Yo dejé la Organización, y también mi falsa actividad como escritor poco después de la muerte de Zachary. En cuanto a la adaptación de mi novela, alguien se preocupó de escribir por mí un guión deleznable que dio lugar a una película espantosa y digna de olvidar. Eso sí, me proporcionó unos ingresos inesperados que, redondeados con lo ya obtenido a cuenta de mis derechos de autor, me vinieron muy bien para hacer algunas inversiones inmobiliarias que proporcionaron a mi familia una existencia acomodada. Una vez que abandoné la Organización me dediqué a mi esposa y a mi hija, a quien no hablé nunca de mi trabajo como espía, de mis contactos internacionales ni de mis viajes por Europa y América. Carmina creció pensando que su padre era un escritor mediocre y un afortunado rentista. Siempre pensé que era mejor así.
Mi hermano y Hannah se separaron en 1958. No volví a saber nada de ella. Sé que Zachary le contó toda la verdad sobre Ithzak, y también que aquellas revelaciones la dejaron indiferente por completo. «¿Cambia eso algo?», dijo, «¿no sigue siendo cierto que Ithzak murió en Mauthausen y que no volvimos a verle?». Elijah se indignó al escuchar sus palabras. Yo, al principio, también. Después, a medida que el tiempo fue haciendo su trabajo, entendí que quizá de todos nosotros era ella quien más había querido a Ithzak Sezsmann y la única que no le había juzgado. Diez años atrás la habían separado del hombre que amaba, y nunca le había importado si ese hombre pertenecía a la categoría de los héroes o a la de los villanos. Ahora lamento haber interrumpido el contacto con Hannah y también, cómo no, haber interpretado su reacción bajo mi punto de vista personal.
En cuanto a Mary Jo y Elijah, murieron a finales de los ochenta en un absurdo accidente de coche cuando iban a visitar a alguno de los parientes Connors. Llevábamos años sin vernos, pero seguíamos en contacto por medio de las cartas y el teléfono. A pesar del tiempo transcurrido, sigo echándoles de menos y no pasa un solo día en que no piense en ellos.
¿Y yo? Pues ya me ves. Esperando a que me llegue el turno mientras miro otra vez estas viejas fotos. Todavía me resulta muy fácil recordar cuando las tengo delante, pero sé que algún día llegará el olvido. Por eso te he contado esta historia. Nadie, salvo tú, la conoce por completo. El día que yo no esté, puedes decidir qué es lo que deseas hacer con ella. No llores, Cecilia. O hazlo, si quieres. Son buenas lágrimas. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijeron que alguien vendría, nunca creí que iba a ser una persona capaz de escucharme, y luego llorar. No sé qué pensarás tú, pero creo que éste es un buen final para mi historia.
Los padres de Elena volvieron una semana después. Antonio está bastante recuperado, aunque tendrá que seguir un tratamiento de por vida, y regresar a Nueva York un par de veces al año para hacerse revisiones. Los médicos son optimistas con respecto a su caso, pero también le han advertido que no pueden hacer previsiones a largo plazo. Y yo me digo, ¿es que alguien puede hacerlas?
Elena, Peter y los niños vendrán a España en unos meses para pasar sus vacaciones. Desde que se lo dijeron, Silvio no hace otra cosa que pensar en el próximo encuentro con sus dos bisnietos. Por consejo mío, ha empezado a colocar algunas de las fotos en el álbum que le regalé. Le he dicho que, si en el futuro quiero contar su historia a Eliza y a Alexander, necesitaré de la ayuda de los retratos. Sigo yendo a verle una vez por semana, aunque el constante revoloteo de Carmina alrededor de nosotros entorpece cualquier conversación. Le he pedido que volvamos a repasar todo lo que me contó para que pueda tomar algunas notas y asegurarme así de que no va a perderse ningún nombre ni ningún detalle. No me ha dicho que no. Ahora quiero convencerle de que se haga un retrato. Me gustaría que dentro de algunos años, Eliza, Alexander y Giovaninna me creyesen cuando les diga que su bisabuelo se parecía muchísimo a Gregory Peck.
