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– ¿Lucinda?

– No soy Lucinda. Soy Cecilia…

Carraspeó y se puso de pie sin dejar que diese otra explicación.

– Mis hijos me dijeron que vendría alguien. Bueno, pues pase usted. Acérquese, vamos. No creerá que la voy a morder.

Al aproximarme a él recordé un momento de la infancia: mi primer día en un colegio nuevo, cuando la profesora me pidió que escribiese mi nombre en el encerado, y yo lo hice luchando contra unos deseos irrefrenables de echarme a llorar. Silvio me había tendido la mano, y descubrí entonces a un anciano alto y esbelto con aspecto de patricio, que me miraba con cierta ferocidad por debajo de las cejas grises luciendo una expresión que podría calificarse de adusta. De golpe, Silvio dejó de parecerme un viejecito rebosante de serena dulzura para convertirse en un personaje atrabiliario del que de buena gana hubiera huido sin dar explicaciones, igual que treinta años atrás había querido escapar de aquella clase llena de niñas desconocidas que me escrutaban mientras, con lento esfuerzo, dibujaba mi nombre en la pizarra con un trozo de tiza.

– Siéntese, haga el favor -dijo, y volvió a su sillón. La aspereza de su tono de voz me molestó profundamente-. Bueno, empecemos cuanto antes, ¿le parece bien? Para desayunar, tomé un café y tres galletas. El café poco cargado, no se preocupe. Luego leí el periódico y me di un paseo. Por el barrio y esperando el disco verde para cruzar los semáforos. Comí a las dos en punto, un caldo de pollo y una menestra de verduras sin sal para cuidar la tensión. Me he tomado todas las pastillas y no me ha dolido nada en lo que llevamos de día. De momento, no hay mucho más que contar. ¿Alguna pregunta?

– No… supongo que no.

Pero bueno, ¿a qué venía semejante discurso? Nos quedamos callados, Silvio mirando al suelo enfurruñado y yo mirándole a él. ¿Qué se supone que debería hacer ahora? ¿Marcharme y volver otro día? ¿Regresar a casa, llamar a Elena y decirle que su abuelo no tenía la menor intención de colaborar en la tarea que me habían asignado? Estaba tan desorientada que ni siquiera me di cuenta de que a Silvio le pasaba lo mismo que a mí: estaba tratando de ubicarme y de ubicarse a sí mismo en aquella situación. Tras unos diez minutos de un silencio que empezaba a parecerme enloquecedor, el abuelo de Elena se dirigió a mí sin variar su gesto hosco.

– Espero que, por lo menos, le paguen a usted bien.

De modo que era eso: Silvio pensaba que era una acompañante de esas que se contratan para entretener a los viejos, reírles las gracias y escuchar batallitas sin decir ni mu.

– Ni bien ni mal. No me pagan nada.

– ¿Es usted monja?

Eso sí que tenía gracia. Silvio me miró de arriba abajo para descubrir, desconcertado, mis botas de tacón, la americana de cuero y los pantalones vaqueros que no podían casar muy bien con la indumentaria de una religiosa.

– ¿Tengo pinta de hermanita de la caridad? En cualquier caso, le aseguro que, con mis antecedentes, ninguna orden me admitiría entre sus filas.

– Pues de una de esas cosas modernas, una oenegé…

– Frío, frío. Soy una amiga de su nieta. Lo crea o no, estoy aquí porque quiero, sin cobrar un céntimo y sin esperar bendiciones apostólicas. Menudo negocio, ¿verdad?

En ese momento me pareció que Silvio se relajaba. Incluso cambió de postura para arrellanarse en el sillón.

– ¿Cómo me dijo usted que se llamaba?

– Cecilia.

– Es bonito… Mire, Cecilia, no quiero que me interprete mal… es que no necesito que nadie me cuide. A saber qué le habrá dicho Elenita. O la loca de mi hija, que está como un cencerro.

– Ellas no…

– Por favor, que las conozco desde hace años. Sobre todo a Carmina, que habla de mí como de un pobre tarado. Pues, señorita, de la cabeza estoy bastante mejor que ella, así que puedo apañármelas solo. La casa la lleva Lucinda, de modo que no hay peligro de que me deje abierta la llave del gas ni de que se me olvide en el fuego el cazo de la leche. Y como no soy idiota, puedo llamar al médico si me encuentro mal o a los bomberos si empieza a arder el edificio.

