Una vez fuera, se guardó la prótesis en el bolsillo del abrigo y no se la colocó hasta llegar ante el portón de su casa. Y vio que le bailaba. Era demasiado grande. Pero desde ese día no ha vuelto a ir al dentista.
Mientras pisa los fuelles del órgano sostiene su sombrero en una mano y con la otra se apoya en la pared de la caja del órgano. Acciona los fuelles a intervalos regulares, como si fuera en bicicleta, como si quisiera poner en marcha la caja del órgano. Y los fuelles y la iglesia entera empiezan a retumbar bajo sus pies.
Cuando trabaja cierra los ojos y se pierde en sus pensamientos, que a veces se le quiebran como cordones raídos porque se adormece pedaleando. Aunque incluso dormido acciona los fuelles a intervalos regulares.
Siempre que pedalea se le desabotona el pantalón. Él se lo abotona después de cada cántico, y cuando se le olvida, lo hace al terminar la misa, y cuando también entonces se le olvida, lo hace ya en su casa, mientras su mujer chilla la palabra «vergüenza» a voz en cuello y evoluciona entre ollas y bandejas. Y, como cada domingo, vuelve a salar la sopa dominical y olvida el pastel en el horno.
La abuela se sienta conmigo en el quinto banco. A mi lado está Leni, la larguirucha. Es la mujer más alta del pueblo. En la calle no es tan alta, pero aquí se queda inmóvil y pone cara de piedra. Se la ve tiesa como un bastón. Sus vestidos lucen limpios y bien planchados. En su jubón y en su blusa lleva varias series de cordones de terciopelo cosidos. En su delantal hay agujeros bordados en una seda negra que brilla aunque no le caiga un solo rayito de sol. Leni la larguirucha tiene unos dedos larguísimos y muy rectos, y su espalda es recta como la de una plancha. Es guapa, pero da la impresión de ser fría e inaccesible. Yo me alejo de ella y me aproximo al delantal de la abuela, quien me mira con cara de malas pulgas.
Echo la cabeza hacia atrás. En la iglesia el cielo es también una pared. Es celeste y está sembrado de estrellas.
Pregunto a la abuela cuál es el lucero vespertino y ella me silba «tonta» y sigue rezando. Y yo sigo pensando que la Virgen María no es una auténtica Virgen María sino una mujer de yeso, y que el ángel tampoco es un ángel de verdad, ni las ovejas son verdaderas ovejas, y que la sangre no es más que pintura al óleo.
Leni la larguirucha me reza en la oreja; es la verdadera Leni. Yo miro a la abuela, no su cara, sino sus manos.
Todos los tendones están tensos, ya no hay carne en esas manos, tan sólo huesos y piel reseca. La muerte podría inmovilizarlas en cualquier momento, pero aún se mueven cuando reza, y el rosario susurra entre ellas.
Oprime los huesos de las manos de mi abuela e imprime manchas azulinas en esas manos pequeñas v nudosas, que parecen la imagen misma del trabajo, tan maltrechas como la madera dura que hay por toda la casa, tan rasguñadas, retorcidas y pasadas de moda como sus muebles. En los bancos hay unos cojines gruesos que los cubren de un extremo al otro y parecen neumáticos salvavidas.
El cura se agenció esos cojines para que la gente también vaya a la iglesia en invierno.
Aun en verano tengo frío cuando me siento en esos bancos. Allí está siempre oscuro, y los escalofríos que me recorren suben desde las baldosas. Son angustiantes como una vasta llanura de hielo cuando se ha caminado ya mucho sobre ella y no se tienen piernas en el cuerpo y hay que seguir avanzando a rastras.
Las paredes, los bancos, los vestidos domingueros, las mujeres susurrantes se me echan encima, ya ni rezando logro defenderme, ni siquiera de mí misma. Los labios se me enfrían.
