– Será un placer. Díganme dónde quieren que les envíe el chófer.
Como era de esperar, Elijah puso el grito en el cielo ante la perspectiva de cenar en casa de un desconocido: «Sólo tenemos unos días para estar juntos, y lo único que se os ocurre es citaros con un judío chiflado.» Eso fue lo que dijo. Por fortuna, la siempre conciliadora Mary Jo dijo que ella «no» creía que nuestro nuevo amigo estuviese chiflado, y que, además, nunca había estado en Richmond y todo el mundo hablaba de las hermosas casas eduardianas de la zona. Elijah se dio cuenta de que se había quedado solo en sus reticencias, y no volvió a abrir el pico.
El coche enviado por Karol Nalewki nos recogió a las siete en punto. Desde nuestro hotel hasta Richmond había unos cuarenta minutos de camino, que hicimos casi sin hablar. Seguía lloviendo con una lluvia mansa y persistente, una lluvia impávida y retadora que amenazaba con volverse eterna. El coche avanzaba por una carretera secundaria bordeada de árboles sombríos (creo que eran plátanos) que aún conservaban algunas hojas muertas agarradas a las ramas. Ojalá pudiese recordar lo que sentía al avanzar hacia la casa de Nalewki, en qué estaba pensando exactamente mientras nuestro coche recorría el camino bajo una densa cortina de agua. Pero lo he olvidado. Quizá porque no notaba nada especial. Ahora me pregunto cómo hubiese abordado aquel viaje de haber sabido que iban a ocurrir cosas capaces de marcar en mi vida un antes y un después.
La casa de Nalewki tenía un frondoso jardín delantero protegido por una verja de hierro cubierta de una hiedra que, mojada por la lluvia, brillaba como si también estuviese hecha de metal. El coche avanzó por un sendero de gravilla hasta dejarnos en el porche. Karol Nalewki nos esperaba allí, y, quizá por contraste con la imponente fachada de la casa, se me antojó más pequeño y más débil que la primera vez que lo viera.
– Karol, éste es mi hijo Elijah… su esposa, Mary Jo.
– Me alegro de que hayan venido. Vamos a entrar, hace una noche horrible.
Nalewki nos dijo que vivía solo en aquella casa. No sé por qué, se me ocurrió que aquel hombre estaría mucho más a gusto en uno de aquellos cottage que habíamos visto a la entrada de Richmond que en una mansión a todas luces llena de habitaciones inútiles. Como si me hubiese leído el pensamiento, nuestro anfitrión hizo un comentario al respecto.
– He pensado en mudarme muchas veces… pero necesito espacio para el archivo… y además, no quiero hacer traslados hasta que terminemos la clasificación de todos los documentos. Está siendo más complicado de lo que había creído.
– ¿Un archivo, dice usted?
– Sí. Los papeles Ringelblum.
Ni Elijah, ni Mary Jo, ni yo mismo sabíamos a qué se refería Nalewki, pero la cara de Zachary West había cambiado de color.
– ¿Dice que tiene usted…?
Nalewki parecía sorprenderse de nuestra ignorancia.
– Pensé que lo sabían. Después del hallazgo, en 1946, trasladaron aquí toda la documentación. Así que llevamos más de seis años trabajando en la catalogación y la copia de los originales. Lo malo es que hay que ir con cuidado. Algunos están muy deteriorados. Es como tener en las manos un papiro egipcio o algo así, de forma que estamos tardando más de lo previsto.
– Perdón -fue Elijah el primero en reaccionar-. ¿De qué están hablando?
Fue Zachary quien le contestó.
– Los archivos Ringelblum son algo así como la memoria escrita de los años del gueto. Un hombre, Emmanuel Ringelblum, se propuso levantar acta de las cosas que iban sucediendo desde que los judíos fueron obligados a trasladarse allí. Escribió cientos de páginas sobre la vida en el gueto, y también conservó cartas, fotografías, cartillas de racionamiento… Fue guardándolo todo en cajas, y escondiéndolo cuidadosamente. Cuando el gueto fue destruido, todo el mundo pensó que los papeles nunca se localizarían…
– Pero, por fortuna, no sucedió así -añadió Nalewki-. Tuvimos que rastrear las ruinas casi centímetro a centímetro hasta dar con esas benditas cajas. Fue el 19 de noviembre de 1946. Yo estaba allí.
