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Marta Rivera de la Cruz

En tiempo de prodigios

Finalista Premio Planeta 2006

A la sonrisa de mi madre.

A la mirada de mi madre.

A mi madre, que sigue estando aquí

Si bien es cierto que vivimos tiempos crueles, también es cierto que estamos en tiempo de prodigios.

Sergio Pitol, El arte de la fuga

Las peores aflicciones son las que nos causamos a nosotros mismos.

Sófocles, Edipo Rey

PRIMERA PARTE

Cuando nos hicimos esta foto, mi madre ya estaba enferma. Nosotros no lo sabíamos, y siempre supuse que ella tampoco. Pero ahora, cada vez que veo el retrato, me pregunto si mi madre ignoraba realmente que la desgracia nos estaba acechando o si ya había notado las primeras señales de su mal, y nos lo ocultó a todos por sentirse incapaz de interrumpir la bonanza que caracterizaba nuestra vida.

Es una foto preciosa. La tomamos el día de la boda de mi hermana, poco antes de salir hacia la iglesia. Estamos muy serios, en parte por la solemnidad del momento, en parte porque el cielo llevaba dos horas amenazando lluvia y justo en el instante de hacer la foto cayeron las primeras gotas de lo que acabaría siendo un aguacero descomunal. Por eso teníamos todos el gesto grave. Todos menos mi madre, que sonreía a la cámara luciendo una expresión muy suya, con la boca apretada y los ojos pacíficos irradiando luz, como si quisiese decirnos que todo iba bien, que nada estaba perdido por completo, que ni siquiera el diluvio universal podría estropearnos la fiesta de la boda. Esa era su forma de enfrentarse al mundo: con una confianza suprema en el futuro, con un optimismo que acababa por volverse contagioso y que fue, creo, la razón fundamental por la que se ganó el amor de tanta gente. La vida está llena de personas que no creen en nada, y si de pronto se nos cruza en el camino alguien capaz de tener fe en cualquier cosa buena, el instinto de supervivencia nos empuja a acercarnos a ella, a buscar refugio a su lado. Yo ni siquiera tuve que buscar ese refugio. Era mi madre, y pasé toda mi vida alimentándome de su luz particular, una luz que iluminaba hasta las cosas más mezquinas, aquellas que pese a las mejores intenciones no podemos evitar que nos salgan al paso en algún momento de nuestra historia.

Mi madre conservó esa luz durante casi toda su enfermedad. Un día la perdió, y entonces supe que le quedaba muy poco tiempo de vida. No creo que vuelva a ver una luz así en la mirada de nadie. Supongo que es un sello distintivo de algunos seres excepcionales, de esos que pasan por el mundo con el objetivo secreto de convertirlo en un lugar mejor. Los dioses conceden entonces una luz especial a su mirada, a lo mejor para que puedan reconocerse entre ellos, o quizá para distinguirlos al primer golpe de vista del resto de nosotros.

Es terrible pensar que, mientras nos tomaban aquella foto (creo que una de las últimas que nos hicimos los cinco juntos), la desdicha estaba ahí, agazapada, esperando el mejor momento para extender sus alas negras y cubrirlo todo con una sombra espesa. Eso fue lo que sentí cuando murió mi madre. Que había llegado una época de sombras. Que íbamos a pasar el resto de nuestros días añorando su luz, la luz que iluminó aquel retrato hecho en una tarde de tormenta, al filo del agua, unos minutos antes de que el cielo se rompiera en un jaleo de truenos y relámpagos que hizo temblar la capilla nupcial del mismo modo que un año después la enfermedad de mi madre haría que se tambalearan las vidas de todos nosotros.

