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Por eso, la noticia de que mi madre estaba enferma supuso para mí un mazazo, pero no una sorpresa. Llevaba años esperando que ocurriese algo capaz de equilibrar la balanza de nuestra existencia dichosa. A diferencia de los demás (mi padre, por ejemplo, siempre creyó que nuestra familia había encontrado una fórmula mágica para ponerse a salvo de los vientos de la desgracia), yo tenía la sospecha de que el destino estaba preparándonos una jugada que viniese a romper aquel envidiable equilibrio. La enfermedad de mi madre y su muerte posterior fue la mejor forma de desarbolarnos, de dejar a cada uno de nosotros completamente desamparado, inerme, desnudo y sin protección alguna ante los tiempos por venir. A veces, mirando la foto, se me pasa por la cabeza la sombra de un reproche a la suerte, que tan cruelmente había acabado por cobrarse la factura de nuestra placidez vital, pero aquella tarde preferí no enredarme en reivindicaciones a los dioses y echar mano de un estoicismo que iba y venía para ayudarme, imagino, a sobrellevar la situación sin recurrir a milagros químicos recomendados por media docena de amigas (incluida la propia Elena) que parecen tener una fe ilimitada en los antidepresivos. Pero yo nunca he estado deprimida. Sólo condenadamente triste.

En un alarde de responsabilidad (y también para hacer algo distinto a mirar y remirar el retrato de bodas) pasé a la agenda la dirección de los padres de Elena: había anotado los datos en un trozo de papel de periódico que, con toda seguridad, acabaría perdiendo. Era un piso de la calle Velázquez. Podría ir en metro desde mi casa con sólo hacer un transbordo. ¿Cómo me dijo Elena que se llamaba su abuelo? ¿Silvio? Debí haberle preguntado algunas cosas acerca de él. Ahora sólo sé que tiene ochenta y ocho años y artritis. Estupendo. Podría telefonear a mi amiga, que ya habrá terminado de limpiar de tinta la carita de Eliza y pedirle que me hablara un poco de su abuelo para no tener la sensación de estar a punto de enfrentarme a algo completamente desconocido. Pero sabía que si llamaba a Elena, volvería a preguntarme por Miguel. Y esta vez no resultaría tan fácil el salirme por la tangente para no dar explicaciones. Se llama Silvio, es viejo y tiene los huesos hechos polvo. Con eso basta.

En honor a la verdad, es muy poco lo que sé de la gente anciana. En mi familia no hay viejos. Todos mis abuelos murieron antes de llegar a la edad provecta, y jamás tuve relación con parientes de más de setenta años. Pero lo cierto es que las personas mayores despiertan en mí ciertos rescoldos de ternura. Al verlos por la calle, en el autobús, en el metro, apoyados a veces en un bastón imprescindible, tantaleando para acercarse a un asiento cedido por alguien con buena educación, siento el deseo de protegerles, pero también una rara curiosidad: me gustaría entender en qué consiste la vejez, cómo se enfrenta con más o menos dignidad una etapa vital que casi todo el mundo considera indeseable, con qué material se construye el día a día cuando sabemos que el tiempo se agota y hay que buscar hasta debajo de las piedras algún motivo para seguir viviendo. Por eso pensé que las jornadas junto al abuelo de Elena podían significar una oportunidad de oro para conocer de primera mano el milagro de la senectud… y, tal vez, la ocasión de averiguar que mi pretendida gerontofilia es producto de la pura ignorancia.

