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Los gatitos que venían al mundo en invierno eran ahogados en un cubo de agua hirviendo, y los que nacían en verano, en uno de agua fría. Después eran enterrados, invierno y verano, en medio del estercolero.

Algunas noches llegaba un ruido sordo del jardín, y el escobero saltaba del sueño a la cocina y recorría la alfombra de un extremo a otro.

A la mañana siguiente les cortaba las patas a los ramitos con su hoz y los ataba en manojos.

Cortaba un rato y bebía un rato. Por la tarde miraba un rato al vacío y bebía otro rato, y volvía a mirar al vacío y a beber luego otro rato, y aún seguía el huerto cuando todos los ramitos llevaban ya buen rato en el suelo, atados en manojos.

Siempre llevaba en el bolsillo un botellín de aguardiente. Hasta el sudor y la orina que descargaba en el huerto olían a aguardiente.

Los ojos se le escurrían continuamente. A veces le nadaban sobre la cara. Eran húmedos y borrosos y fríos. Los dedos del viento le palpaban por dentro camisa sudada.

Dentro de su vacío, el huerto era como un gran socavón. Los zapatos del escobero no sabían ya cómo salir de aquella concavidad. Sus rodillas se entrechocaban al caminar. Los pies se le enredaban y querían subirse el uno sobre el otro.

Veía ante sí muchos zapatos que no le interesaban para nada, y los pisaba una y otra vez con zapatos que tampoco le interesaban para nada. Ninguno de esos innumerables zapatos eran sus zapatos, y ninguna de esas innumerables piernas eran sus piernas.

Ahora los gatos duermen, ronronean y comen en la casa. Cuando llegan del patio, cruzan el umbral con el pelaje enredado y las patas tiesas. Erizan la pelambre hasta que algo de calor vuelve a entrar en sus cuerpos.

Por la tarde se instalan junto a las patas traseras de la vaca y miran las manos de la mujer del escobero mientras la ordeña. Tienen nudos en las tripas y se muerden la lengua con impaciencia.

Su mirada permanece fija sobre los dedos que ordeñan. De la ubre va brotando leche blanca. Los ojos se les ponen vidriosos y claros como uvas. La mujer del escobero sujeta el cubo entre las piernas. Se muerde el labio inferior. Su boca es como una raya, dura y muy fina. La vena en la base de la nariz se le hincha y ella pega la frente al vientre de la vaca, que hunde su cabeza en el pesebre y sigue comiendo. A veces describe un pequeño círculo con el rabo cochambroso. Tiene las patas como entumecidas en la paja.

La mujer del escobero pone a un lado el banco de ordeñar y levanta el cubo. Por el pico vacía la leche espumosa en una gran palangana. Luego corta una rebanada de pan y remoja unos cuantos migajones en la leche.

Pone la palangana en el suelo. Los gatos le saltan por encima del brazo y se agolpan al borde de la palangana, gimiendo de avidez. Estiran unas lenguas largas y coloradas. Los más débiles se quedan fuera del círculo y miran desde atrás, como si así pudieran saciarse.

En las noches de invierno los gatos trepan las escaleras del desván y se instalan arriba. Sus ojos fosforescentes los preceden. Husmean en las cajas de harina y se pasean por los ahumaderos. Se apoyan contra los lados ahumados del tocino y lamen sus bordes salados. Cuando vuelven abajo tienen élitros quitinosos y capullos de avispa enredados en los bigotes, y manchas de manteca en las orejas. Van embadurnando con harina y hollín la pared en la que apoyan las escobas.

Las escobas ya listas eran apoyadas siempre contra la pared del pasillo, con los palos hacia abajo. Los gatos caminaban entre ellas, y cuando alguna se caía, de la tierra batida se alzaba una nube de polvo y el gato pegaba un brinco hasta la puerta del huerto. Mamá se compraba cada mes una de esas escobas apoyadas contra la pared. Todas olían siempre a buñuelos y aguardiente de ciruelas, y siempre estaban llenas de polvo y pequeñas arañas.

Después de atravesar el portón de la calle, mamá se dirigía directamente al caño de la fuente con su escoba recién comprada y dejaba correr mucha agua sobre ella. El agua se iba filtrando clara por la escoba y caía inmunda sobre el suelo del patio.