Por lo que a mí respecta, he vuelto a trabajar. No estoy acostumbrada a tener tanto tiempo para mí sola, así que he aceptado un proyecto para diseñar los decorados de una función de ópera para niños. Silvio y Lucinda han visto los primeros bocetos, y dicen que vendrán el día del estreno. Lucinda, que parece haber olvidado su mutismo, habla ahora mucho con su patrón. Le obliga a hacer los ejercicios para la artritis, le esconde el chocolate y ha dejado de darle bizcocho para merendar. Silvio se desespera con las galletas integrales y la sacarina, y dice que a menos que el racionamiento de azúcar vaya a servir para que viva veinte años más, no merece la pena tanto sacrificio.
Por supuesto, sigo pensando en ser madre. Después de dar vueltas a todas las posibilidades, desde la fecundación in vitro por medio de algún donante anónimo -lo que me da verdadera grima- a pedir el favor descabellado a algún amigo presentable y sensato, he decidido tirar por la calle de en medio y recurrir a la adopción. Llevo dos meses acudiendo a reuniones con una psicóloga que tiene que certificar que no tengo problemas mentales ni ningún tipo de trauma que trate de suplir con la llegada de un hijo. A veces pienso que si hicieran todos esos test a los padres biológicos, sólo podría tener niños el cinco por ciento de la población.
Hace un par de semanas vi a Miguel. Iba en un taxi camino de casa de Silvio, y él esperaba el disco verde para cruzar la calle. Le miré durante unos segundos, buscando dentro de mí alguna de las cosas que había sentido por él en un tiempo que no era tan lejano. No encontré nada, salvo un ramalazo de decepción, un poco de rencor y, por consiguiente, cierta dosis de la amargura que nos deja el tiempo que consideramos perdido.
No es eso lo que quiero sentir por Miguel. La próxima vez que le vea, me gustaría que hiciese en mí el mismo efecto que cualquier extraño. Llegará un día en el que no recuerde el color exacto de sus ojos, como hoy soy incapaz de recordar el tacto de su piel, y entonces sólo sentiré melancolía por todo lo que nos unió una vez y que no supimos conservar para siempre. Y dentro de muchos años, cuando yo tenga la edad de Silvio, quisiera que Miguel fuese un buen recuerdo distorsionado por la nostalgia, y pensar en él como alguien a quien quise mucho, que me hizo feliz durante un tiempo y que luego desapareció, como ocurre con buena parte de las personas y las cosas que nos hacen dichosos.
Ayer hizo un año que murió mi madre. Me acordé por casualidad, al abrir la agenda y tropezarme con la fecha del 20 de marzo. No sentí nada especial. La echo de menos cada día, así que un aniversario no iba a tener la facultad de intensificar mi añoranza ni el tamaño de su ausencia. Ha pasado un año, y el dolor es distinto al del primer día, pero sigue estando ahí. Lo que ocurre es que he aprendido a vivir con ese dolor. A vivir a pesar de él. La falta de mi madre es ahora también una parte de mi vida.
La última vez que estuve en casa de mi padre me traje una foto preciosa: somos mi madre y yo, durante mis primeras Navidades. Ella, vestida con traje de noche, sostiene en brazos a un bebé mofletudo de ojos grandes que la mira, consciente a su manera del profundo amor que despierta en esa joven que sonríe a la cámara. Yo tenía seis meses. Ella, veintisiete años. Ni siquiera había llegado al ecuador de su vida, injustamente corta. Creo que en ese momento mi madre era inmensamente feliz, y también que me consideraba la artífice principal de su constante alegría. A veces me pregunto si después, al crecer, al convertirme en una niña, en una adolescente, en una muchacha, en una mujer, seguí contribuyendo de alguna manera a la felicidad de mi madre. Quiero creer que sí.