Vi un grueso bulbo bajo la tela de lino, en el mismo lugar donde la abuela tenía su mechón de pelo. ¿Conque ése era el gran secreto de los adultos?
El abuelo tenía mucho pelo en el pecho, en las piernas, en los brazos y en las manos. En la espalda tenía dos grandes omóplatos peludos.
Los pelos del abuelo estaban húmedos y se le pegaban a la piel. Parecía que lo hubieran lamido. Sus pelos no eran feos ni bonitos, y por tanto eran inútiles, pensaba yo.
Y los dedos de sus pies eran muy largos y estaban deformados por muchos nudos de piel dura. Me sentía aliviada cuando el abuelo los tenía bajo el agua.
Cuando levantaba un pie para tirar la arena aún más lejos de la orilla, yo veía lo blanco y deslavado que era ese pie, como algo muerto y varado por el agua.
El abuelo soltó de pronto su pala y me sacó violentamente del agua. Frente a él se agitaba una fina serpiente negra. Era muy larga y delgada y hacía ondas con el cuerpo. Al nadar mantenía la cabeza chata y puntiaguda sobre la superficie del agua.
Su cuerpo era como una rama a la deriva, sólo que mucho más liso y brillante. El abuelo la había visto de lejos.
Creo que era muy fría. El abuelo le bloqueó el camino con su pala. La cogió con el mango y la tiró a la orilla, sobre la arena.
Era bella y repugnante y tan mortífera que temí por su vida y no pude desearle la muerte.
El abuelo le cercenó la cabeza con la pala.
Y de pronto ya no quise ser pantano. Sentí la piel seca cuando me la palpé, temerosa, con la punta con los dedos.
El abuelo siguió sacando arena del río.
El caballo se puso a comer la hierba alta que flanqueaba los rieles del tren. Acabó con la cabeza y el vientre llenos de cadillos.
La tarde hacía parecer más profundo el río. Aún había mucha luz en el valle. Pero el río ya estaba oscuro y el agua ya pesaba.
El abuelo salió del río y cargó su arena en el carro.
Llevó al caballo a la orilla para que bebiera.
Este inclinó su largo cuello y sorbió tanta agua que yo no lograba imaginarme cuán profundo era su vientre. Sabía, sin embargo, que es capaz de beberse la lluvia entera cuando tiene sed.
II abuelo lo enganchó al carro y partimos cerro arriba, hacia el pueblo. Por entre las tablas del carro goteaba agua. Aún había mucha agua de río en la arena. Detrás de nosotros iba quedando una huella de carro, una huella de agua, una huella de arena y una huella de caballo.
La abuela llegó del huerto con un cesto de mimbre. Había vuelto a encontrar una olla sopera entre la chatarra, detrás de las endrinas.
La llenó de tierra y plantó un geranio en ella.
Los geranios de la abuela eran tan inexpresivos como las flores de papel, aunque no había nada más bonito para ella que unos geranios en una olla sopera.
Tenía una repisa llena de geranios en el pasillo, otra repisa llena de geranios sobre la escalinata, junto a la puerta del pasillo, y otra repisa llena de geranios en el patio, junto a la puerta del huerto.
Tenía una de las ventanas del dormitorio y una de las ventanas de la cocina llena de geranios en ollas soperas. Y el montón de arena junto a la pocilga estaba lleno de vástagos de geranio. Y de todas las vigas de la casa colgaban ollas soperas.
Los geranios de la abuela florecían toda una vida.
El abuelo nunca dijo nada al respecto. En toda su vida jamás pronunció la palabra «geranio». Los geranios no le parecían feos ni bonitos. Para él eran algo inútil, como lo eran para mí los pelos de su piel. O simplemente ni los veía.
Cuando murió el abuelo, la abuela llevó a su habitación todos los geranios que había plantado.
El abuelo fue velado entre un bosque de geranios plantados en ollas soperas, que también entonces resultaron inútiles. Aquella vez el abuelo tampoco dijo nada sobre ellos.
Y después de su muerte se produjo un cambio: la abuela no volvió a llevar a casa un solo geranio ni ni sola olla sopera.
Pero aún conserva todas las ollas soperas y los geranios que había plantado hasta entonces.