– Ya veo…

– Y además, estoy como un roble. Pasa el invierno y no cojo ni un triste catarro. De hecho, mi nieta pretendía que me fuese a Nueva York con toda la familia. ¿Cree de verdad que hubiese insistido tanto si pensase que estoy hecho un carcamal?

– ¿Por qué no quiso ir? La ciudad le habría gustado…

– Pues porque hubiese sido un incordio. Por muy bien que me encuentre, los años no me los quita nadie. Tengo buena salud, pero al moverme resulto bastante torpe. Además, ya conozco Nueva York…

– ¿En serio? Elena no me dijo…

– Elena no lo sabe. Fue hace mucho tiempo y nunca le he hablado de eso.

Por primera vez consideré la posibilidad de que Silvio chocheara. Sin embargo, la mirada del anciano parecía extremadamente lúcida. No, no estaba loco. Quizá se le iba un poco la cabeza y confundía las cosas. Ahora sonreía. Tenía una sonrisa luminosa, espléndida, envidiable. Me di cuenta de que se parecía un poco al Gregory Peck anciano que tuve ocasión de saludar fugazmente a su paso por el festival de San Sebastián.

– Bueno, a ver ¿qué le pidieron que hiciera? -preguntó por fin.

– Nada del otro mundo. Sólo tengo que pasarme por aquí de vez en cuando, hablar con usted y asegurarme de que todo está en orden…

– Vamos, comprobar que no me estoy volviendo majara y que no hago nada raro, como intentar salir a la calle desnudo o con los calzones en la cabeza. Y, además, darme palique para que no me deprima y empiece a pensar que estaría mejor en una residencia.

El hielo estaba roto.

– Veo que lo entiende perfectamente. Y como ya me he comprometido con Elena a venir por aquí, no puedo dejar de hacerlo por muy difícil que me lo ponga.

Silvio se pasó las manos por los ojos.

– Menudo muerto le ha caído encima… cuidar a un viejo de mal genio que encima la ha recibido a usted sacando las uñas… Discúlpeme. Antes tenía mejor carácter, pero supongo que el tiempo también se ha ocupado de echarlo a perder.

Meneó la cabeza, disgustado. Me pareció que acababa de ponerse encima unos cuantos años.

– Puede usted volver cuando quiera -me dijo al fin-. Lo que no quiero es que lo tome como una obligación. ¿De acuerdo? Casi siempre estoy en casa. Sólo salgo por las mañanas a dar un paseíto por el barrio…

– Sin saltarse los semáforos…

– Eso. Los lunes y los jueves no paseo, porque viene el fisioterapeuta y ya se ocupa él de dejarme molido. No sabe lo bruto que es. Carmina dice que los ejercicios me vienen bien para la artritis, pero yo no lo acabo de ver. Por las tardes, leo o hago crucigramas. Comprenderá que me parece estupendo que alguien me dé conversación. Lucinda no tiene mucha labia, que digamos, y el fisio sólo me habla para pedir que no me queje cuando me hace daño.

– Así que tengo poca competencia…

– Con esos dos, ninguna.

– Muy bien. Vendré una o dos tardes a la semana, si le parece. De todos modos, me gustaría dejarle mi teléfono por si le hace falta algo…

Silvio me detuvo con su mano cuando iba a buscar en el bolso un boli y un papel.

– De verdad, señorita, no necesito nada. Lucinda no dice dos palabras seguidas, pero la casa la lleva muy bien. A mí me basta con poder charlar con alguien. Es que cuando uno se hace viejo, todo el mundo deja de contarle cosas. No sé si es que la gente cree que no nos enteramos. Como mi hija. En vez de explicar que una amiga de Elena iba a hacerme algunas visitas, ¿qué cree que fue lo que me dijo?: «Papá, cuando estemos fuera va a venir a vigilarte una señorita muy simpática.» ¿Le extraña que me enfade? Pensaba que me habían puesto una niñera. A mí, que estuve en la guerra…