Tenía la foto entre las manos cuando recibí la llamada de Elena. Elena vive en Nueva York desde hace nueve años, lo que no impide que hayamos mantenido una amistad entrañable capaz de sobrevivir a una distancia de siete horas de vuelo y a la más completa informalidad de ambas, que olvidamos los cumpleaños mutuos y el resto de las fechas señaladas que utiliza la gente para mantener el contacto con los seres queridos. En compensación, intercambiamos larguísimos correos electrónicos cuyo fluir se interrumpe abruptamente, a veces por puro despiste, o tras muchas semanas de desconexión nos llamamos sin motivo y permanecemos al teléfono más tiempo del que recomiendan el sentido común y los rudimentos de la economía doméstica. Así que cuando aquella tarde vi el número de Elena en la pantalla de mi móvil tras haber pasado un mes y medio sin recibir noticias suyas, sólo pensé que se avecinaba una de nuestras conversaciones de puesta al día. Sin embargo, después de los saludos rituales y de la obligada mención a mi estado de ánimo tras mi reciente orfandad, me di cuenta de que la voz de Elena tenía un tono apremiante que me resultaba desconocido, como si quisiese pasar por encima de cualquier fórmula de afecto para llegar a una cuestión fundamental que no sabía cómo atacar.

– Tengo que pedirte un favor… -dijo al fin, y me sentí aliviada. Así que sólo era eso…-. Caramba, no sé ni por dónde empezar… Se trata de mi padre. Tiene una enfermedad rara… de esas que nadie investiga porque no son rentables. Algo degenerativo que ni siquiera tiene nombre. Mi madre y él llevan semanas peregrinando por media docena de hospitales, y los médicos se limitan a encogerse de hombros y a decir que es un caso muy raro, que en España sólo hay cincuenta enfermos como él y que no saben muy bien qué tratamiento aplicar. Y mientras, venga a hacerle pruebas, venga a pincharle, a pedir radiografías y resonancias magnéticas y a mandarle mear en botes de plástico.

– Lo siento. Debe de ser duro.

Por supuesto que es duro. A mí me lo iban a decir, que había visto morir a mi madre después de semanas interminables de consultas oncológicas, análisis y sesiones de radioterapia. Claro que, por lo menos, su patología había tenido nombre y apellidos desde el primer momento, lo cual, en el fondo, resultaba para nosotros y para ella vagamente tranquilizador. Es curioso que todavía haya gente que en vez de decir «cáncer» prefiera llamarle «una larga y cruel enfermedad». Menuda tontería. Como si hubiera alguna enfermedad a la que no calificar de cruel. Instantáneamente me compadecí del padre de Elena, que vagaba por los hospitales buscando, no ya un tratamiento eficaz, sino un miserable nombre para lo que le estaba pasando.

– Peter estuvo estudiando el asunto con algunos colegas. -Peter es el esposo de Elena, un cirujano plástico que amasó una fortuna arreglando las narices, los pómulos y los labios de centenares de norteamericanas insatisfechas con sus rostros y seguramente también con sus vidas-. Ha encontrado una clínica en Manhattan donde van a someter a un grupo de enfermos a una terapia experimental. Consiguió que admitiesen a mi padre en el programa, así que él y mi madre pasarán una temporada en Nueva York para seguir el tratamiento.

Llegado este punto, y aunque no me atrevía a interrumpir a Elena, estaba deseando conocer mi papel en la historia, porque de momento no encontraba ninguno. Por fin, Elena fue al grano.

– El problema es mi abuelo, Silvio. Ya sabes que vive con mis padres…

Pues no, no lo sabía. Elena y yo nos habíamos conocido en Oxford y mi contacto con su familia se reducía a media docena de encuentros casuales que no incluían, desde luego, al abuelo en cuestión.

– Les dije que se lo trajeran a la ciudad. Total, esto ya es una casa de locos, con los niños, el perro y un bicho asqueroso que alguien acaba de regalar a Peter y que no sé ni qué clase de animal es. Pero el abuelo no quiere venir. Dice que está muy mayor para meterse tantas horas en un avión…

– Y tiene razón. ¿Cuántos años ha cumplido ya? ¿Noventa?

– Ochenta y ocho, pero está como una rosa. Ya quisiera yo llegar así a su edad. El caso es que a mi madre le preocupa dejarle solo en Madrid. Y conste que eso de «solo» es muy relativo. Tiene una asistenta interna y un fisioterapeuta que le visita dos veces a la semana para hacer sus ejercicios. La artritis, ya sabes.