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He colgado la foto en mi habitación. La miro cada noche antes de acostarme y cada mañana, recién levantada, cuando me asalta la certeza de que mi madre ya no está. Cuando pienso en ella, se me desdibuja la imagen de los últimos tiempos de su enfermedad, cuando estaba demacrada y débil, y sus ojos apagados iban preparándonos a todos para la marcha definitiva. Ahora, al pensar en mi madre, lo primero que se me viene a la cabeza es esa foto, y vuelvo a verla como fue en sus mejores tiempos, joven y bella, con una sonrisa única y la mirada que nos iluminó a todos durante un tiempo que, aunque hubiera vivido un siglo, siempre hubiese sido demasiado corto.

El mismo día en que se cumplió un año de su muerte me pregunté qué haría si se me diese la ocasión de volver a ver a mi madre durante cinco minutos. Imaginé aquella escena con un escalofrío: mi madre regresaba y yo tenía sólo unos instantes para decirle todas aquellas cosas que no había tenido tiempo de hablar con ella durante treinta y cuatro años. Y entonces me di cuenta de que, en realidad, ninguna de las dos se había dejado nada en el tintero. No hubo una cosa que quedase por decir, nada importante de lo que hablar. No había preguntas, no flotaba en el aire ninguna confesión, ninguna respuesta. Yo no necesitaba esos cinco minutos adicionales junto a mi madre. Treinta y cuatro años nos habían bastado a las dos para escribir nuestra historia. Para acumular un montón de recuerdos a los que recurrir, de instantes felices que guardar en la memoria.

Si un dios me hiciese la gracia de concederme esos cinco minutos, lo único que haría sería abrazar a mi madre, y así, aferrada a ella, esperar a que pasase el tiempo y tuviese que dejarla marchar otra vez.

AGRADECIMIENTOS

Hay muchas personas a las que tengo que dar las gracias por distintos motivos. A Antonia Kerrigan y Lola Gulias, que me convencieron de que ésta era la historia que tenía que escribir. A Fernando Marías, que leyó las primeras páginas y me espoleó para seguir adelante. A mi familia y a mis excepcionales amigos, que cuando llegó la hora del dolor construyeron en torno a mí un muro de cariño que evitó que me derrumbase. Y a Marcial, que es la persona a quien quisiera parecerme.

A todos ellos, mi gratitud sin límites y la certeza absoluta de que, sin su presencia en mi vida, no hubiese sido capaz de escribir esta novela.

Marta Rivera de la Cruz

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