Papá era un mentiroso. Y todos los allí presentes también mentían con su silencio. Todos estaban ahí papando moscas. Los fui mirando uno a uno: sus horribles caras sebosas, sus narices, sus ojos, sus cabezas de pelambre hirsuta. La barba de dos días de papá duplicaba y ocultaba su ordinariez. Las manos de papá rubricaban sus palabras mendaces y resultaban convincentes en cada uno de sus gestos.
El veterinario sacó un cuadernillo de su cartera pringosa, escribió algo en una hoja, la arrancó y se la entregó a papá. Mientras el hombre escribía, papá ya le había metido un billete de cien leis en el bolsillo del abrigo, pero el veterinario fingió no darse cuenta y siguió escribiendo.
Papá se quedó con la hoja en la mano. En ella constaba que la ternera se había accidentado. Era la autorización para el sacrificio de urgencia.
El veterinario vació también de un solo trago la octava copita de aguardiente y ahuyentó de su bicicleta a las gallinas, que se dispersaron cacareando. Sobre el sillín había un montoncito de gallinaza fresca. Me alegró ver que al intentar limpiarlo, sólo consiguió embarrarlo aún más. La bicicleta enfiló hacia el portón de entrada. El veterinario se trepó a ella de un salto y se alejó inclinando el cuerpo hacia delante. Su trasero rebosaba del sillín por ambos lados como la pasta de la abuela, que asoma por los bordes de la artesa del pan. La bicicleta gemía bajo su peso. Mi tío trajo un martillo enorme del patio interior.
Mamá le ató el delantal. Sobre el trasero le hizo un gran lazo. Luego le remangó la camisa hasta los codos y parecía no querer acabar de remangársela. Daba la impresión de estarse propasando porque no paraba de reírse.
Mamá también le remangó la camisa a papá, pero lo hizo muy deprisa y sin intentar propasarse. Luego se remangó la suya, también deprisa y sin ninguna expresión en el rostro.
El abuelo estiró el brazo y se remangó él solo la camisa.
Me entró miedo. Todos tenían pelos en los brazos. Yo estiré las mangas de mi blusa hasta muy por debajo de las manos y me las sujeté por dentro con los dedos como la boca de un saco bien atado. Tuve que quedarme un rato así, con las mangas atadas, para no llegar a las manos, para no rasguñar ni estrangular a nadie.
La golondrina junto a la viga asomó todo su pecho blanco por sobre el borde del nido y miró hacia abajo. No soltó un solo trino. Cuando mi tío levantó el enorme martillo, yo eché a correr al patio y me instalé bajo el ciruelo y me tapé los oídos con ambas manos. El aire estaba caliente y vacío. La golondrina no me había seguido, a que seguir incubando encima de una ejecución.
Una horda de perros desconocidos se había metido al patio y empezó a lamer la sangre en la paja del estercolero y a arrastrar pezuñas y restos de piel sobre la era. Mi tío se los arrancaba del hocico. No debían sacarlos a la calle.
En el purín yacían dos ojos. La gata cogió uno de ellos entre sus colmillos. El ojo estalló, y un líquido azulino le salpicó el hocico. Ella sacudió la cabeza y se alejó con las patas tiesas y abiertas.
Mi tío aserró un hueso tan ancho como su brazo.
Papá clavó la gran piel con manchas rojas a la pared del henil, para que se secase. Allí daba el sol de mediodía. Unas semanas después me encontré una piel de ternera a los pies de la cama.
Cada tarde sacaba fuera mi alfombrilla de cama porque de noche sentía todos sus pelos en mi garganta. Una vez soñé que tenía que comerme esa piel con cuchillo y tenedor, que me la comía y la vomitaba y tenía que seguir comiendo y vomitaba aún más pelos, y mi tío me decía tienes que comértela toda o morirás. Me desperté cuando ya estaba agonizando.
A la noche siguiente mi padre me obligó a montar en la ternera. Nos llevó a un prado lleno de flores muy altas. Estábamos en medio del prado cuando a la ternera se le quebró el espinazo bajo mi cuerpo. Quise apearme, pero papá empezó a gritar y me condujo por todos los prados de los alrededores, tan numerosos que parecían no acabar nunca. Luego nos hizo atravesar el río entre grandes alaridos, y seguimos cabalgando por el bosque en pos de nuestro eco.