Wendel ha venido con su abuela hasta la iglesia. Tuve que llevarlo de la mano desde su casa hasta la puerta de la iglesia. Por todo el pueblo, por la calle vacía del pueblo tuve que ir con él, más allá de la calle en la que se puede ver hasta un escarabajo cruzando el empedrado. Wendel se sienta en el coro alto junto al entonador y le mira el pie, embutido en un pesado zapatón.
Cada domingo, cuando salimos de la iglesia, Wendel me cuenta que él también quiere ser entonador. Mientras pisas los fuelles vas pensando en tus propias cosas; cuando pisas, los demás, todos los demás empiezan a cantar, y si dejas de pisar, ellos dejan de cantar. Wendel se sentó un día delante, en el banco de los niños, y se puso a rezar en voz alta y su tartamudeo confundió a los críos que tenía al lado.
El cura le tiró un trozo de tiza desde el púlpito y a Wendel le quedó una raya blanca en el cuello de la chaqueta. Enmudeció y no se movió de su asiento, pues durante la misa ni siquiera se permite llorar, a menos que se llore durante o después del sermón. Y tampoco está permitido levantarse.
Desde entonces, no bien cierra la puerta tras de sí, Wendel se sube al coro alto por la escalera estrecha y sinuosa.
Y se sienta en un banco vacío, junto al entonador.
Al otro lado está el jorobado Lorenz, en otro banco vacío. En plena misa le suelen venir unos accesos de tos seca, persistente. Las mujeres del coro vuelven la cabeza hacia él sin dejar de cantar, y hacen muecas de disgusto. Lorenz les mira la nuez de la garganta que sube y baja cuando cantan. Ve cómo las venas del cuello se les hinchan y vuelven luego a hundirse en la piel. A Kafhi le ha vuelto a salir en el cuello una mancha roja, que se le mueve junto con la manzana de Adán.
Lorenz desvía la mirada hacia el tablero que tiene bajo los codos. Sobre él hay grabados nombres y fechas con corazones, arcos y flechas. Algunos los ha grabado el propio Lorenz.
Con un clavo largo grabó una vez su propio nombre en la madera.
Hasta en la caja del órgano ha escrito su nombre, que se ve de lejos. Le gusta pintar letras grandes.
En el travesaño principal se lee: «Lorenz+Kathi». Escrito por el propio Lorenz. Y en la pared de la caja recubierta de polvo, también puede leerse: «Lorenz», y la palabra seguirá allí hasta que alguna de las cantantes apoye su espalda contra ella.
Cuando termina el canto, de los bancos de abajo se alza el murmullo de las plegarias. Todas las mujeres se arrodillan, hacen tres veces la señal de la cruz, murmuran «Señor, no soy digna», vuelven a santiguarse y se levantan.
Me pongo a rezar. La abuela me golpea la pierna con la punta de su rodilla. Rezo en voz más baja. Quiero quedar libre de toda culpa. Sé que papá le ha roto una pata a la ternera.
En el pueblo está prohibido matar terneras y destilar aguardiente. En verano, el pueblo entero huele a aguardiente, como un gigantesco alambique. Cada cual destila su aguardiente en el patio interior, detrás de la valla, y nadie habla del tema, ni siquiera con sus vecinos.
Aquella mañana papá le había quebrado la pata a la ternera con el mango de una azada. En seguida fue a buscar al veterinario.
El veterinario entró en el patio hacia el mediodía, montado en su bicicleta. La dejó apoyada contra el ciruelo, y ni bien desapareció tras la puerta del establo, las gallinas se instalaron en ella.
Papá le explicó al veterinario, en rumano, que a la ternera se le había enredado la pata en la cadena del pesebre y, al no poder liberarse, se había caído con todo el cuerpo sobre el travesaño, quebrándose la pata.
Mientras hablaba, papá no dejó de acariciarle el lomo a la ternera. Yo lo miré a la cara. No se le notaba que estaba mintiendo. Quise sacar su mano del lomo de la ternera, quise tirar esa mano al patio y pisotearla. Quise que se le cayeran los dientes por decir esa mentira.