Mamá batía luego la escoba contra la valla, haciendo crujir todas las estacas, y de los ramitos llovían sobre el empedrado unas semillas brillantes y diminutas que rodaban unos segundos por el suelo. Al detenerse se volvían invisibles. Dejaban de brillar.

Con su escoba nueva mamá barría en primer lugar las paredes.

Mamá tiene una escoba para el dormitorio, otra para la cocina, otra para el patio de entrada, otra para el patio interior, otra para el establo de las vacas, otra para la pocilga, otra para el gallinero, otra para el depósito de leña, otra para los ahumaderos y dos escobas para la calle, una para el empedrado y otra para el césped.

Mamá tiene muchas escobas de verano para las hojas que caen al suelo, y muchas escobas de invierno para la nieve que cubre el patio y las calles. Todas estas escobas tienen palos largos. Pero mamá también tiene muchas escobas de palo corto. En el cajón de la mesa tiene una escobita para barrer las migas de pan, otra en el alféizar de la ventana para batir las alfombras, otra entre las camas de matrimonio para la ropa de cama, otra en el armario para la ropa, y otra encima del armario para desempolvar los muebles.

Mamá mantiene toda la casa limpia con sus escobas.

Mamá barre el polvo del reloj de pared. Abre la portezuela y barre también la esfera. Con la escoba más pequeña mamá barre el cántaro de agua, los candelabros, la pantalla de la lámpara, los estuches de las gafas y las cajas de medicamentos. Mamá barre los botones de la radio, la cubierta del devocionario y las fotos de familia.

Mamá barre las paredes con su nueva escoba de palo largo.

A las arañas les arranca la tela del cuerpo. Ellas se unen y se esconden bajo los muebles. Pero mamá las encuentra allí también; se echa boca abajo y las aplasta con el pulgar.

Mamá ha colgado un nuevo paño en la pared. «Al que madruga, Dios lo ayuda.» Sobre el refrán se ve un pájaro de lana verde con un pico muy abierto. Conozco al pájaro desde que aprendí a ver. Pero no lo escuché hasta mucho más tarde. Sólo canta cuando no hay nadie en la habitación. Cuando entra alguien, deja de cantar. Pero aunque no cante, se queda con el pico muy abierto.

Una vez, sin embargo, lo cerró. Yo corrí a llamar a la abuela, pero cuando llegamos junto a la cama, tenía otra vez el pico muy abierto y hasta me guiñó el ojo. Pero esto ya no se lo dije a la abuela, que se puso hecha una furia porque la había hecho venir en vano desde el patio interior, y me tiró del lóbulo de la oreja con su mano dura y gritó: te voy a arrancar las orejas, ya verás.

Mamá saca las hojas de la ventana y las lava en una gran bañera de hojalata. Quedan tan limpias que en ellas se puede ver el pueblo entero, como en un espejo del agua. Parecen hechas de agua. También el pueblo parece hecho de agua. Te da vértigo si miras mucho rato el pueblo en el cristal de la ventana.

Todo está limpio. Mamá oscurece habitaciones y vestíbulos. La casa entera está deshabitada y oscura. Hasta las moscas zumban aturdidas por entre la última puerta abierta, que mamá también cierra. Luego se queda un rato como encerrada en el patio. El sol deslumbrante la ciega unos instantes. Mamá se pone la mano sobre los ojos como la visera de una gorra.

Mamá oye piar algo en el canalón. Los gorriones se han hecho un nido. Mamá aprende otra vez a ver. Y se dirige al patio interior, a buscar la escalera grande.

El nido es pequeño y se ha soltado. Se pega a la escoba y cae al suelo. Sobre el empedrado se precipitan unos gritos de piel gris y arrugada. La gata está sentada sobre sus patas posteriores, con la cola tranquila y estirada tras de sí. Los polluelos aún pían entre sus fauces. Aún se defienden en su esófago. La gata mira el sol, satisfecha.

Mamá todavía sigue en lo alto de la escalera. Los peldaños le achatan la planta de los pies. Las plantas de sus pies están sobre mí. Me aplastan la cara. Mamá se para sobre mis ojos y me los hunde. Mamá me hunde las pupilas en el blanco de los ojos. Mamá tiene manchas azul oscuro en las plantas de los pies.