Que ya son viejos, viejísimos, y florecen toda una vida.
Me había despertado. El abuelo martilleaba de nuevo. Oía rebotar el martilleo en el patio. Todo se paraba un instante de cabeza y volvía luego a su posición normal. Hasta el aire resonaba, hasta las briznas de hierba retumbaban.
Ya se me había ido el sueño. En el cuarto de al lado, la abuela sacudía el calor fuera de las camas y las pelusillas salían volando y se le metían en los ojos.
Luego llevó el orinal repleto hasta el patio interior y fue dejando tras de sí una cadena de gotas en el dormitorio, en el vestíbulo, en el pasillo y en el patio. El pulgar también se le había mojado.
Durante el día el orinal se quedaba bajo el taburete, entre las camas de matrimonio. Lo dejaban tapado con un periódico, y aunque no se veía, uno lo olía al entrar en la habitación.
Yo oía cada noche en el cuarto de al lado la orina de mamá gorgotear en el orinal. Si el ruido no era constante y se producían breves interrupciones, sabía que era el abuelo quien estaba orinando. La abuela se despertaba cada noche a las dos y media, se ponía sus pantuflas de fieltro y se sentaba en el orinal. Y si alguna vez no se despertaba a las dos y media, ya no se despertaba hasta la mañana siguiente y yo sabía que había caído en un sueño profundo y malsano y pasaría los tres días siguientes enferma en la cama.
O no tenía ningún dolor, o bien le dolía todo, y pasaba del sueño al estado de duermevela y de éste otra vez al sueño. Al cuarto día madrugaba y se entregaba a sus labores domésticas, trajinando entre sus ollas para luego fregar, barrer y volver a fregar y arrancar hierba mala en el huerto hasta que anochecía.
La abuela tenía la planta de amapola más bonita de todo el pueblo. Era más alta que la valla y abundaba en flores blancas y compactas. Cuando soplaba viento, los largos tallos chocaban unos con otros y las flores empezaban a temblar, pero no caía una sola hoja al suelo.
La abuela tenía siempre ante sus ojos los grandes y anchos pétalos. No dejaba una sola hierba en el arriate.
Cuando las cabezas de las adormideras estaban ya secas y amarillentas, sacaba el cuchillo más grande del cajón y las cortaba todas sobre un cesto de mimbre. Y luego, cuando cocinaba, las ollas se le resbalaban, los platos se le rompían en la mano, los vasos se estrellaban en el suelo frente a ella, los estropajos cogían mal olor y no se secaban de un día para otro de tanto lavarlos, los cuchillos se mellaban, los gatos se adormilaban en las sillas de la cocina y ronroneaban y roncaban. Y tras su aguja de coser, la abuela hablaba de las amapolas de su infancia.
La bisabuela, que ahora cuelga enmarcada sobre la cama de la abuela, le vació un día, de golpe, tres cabezas de adormidera en la garganta. La abuela se tragó los duros granos y cayó en un profundo sueño. Sus padres y los peones se fueron al campo y la dejaron durmiendo en la casa, y al volver por la tarde aún la encontraron dormida.
También le dieron otro día cagarruta de corneja, que sabía a yeso y era calífera, áspera y picante. Los trocitos te pellizcaban la lengua, y acababas sumida ne un largo sueño, negro como una corneja.
A Franz, un hermano de la abuela que no paraba de llorar, le pusieron un día un trozo demasiado grande de caca de corneja en la boca y nunca más volvió a despertarse. Se puso tieso y la cara se le llenó de manchas azules. Y como sólo quería seguir durmiendo, lo enterraron precipitadamente, sin funerales ni música, en un ataúd hecho en casa con las tablas bastas y rasposas de una gran caja de mermelada.
El yegüero se lo llevó al cementerio en su carretilla entre el polvo de las calles y el vacío del pueblo. Nadie se dio cuenta de que había muerto alguien, casa tampoco lo notó nadie. Aún quedaban suficientes niños, un dormitorio lleno, una salita llena y un banco junto a la estufa igualmente lleno. En invierno se paseaban por el pueblo solos y se turnaban para ir a la escuela, pues en casa no había zapatos suficientes para tantos pies. En casa no se echaba de menos a nadie. Cuando no estaba uno, estaba el otro.