telefónicas.

– No estoy segura de comprender bien lo que significa -dijo Margaret, en la primera comunicación con su hermano desde que había ido a verle dos semanas antes.

– Significa exactamente lo que dice, querida -dijo Cornelius con serenidad-. Todos mis bienes mundanos van a ser subastados, pero permitiré que todos aquellos a quienes considero cercanos y queridos elijan un objeto, por razones sentimentales o personales, que quieran conservar en el seno de la familia. Podrán pujar por ellos en la subasta del viernes que viene.

– Pero podríamos perder la puja y terminar sin nada -objetó Margaret.

– No, querida mía-dijo Cornelius, procurando no parecer exasperado-. La subasta pública se celebrará por la tarde. Las piezas seleccionadas se subastarán por la mañana, y solo estarán presentes la familia y los amigos íntimos. Las instrucciones no podrían ser más claras.

– ¿Podremos ver las piezas antes de que empiece la subasta?

– Sí, Margaret -dijo su hermano, como si estuviera hablando con un retrasado mental-. Tal como el señor Vintcent deja bien claro en su carta: «Exposición el martes, miércoles y jueves, de diez de la mañana a cuatro de la tarde, antes de la subasta que se celebrará el viernes a las once de la mañana».

– Pero ¿solo podemos elegir una pieza?

– Sí-repitió Cornelius-, es lo único que permitirá el demandante. No obstante, te complacerá saber que el retrato de Daniel, que tantas veces has alabado en el pasado, estará entre los objetos disponibles.

– Sí, me gusta -dijo Margaret. Vaciló un momento-. ¿Y el Turner también estará a la venta?

– Desde luego -confirmó Cornelius-. Me veo obligado a venderlo todo.

– ¿Tienes idea de lo que les apetece a Hugh y Elizabeth?

– No, pero si quieres averiguarlo, ¿por qué no se lo preguntas? -sugirió Cornelius, sabedor de que apenas se dirigían la palabra.

La segunda llamada se produjo tan solo instantes después de haber colgado a su hermana.

– Buenos días, Elizabeth -dijo Cornelius, tras reconocer la voz al instante-. Me alegro de oírte.

– Es sobre la carta que he recibido esta mañana.

– Sí, ya me lo imaginaba -dijo Cornelius.