Desconozco los misterios que rodean a la vejez, pero he prometido hacer compañía a un ancianito durante un período de tiempo indeterminado. Pueden ser días o semanas. Quizá sean meses, no lo sé. ¿Hasta qué punto me resultaba engorroso el encargo de Elena? No podía calibrarlo, al menos de momento. Supongo que muchas personas se subirían por las paredes ante la perspectiva de ocuparse de un octogenario, y sin embargo aceptarían encantadas el cuidar de una mascota. Recuerdo que una vez, hace un par de años, un amigo me pidió que vigilase a su gato durante unas vacaciones y tuve que pasar por su apartamento dos veces por semana para dar de comer y de beber a aquel ejemplar esmirriado y pretendidamente elegante que se movía de forma sinuosa y me miraba desde una esquina con una sombra de amenaza en sus falsos ojos líquidos. Había cumplido aquel encargo de muy mala gana y sólo porque no había sido capaz de inventar una excusa convincente para eludirlo. Sin embargo, nunca buscaría excusas para rechazar la petición de Elena, mi querida Elena, que vive en Nueva York, a un mundo de distancia, y a la que siento prodigiosamente cerca. En cuanto a su abuelo, era de esperar que se tratase de un vejete cascarrabias con algunos desvaríos seniles y toda una legión de manías más o menos respetables. Lo normal. Habrá que verme a mí cuando sea vieja, si ya ahora, antes de cumplir los cuarenta, puedo resultar francamente insoportable incluso cuando no me lo propongo.

Tengo mal genio y poca paciencia. Creo que sólo se me dulcificó el carácter durante los últimos meses de la enfermedad de mi madre, cuando mi amor por ella se adueñó de todo y me ayudó a soportar aquellos días infames en los cuales fui incapaz de pensar en mí: sólo pensaba en su dolor, en su humillación al verse impedida, en su desamparo, en su miedo y entonces pude desembarazarme de mí misma y entregarme en cuerpo y alma a la persona que más me ha querido. Recuerdo que pensé en ello el mismo día de su muerte: nadie volverá a quererme así. La idea me lastimó tanto que fui incapaz de llorar, como aquella vez que, siendo muy pequeña, me partí un brazo jugando con mi hermana. La intensidad del dolor era tan grande que me impedía gritar, a pesar de lo mucho que me hubiese aliviado soltar un buen alarido. Lloré muy poco cuando murió mi madre. Tenía el alma demasiado herida como para dejar que se desbarrancara en lágrimas.

No fui a ver a Silvio hasta cinco días después. Tenía que terminar un trabajo, y luego me llamaron de la editorial para hacerme un encargo urgente, así que estuve más ocupada de lo que había previsto. Cuando entré por primera vez en casa de los padres de Elena lo hice con un vago sentimiento de culpa por haber dejado pasar demasiados días sin aparecer por allí. Claro que Elena tampoco había propuesto ninguna pauta para mis visitas… De hecho, había dicho «de vez en cuando». ¿Qué significa eso? ¿Una vez a la semana, un día sí y otro no, cuando no tengas otra cosa que hacer, en el preciso instante que te dé la real gana?

Fue Lucinda quien me abrió la puerta. La madre de Elena debía de haberla avisado de mi posible aparición, pues me identificó enseguida.

– ¿La señorita Cecilia?

Tenía un fuerte acento andino y la piel oscura. Ya había cumplido los cincuenta años y parecía de una timidez enfermiza, porque ni siquiera era capaz de mirarme mientras se ofrecía a hacerse cargo de mi chaqueta y a preparar un café.

– O un refresquito, o un té caliente…

– No, gracias, Lucinda… sólo he venido a ver a Silvio.

Sin levantar los ojos del suelo, Lucinda me hizo una señal para que la siguiera.

– El señor acaba de despertarse de la siesta. A esta hora está siempre en la salita. Ahí le tiene.

Y desapareció como un fantasma, dejándome a espaldas de un anciano que se suponía solo en la habitación. Silvio se sentaba en un butacón de aspecto anticuado, y miraba a la calle con los ojos perdidos en sabe Dios qué. Maldije a Lucinda por haberse esfumado sin hacer las presentaciones. No se me ocurría cómo advertir al abuelo de mi presencia en la sala, y me quedé así un buen rato, callada, observando el perfil de Silvio, que era de una envidiable pureza. Tenía la piel clara y motejada de las manchas propias de la edad, las cejas anchas y el recuerdo de lo que debió de ser en tiempos un cabello brillante y espeso. La barbilla era firme, la nariz no muy grande y su expresión al mirar por la ventana le convertía en un ser de aspecto extraordinariamente pacífico. Un personaje que ni pintado para hacer el anuncio de un plan de pensiones. En eso estaba pensando cuando, bruscamente, Silvio se dio la vuelta y me descubrió al fondo de la sala.