– Cecilia -dijo, por fin-. La historia que te voy a contar sólo la sabe otra persona, y hace años que está muerta. Así que atiende, porque cuando yo me muera tú serás la única en conocerla del todo, y tendrás que decidir qué es lo que haces con ella. Ésta es mi historia, Cecilia, y a partir de ahora será también la tuya.
La llegada al pueblo de Zachary West no pasó desapercibida para ninguno de nosotros, y no porque él no apareciese haciendo gala de la exquisita discreción que le había caracterizado siempre, sino porque todos estábamos pendientes de su venida y, además, aquella vez le acompañaba un niño negro. Nadie en la ciudad había visto nunca un ser humano de un color distinto al nuestro, aunque sabíamos que existían en otros mundos tan lejanos para nosotros como la misma luna. Pero el que no ignorásemos que a muchos kilómetros vivían seres achocolatados, amarillos y rojizos (una vez alguien habló también de ciertos hombres azules, aunque casi nadie se creyó aquella historia) no impedía que siguiésemos concibiéndoles como piezas de un universo completamente ajeno al que nunca tendríamos acceso. Todavía recuerdo la conmoción que causó en Ribanova la primera aparición pública del señor West paseando de la mano de aquel crío de piel oscura como la noche, vestido enteramente de blanco en un desafío a la suerte que le había hecho nacer más negro que el carbón. El señor West y aquel niño zahíno se pasearon por la plaza de España, arriba y abajo, arriba y abajo, mezclados con los otros caminantes dominicales que acudían a la alameda para escuchar el concierto de zarzuelas de la banda municipal, y a todos costó un trabajo ímprobo saludar al señor West disimulando la sorpresa descomunal que despertaba aquella visión.
Nadie dijo nada, por supuesto. No hubiera sido de buen gusto, y aunque la nuestra era una ciudad hermética y pequeña, presumíamos de ser también medianamente civilizados. Así que aquellos días las madres aleccionaron a los hijos para que no señalasen al negrito como un fenómeno de las fiestas de San Froilán, cuando, para regocijo de todos, los feriantes traían animales pretendidamente exóticos y cobraban un real por el derecho a verlos y otro más si alguien con arrestos quería tocarlos. Una vez mi padre nos invitó a todos a pasar la mano por el lomo de un avestruz de Madagascar. Aquel pájaro triste estaba atado por una pata a un tocón de madera. Le faltaban la mitad de las plumas y saltaba a la vista que tenía más años que el propio mundo, pero ninguno de nosotros fue capaz de ver en el ave otra cosa que un ejemplar magnífico llegado de tierras ignotas, que desafiaba al público con su cuello larguísimo y sus ojos vidriosos que sólo ahora comprendo que estaban húmedos de miedo.
Pero no pienses que estoy comparando al niño del señor West con un pajarraco renqueante. Era sólo un ejemplo, ¿sabes?, para que comprendas la cara que se nos quedó a todos cuando vimos a aquel crío por el paseo de la Alameda. Fue como descubrir a un ejemplar de otra galaxia. Los jóvenes os creéis que el mundo ha sido siempre así, manejable y pequeño, con la televisión y los ordenadores, pero te aseguro que hubo un tiempo bien distinto a éste. La edad de piedra, como quien dice. Nuestra experiencia con los negros se reducía a las funciones de cine mudo del teatro Principal. Algunos pensaban que eran caníbales. Sí, hija, así de brutos éramos. Creíamos que los hombres de color, como los llaman ahora, bailaban el hula hula y la danza de la lluvia, llevaban huesos en la cabeza y aros de oro en la nariz. De modo que no sabría decirte qué nos sorprendió más, si que el señor West apareciese llevando de la mano a un negrito de seis o siete años, o que el niño en cuestión fuese pulcramente vestido de blanco inmaculado, con un sombrero de paja encasquetado en la cabeza y zapatos de charol brillantes como espejos. La imagen de aquel angelito negro tan bien apañado, que no se subía a los árboles ni lanzaba alaridos sino que caminaba lleno de mansedumbre al lado de Zachary West, mirando a su alrededor con unos ojos enormes y extraordinariamente vivos, produjo en nosotros, por encima de todo, un profundo desconcierto. Acabábamos de enterarnos de que los negros existían más allá de las películas, y que eran civilizados y correctos y capaces de andar calzados con zapatos de primera comunión.
