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Dibujé durante dos horas, recordando una vez más lo afortunada que soy al poder distribuir a mi antojo una jornada laboral. Gracias a mi privilegiada situación pude cuidar de mi madre en los últimos meses de su enfermedad. Entonces estaba trabajando en las ilustraciones de una enciclopedia infantil de mitología. Era un trabajo precioso, en el que encontré un cierto refugio para mi desdicha y del que hubiera disfrutado más si mis circunstancias personales no hubiesen sido tan tristes, si cuando dibujaba a Afrodita, a Ceres o a Poseidón no hubiese estado pensando en cómo se encontraría mi madre, a sabiendas de que la respuesta a mi pregunta era «mal», «muy mal» o «regular», en el mejor de los casos. Mi hermana cuidaba de mamá por las mañanas, mientras yo dibujaba faunos, y ninfas, y furias, y harpías, y sirenas de cabello verde dispuestas a arruinar las vidas de los navegantes incautos. A eso de las tres de la tarde yo tomaba el relevo cuando Lidia se iba al trabajo, y algunas veces me llevaba las carpetas con los dibujos para intentar, no siempre con éxito, reclamar la atención de mi madre con los bocetos terminados. Ella miraba aquellos diseños con una sonrisa triste, a veces distraída y siempre melancólica. Ahora sé que estaba pensando en que nunca llegaría a ver impreso aquel trabajo, como había visto, orgullosa, tantos otros libros ilustrados por mí.

Mis padres vivían en Lugo, pero mi madre siguió aquí todo su tratamiento oncológico. No fue por capricho: en su hospital los médicos la habían desahuciado dos años antes. Ventajas de las medicina de provincias. Así que mi madre se trasladaba a Madrid cada tres meses para seguir un protocolo con el que intentaba frenar el avance de su enfermedad, y cuando se puso peor los médicos le recomendaron que no se moviera de aquí. Ella y mi padre vivían en casa de mi hermana, y cada noche yo les abandonaba con cierta sensación de culpa. Al cerrarse la puerta, en aquel piso quedaba guardado todo el dolor que se había abatido sobre las personas que amaba, y marchándome yo estaba escapando de una parte de él. Por eso me atormentaba la certeza de que la carga soportada por mi hermana era mucho más pesada que la mía.

A veces me pregunto si hubiera podido hacer las cosas de otra manera, pero no se me ocurre cómo. La casa de mi hermana era más grande que mi apartamento, y se encontraba justo enfrente del hospital donde mamá recibía las radiaciones. Además, estaba el bebé. El contacto diario con mi sobrina, con su nieta, proporcionó a mi madre sus escasos momentos de felicidad durante aquella temporada infausta. Evidentemente, se encontraba mejor en el hogar de Lidia de lo que hubiera estado en mi piso. A pesar de ello, cada vez que me iba de la casa (muchas veces pasada ya la medianoche y cuando mi madre dormía) me sentía un ser despreciable porque no podía evitar que en mí se mezclasen la culpa y el alivio ante la perspectiva de pasar unas horas de relativa libertad, dibujando hipogrifos, nereidas y musas, leyendo en silencio o, simplemente, durmiendo sin temor a que me sobresaltase en plena noche algún quejido de mi madre. Intentaba compensar la poca equidad del reparto de tareas durante el fin de semana, o preparando cantidades industriales de comida para que Lidia se viese al menos liberada del incordio de algunas tareas domésticas. Pero incluso mientras guisaba dos kilos de carne y preparaba litros de salsa para pasta, no me abandonaba la certeza de estar llevándome la mejor porción de aquel pastel amargo que había que repartir entre todos.

Aquella noche me dormí pensando en Silvio. Cuando volví a su casa, tres días después, me recibió con una sonrisa jovial que debía de ser muy parecida a la de sus mejores tiempos, y en cuanto me senté frente a él me di cuenta de que había estado mirando una foto que parecía ser más vieja que el propio mundo. Movida por la curiosidad, hubiese querido echarle un vistazo, pero Silvio no hizo ninguna oferta al respecto y la foto se quedó boca abajo, presidiendo en una posición tan poco digna la reunión de aquella tarde.

