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A mi madre no le gustaba mi casa, pero nunca me lo dijo. Hacía tiempo que había decidido no interferir en las vidas de sus hijos, y eso suponía aplaudir cualquier decisión que pudiéramos tomar, desde la elección de la pareja a la compra de un piso en un barrio conflictivo. La primera vez que visitó la casa (para lo cual hubo que apartar gentilmente a tres moritos que esnifaban pegamento sentados en el escalón de la entrada) se limitó a señalar los aspectos positivos de la vivienda: su amplitud, la luminosidad extrema del salón y los dos dormitorios y el tamaño de la cocina. No dijo nada de los desconchones de las paredes, del suelo irregular ni del ejército de cucarachas que salían de los desagües del cuarto de baño. Tampoco pareció darse cuenta de la sospechosa catadura de los vecinos, y si lo hizo no emitió ningún comentario al respecto. Si su hija mayor había comprado aquella casa tan poco apetecible, por algo sería, así que se limitó a ayudarme a hacer una limpieza a fondo, a elegir un color apropiado para las paredes (al final nos decidimos por un tono que el pintor calificó como «gardenia», aunque ambas pensamos que era el blanco roto de toda la vida) y a colocar una greca de flores en la pared del recibidor. Eso fue antes de que enfermara, claro. Había que verla cuando estaba sana, subiendo y bajando, haciendo media docena de cosas a la vez, dando una puntada aquí y un brochazo de cola allá, cosiendo cortinas, arreglando enchufes, sacando un cable de la lámpara y vigilando al mismo tiempo el punto de un potaje, y siempre sin cansarse. Por eso, en sus últimos tiempos fue más terrible ver a mi madre reducida a la inmovilidad de una silla de ruedas, convertida en una sombra de lo que había sido durante tantos años. Recuerdo que un día, cuando le quedaban sólo unas cuantas semanas de vida, le pedí que me arreglase el cuello de una camisa. Lo cierto es que no necesitaba en absoluto que lo hiciera, pero era una forma de engañarla -y de engañarme- jugando a que nada había cambiado y que mi madre seguía conservando algo de su habilidad extraordinaria y su energía proverbial. Cuando descubrí la labor a medio hacer, con el cuello descosido y arrugada de cualquier manera en la esquina del sofá, me eché a llorar. Mi camisa abandonada era una prueba más de que todo estaba perdido.

El teléfono empezó a sonar en el mismo instante que entré en casa. Lo cogí al vuelo, y escuché la voz de mi hermana, que quería saber detalles de mi encuentro con Silvio.

– ¿Qué tal tu primer día con el abuelito?

– Mejor de lo que pensaba. Es un tipo curioso. Se parece a Gregory Peck.

– ¿En Matar a un ruiseñor?

Siempre era una delicia imaginar fugazmente al inolvidable Atticus Finch.

– No, más bien en Gringo Viejo. Va camino de los noventa, aunque se conserva perfectamente. Y de la cabeza parece estar mejor que yo.

– Qué bien. -La voz de mi hermana estaba indicando la inminencia de un cambio de tema-. Por cierto, me ha llamado Miguel.

Por favor…

– ¿Y por qué te llama a ti?

– A lo mejor porque tú no le coges el teléfono. Deja de hacer el tonto, Cecilia. Tendrás que hablar con él algún día ¿no?

Algún día, algún día. Pues claro que sí. Hace siglos que repito esas dos palabras mágicas: algún día empezaré a hacer deporte, me mudaré algún día, buscaré un trabajo fijo algún día, me casaré algún día, tendré hijos algún día. Ése ha sido mi problema: que llevo media vida en la víspera de grandes acontecimientos. Tengo treinta y cinco años y sigo sin nómina, sin actividad deportiva, sin marido y sin hijos, y viviendo en un piso sin ascensor en un barrio inseguro. Así que si he podido aplazar algunas cosas verdaderamente importantes hasta mandarlas al limbo, ¿de verdad cree mi hermana que voy a tener prisa en hablar con Miguel? Pues eso, algún día.

– ¿No quieres saber lo que me ha dicho? -Mi hermana, erre que erre.

– No.

– Bueno, da igual, te lo voy a contar de todas formas. Dice que no entiende qué es lo que te pasa. Y ¿sabes lo peor, Cecilia? Que yo, que soy tu hermana, tampoco lo entiendo muy bien, así que me gustaría que descendieses de tu mundo particular y tuvieses la bondad de explicarnos a todos de qué va esta historia…

Silencio al otro lado del hilo. Escuchando el rapapolvo de Lidia había recordado -otra vez- a mi madre. Ella nunca intentaba entender los comportamientos de la gente, quizá porque intuía que hay cosas que queremos que nadie comprenda, cosas que pertenecen al territorio sagrado de esas decisiones que ni siquiera nosotros mismos sabemos por qué tomamos. Mi madre jamás preguntaba por qué. Aceptaba. Justificaba. Llegado el caso, y si era posible, disculpaba incluso. Pero lo que no hacía era juzgar. En ese momento la necesité a mi lado, como tantas veces, pero no estaba. Ya no estaría nunca más. Al pensarlo, dos lágrimas enormes me rodaron por la mejilla, y una cayó directamente en el auricular del teléfono, que se la tragó produciendo un ruido extraño.

– Ceci… ¿estás ahí?

Lidia, mi hermana, tan parecida a mamá que sólo le quedaban unos cuantos años de aprendizaje para volverse exactamente igual a ella. Ahora que nuestra madre se había marchado, iba a faltarle un guía, un maestro en el arte intrincado de la bondad, de la generosidad, de la entrega. Lidia pasaría mucho tiempo aún preguntando por qué, pidiendo explicaciones, intentando entender.

– Lidia, vamos a dejarlo. No me apetece hablar de eso ahora. Te lo pido por favor.

Pude escuchar el suspiro resignado de mi hermana seguido de su característico chasquido de la lengua entre los dientes.

– Bueno, allá tú. Pero te advierto que esto no se queda así. ¿Comemos juntas mañana? Mi suegra va a venir a ver a la niña y puede quedarse con ella a mediodía.

Le dije que sí. Antes, Lidia y yo comíamos juntas casi todos los días, pero llegó el bebé y esas y otras rutinas apetecibles quedaron aparcadas. La vida de Lidia dejó de pertenecerle por completo para depender a tiempo total de un ser indefenso que se había convertido en epicentro de todas las cosas. Cuando nuestra madre murió, envidié intensamente la condición maternal de mi hermana. Ahora que no podía llamar madre a nadie, alguien la llamaba madre a ella. Era un raro consuelo que a mí me estaba vedado, igual que a Lidia las cenas, las copas a medianoche y los almuerzos en restaurantes.

Cené una ensalada mientras veía la televisión y trabajé un poco antes de acostarme. En la editorial acababan de encargarme una serie de ilustraciones para una colección adaptada de clásicos infantiles. Tenía que dibujar a Cenicienta junto a la madrastra y las hermanas malvadas, a la Bella Durmiente del Bosque con el correspondiente príncipe azul, a Hánsel, Gretel y la casita de Chocolate… la verdad es que me sorprende que esas historias continúen editándose, pero sospecho que su mercado principal no son los niños (que dedican a Harry Potter todo el tiempo libre que les deja la televisión y la videoconsola) sino un puñado de adultos nostálgicos que necesitan avivar con historias como éstas los rescoldos de una época perdida.