Ninguno de los niños se le acercó. Y que conste que fue por pura timidez. Simplemente, no nos atrevimos. Era un ser demasiado fabuloso, demasiado fantástico, y supongo que nos temimos que se desvaneciera si lo rozábamos con las manos pegajosas de los caramelos dominicales. Así que, mientras nuestros padres saludaban al señor West, estrechaban su mano y le preguntaban por la vida en general, nosotros mirábamos al niño con la boca abierta y los ojos cargados de una admiración sin condiciones. Él era distinto a todos, y no sólo por el color de su piel, sino también porque iba cuidadosamente vestido y peinado y porque, además, vivía con el extraordinario señor West, que era americano y aviador. En Ribanova no había nadie como él, nadie nacido en otro país, nadie capaz de pilotar una avioneta, nadie tan cargado de experiencias que tenían como escenario misteriosos lugares de los cinco continentes. Zachary West era el pariente que todos hubiéramos deseado tener, el tío postizo con el que soñábamos, el visitante de lujo que cualquiera querría sentar a su mesa para hacerle contar historias increíbles de proezas aeronáuticas y aventuras en el África Austral. Pero Zachary West no tenía parientes, ni lejanos ni próximos. Era huérfano de padre y madre, no se había casado, no tenía hijos. Y entonces llegó a Ribanova llevando de la mano a aquel niño, y todos entendimos que ellos dos solos se habían convertido en una familia.
Lo creas o no, cualquiera de nosotros se hubiese cambiado por aquel crío sin pensarlo más allá de unos segundos. Él paseaba por los cantones aferrado a la mano del señor West mientras nosotros lo hacíamos acompañados de nuestros padres, abuelos y tíos: gente corriente y moliente, vulgar a más no poder, que no tenían grandes cosas que contarnos ni habían protagonizado hazañas de novela a bordo de un bimotor. No, querida, nadie miró a aquel niño negro por encima del hombro, ni le compadeció por haber nacido cambiado de color. Sólo le envidiamos con toda la fuerza de nuestra poca edad y nuestra experiencia nula. Cuando uno es pequeño, la envidia es algo mucho menos mezquino que en la edad adulta, porque se mezcla tanto con la admiración que acaban por confundirse la una y la otra. Y aquel día lo único que deseamos todos y al mismo tiempo, fue hacernos amigos cuanto antes de aquel niño magnífico que acababa de llegar a Ribanova junto a Zachary West.
¿Que cuándo ocurrió aquello? Pues debió de ser en 1925, poco más o menos. Yo tenía ocho años y unos celos terribles de mi hermano menor, que acababa de nacer. Recuerdo que el día que el señor West se paseó con su niño por la plaza de España, mis padres estaban preparando la celebración de su bautizo, y yo me subía por las paredes con el ambiente de fiesta que remaba en mi casa porque desde hacía tiempo no era yo el centro de atención ni se cosían en mi honor banderitas de colores y bolsas de peladillas. En esta ocasión el rey de la casa era mi hermano Efraín, un pelón escuchimizado que había nacido con apenas kilo y medio de peso. Ya ves tú qué birria, poco más que un chuletón de esos que se quedan en nada al echarlos en la sartén. Los primeros días se temió por su vida, y yo escuché cómo el médico le decía a mi padre, «no se haga usted demasiadas ilusiones». Aquella noche, mi abuelo intentó prepararme a mí también para la más que previsible muerte de mi único hermano, y me dijo que a lo mejor Dios mandaba a unos ángeles para llevarse al cielo a Efraín.