– ¿Cómo se encuentra hoy?

– Bien, señorita. Como siempre. Ya le he dicho que tengo una salud estupenda, así que no se preocupe por eso.

– Lo que me preocupa es que me llame señorita. Me da la impresión de que estoy en un internado. Prefiero que me llame Cecilia… y que me tutee.

Silvio asintió.

– Como prefieras. Cuéntame cosas de ti. ¿A qué te dedicas?

– Soy ilustradora. De libros para niños.

Silvio abrió mucho sus pequeños y arrugados ojos de galán de cine en blanco y negro.

– Qué bonito. ¿Tú tienes hijos?

– No…

– ¿Estás casada?

– Tampoco.

– ¿Y eso por qué?

Contesté encogiéndome de hombros. Debería haber respondido con la verdad: que no me habían interesado ninguno de los hombres que quisieron casarse conmigo, y que el único con el que hubiera querido hacerlo no demostró la más mínima intención de abandonar en mi favor la soltería. Pero eran muchas explicaciones sobre un tema que empezaba a aburrirme después de haberlo tratado un millón de veces con amigos, parientes indiscretos y compañeros impertinentes que creen que tienes que justificar ante ellos tu estado civil.

– Tendrás novio, al menos…

Lo decía como para aferrarse a la última posibilidad de no estar en presencia de una especie de ermitaña aquejada de una aguda misantropía.

– Pues no, Silvio, no tengo novio, ni perro, ni siquiera un pez de colores. Vivo sola. Pero no se preocupe: soy bastante normal. Simplemente, no he tenido mucha suerte en ese aspecto. Y preferiría que hablásemos de otra cosa, si no le importa.

– Te has enfadado…

– Qué va. Yo no me enfado nunca.

Era mentira, por supuesto, pero Silvio no tendría ocasión de comprobarlo porque, desde luego, no pensaba enojarme con él por mucho que me provocara. Enfadarse con un viejo es como enfadarse con un niño pequeño: una crueldad y una pérdida de tiempo.

– ¿Y usted? ¿En qué trabajaba?

Tuve la sensación de que Silvio estaba pensándose la respuesta, porque tardó un poco en contestar.

– Era escritor de novelas policíacas.

– ¿De verdad?

– Claro. Firmaba con seudónimo: Nathaniel Prytchard.

– Espere. -Acababa de recordar una colección de novela negra que mi padre conservaba de su época de soltero-. ¿No escribió usted un libro que se llamaba… ¿Quién mató a Walter… nosequé?

Silvio se animó visiblemente.

– ¿Quien mató a Walter Evans? Pertenece a la serie de Townsend, el detective privado. ¿Lo has leído?

– Sí… En casa de mi padre. Le encanta la literatura policíaca. Pero siempre supuse que el autor del libro era un inglés. De hecho, creo que la biografía de la solapa…

– Oh, claro, cosas del editor. Decía que era difícil llamar la atención del público con un escritor de nombre español, y posiblemente tenía razón, así que siempre firmé con seudónimo.

Aquella tarde, Silvio me contó cómo el falso Nathaniel Prytchard había vendido un montón de libros, y que incluso uno de ellos, El caso Collins, había sido llevado al cine en 1957 por una productora americana. Aquella película (dirigida por un realizador desconocido que se puso al frente de un reparto mediocre donde sólo sobresalía el nombre de Peter Lorre en una misteriosa aparición de cuatro minutos) no fue precisamente un éxito, pero a pesar de todo el señor Prytchard había cobrado dos mil dólares de la época por la cesión de derechos y tres mil más por adaptar a guión su propio texto.

– ¿Era capaz de escribir en inglés?

– Sí, sin problemas.

– ¿Donde aprendió?

– Es una historia muy larga. -Silvio me sonrió. No sé si esperaba que le animase a contarla, o si prefería aparcar aquella conversación. Quizá le costaba recordar, o no quería hacerlo. Se pasó la mano por la cara. Tenía los dedos largos, nudosos, y las uñas pulidas y perfectamente cortadas.