La ternera jadeaba y, moribunda ya, fue a incrustarse de cabeza contra un árbol. La sangre manaba de sus ollares. Yo tenía sangre en los dedos del pie, en mis preciosos zapatos de verano, sobre mi vestido. La tierra estaba cubierta de sangre a mis pies cuando se desplomó la ternera.
Mamá encendió la luz, me dio los buenos días y puso ante mi cama la alfombrilla de piel de ternera con manchas rojas. La habitación giró cuando me levanté, un sol caliente me caía en la cara, y yo di un largo paso para no pisar la alfombrilla. Al mediodía vino mamá del establo a la cocina con el cubo de ordeñar. La espuma nadaba sobre la leche. Busqué leche rosada en el cubo. Tenía que haber sangre dentro. El cubo estaba caliente. Lo apreté largo rato entre mis manos.
La vaca se pasó varios días mugiendo entre la paja vacía. No tocaba el pienso. Durante días no bebió sino agua, solamente agua fría, y al beber hundía la cabeza en el cubo hasta la punta de las orejas.
Mamá traía cada mediodía leche caliente a la cocina, leche caliente de vaca. Un día le pregunté si ella también se pondría triste si alguien me alejara de su lado y me matara. Fui a dar contra la puerta del armario y acabé con un chichón azul en la frente, el labio superior hinchado y una mancha morada en el brazo. Todo producto del bofetón.
Mamá me dijo ya has berreado bastante. Y tuve que dejar de llorar en el acto y ponerme a hablar amistosamente con ella. Los hijos nunca deben guardarles rencor a sus padres, pues se merecen todo lo que éstos hacen con ellos. Tuve que reconocer en voz alta y espontáneamente que me había merecido aquel bofetón, y que era una lástima que a veces los golpes no dieran en el blanco. En eso llegó la abuela con la escoba grande. Una taza se había caído del amario cuando me estrellé contra él.
La abuela empezó a barrer.
Mamá le arrancó la escoba de las manos y me la plantó delante. Recogí los trozos y vi la cocina totalmente borrosa entre tantas lágrimas.
El palo de la escoba era más grande que yo. Iba de un lado a otro ante mis ojos. El palo de la escoba giraba, la cocina entera giraba.
Mamá frunció mucho la cara. Muévete.
Por el empedrado van las madres en sus faldas regionales suabas cosidas con rollos enteros de tela, cuyos pliegues semejan al caminar esas copas de árboles que, despatarradas sobre los tejados, comprimen las casas contra la hierba y azotan el techo y rompen las tejas cuando sopla el viento. Las madres llevan pañuelos blancos y planchados bajo la cinta del delantal. Esa mañana se han levantado de sus camas para llorar, y han desayunado y almorzado para llorar.
Arropan cualquier trabajo casero en una serie de gestos y ademanes precisos, y sus cabezas se inclinan en una continua búsqueda de ausencia y autoevasión. A lo largo del día salen de sí mismas refugiándose en la madera, el paño y la hojalata de sus labores domésticas.
Y este mediodía aflojan las cintas de sus delantales y jubones, los dejan caer al suelo y sacan sus vestidos negros de los armarios.
Y al dirigirse a los armarios alzan la mirada al techo para no verse desnudas, pues en cualquier habitación de la casa puede ocurrir aquello que se llama oprobio o impudicia. Basta con que una se mire desnuda en el espejo o, al subirse las medias, piense que se está tocando la piel. Con ropa somos personas, sin ropa no somos nadie. Sólo esa vasta superficie que llamamos piel.
Para llorar se visten de negro desde los zapatos hasta la flocadura de sus huesudos pañuelos de cabeza, cimbreándose de un lado a otro entre los pliegues
Sólo en apariencia han superado sus hijas la indumentaria tradicional. Al moverse van desenrollando las telas de los trajes regionales suabos, y, pese a su flacura, sus cuerpos dan la impresión de no caber en esos trajes, de encontrarse fuera de las costillas. Pero sus cerebros llevan puesta esa indumentaria.