– Así que es aquí donde están clasificando el archivo…
– Dadas las circunstancias, intentamos hacer las cosas con la mayor discreción. Incluso en los países aliados queda gente interesada en que los documentos Ringelblum no salgan a la luz. Pero pensé que usted sabía que los tenía yo, entre la gente de la Organización no es ningún secreto. ¿Quieren pasar a la sala de catalogación? Creo que ya no hay nadie trabajando, los chicos suelen marcharse a eso de las siete.
Seguimos a Nalewki por un pasillo largo y bien iluminado hasta llegar a una sala cerrada con llave. Al abrir, vimos una media docena de mesas de trabajo y centenares de papeles en aparente desorden.
– Tengo que pedirles que no toquen los originales. Las copias de los documentos están en esas otras mesas. Pueden mirar cuanto quieran, hay más de una.
Pero ninguno se movió. Supongo que estábamos demasiado conmovidos: allí, en torno a nosotros, se encontraban las pruebas que daban fe de una de las grandes ignominias de la historia. Aquellas cuartillas irregulares, escritas con tinta de colores diferentes, algunas desleídas, otras medio devoradas por el tiempo, la humedad o los insectos, habían sido redactadas desde el miedo y el espanto, pero también desde la necesidad de dejar constancia de todo el horror vivido. Aquellas páginas se escribieron para ser leídas mucho después, para que las viesen personas como Elijah, como Zachary o como yo, pero también para que, dentro de muchos años, pudiese leerlas mi hija, y los hijos de mi hija, y los hijos de sus hijos. En aquellas hojas había pánico y rabia, pero también una profunda esperanza en el tiempo por venir.
Intentando sacudirnos la primera sorpresa, empezamos a prestar atención a algunos de los documentos que nos señalaba Nalewki. A Mary Jo le llamó la atención un texto que estaba enmarcado en la pared.
– Es un poema de Wladyslaw Szlengel -dijo Nalewki-. Nuestra Marsellesa particular.
– ¿Qué dice la letra?
Nalewki se puso sus gafas y empezó a traducir del polaco.
– «Escucha, dios alemán, escucha / los rezos judíos en los refugios / armados con armas y bastones. / Ante la nada y la noche / antes de que abandonemos la vida / pon armas en nuestras manos ¡Dios Todopoderoso! / ante la muerte, ante la noche /ante la caída y el aniquilamiento / haznos luchar como hombres libres.»
Instintivamente miré a Elijah.
– Pero -dijo mi amigo- no puede decirse que ustedes peleasen demasiado.
– Elijah, no empieces…
Pero Nalewki detuvo a Zachary con un gesto.
– Sé que eso es lo que opina mucha gente. Que nuestro pueblo se abandonó en manos de los nazis. Puede que tengan razón. Es terrible sufrir dos castigos: primero, la opresión de los alemanes. Luego, los reproches del mundo entero y las acusaciones de cobardía. Pero no nos metan a todos en el mismo saco. Algunos luchamos. Peleamos aun sabiendo que no teníamos posibilidades de ganar. Yo entré en la asociación judía de lucha en el invierno de 1941. ¿Sabe cuántas armas teníamos cuando empezamos a prepararnos para la insurrección? Diez pistolas. ¿No es de risa? Conseguimos más, por supuesto, pero a cuentagotas. Cuando nos levantamos contra los nazis, en abril del 43, ni siquiera había armas para todos. Algunos se defendieron a pedradas. Los alemanes mataron a casi todos, y deportaron a los prisioneros. Sólo unos cuantos conseguimos escapar.
– ¿Cómo se las arreglaron? Quiero decir, para salir del gueto…
– Había una cloaca en la calle de los Franciscanos que terminaba en la calle Bielanska. Yo salí por allí. Me oculté en una casa en ruinas hasta que me localizaron algunos miembros de la resistencia polaca. Me ofrecieron un escondite en el sótano de una casa de Varsovia, pero yo quería seguir luchando, así que empecé a colaborar con ellos.