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Hoy en día no tienen sino una niña en casa y ésta tiene siete pares de zapatos y qué sé yo cuántas cosas más. La casa está vacía, y ahí están los zapatos siempre limpios y relucientes, porque la niña no debe caminar sobre la porquería y cuando llueve la llevan en brazos.

La abuela carraspea y se pasa horas y horas sin decir nada. A veces va de arriba abajo por la casa cantando: «El llanto, o el vino, les enturbia los ojos a las mujeres». Una vez lo canta con «llanto», y otra, con «vino». Y tiene cien arriates llenos de amapolas en la memoria, y todas las flores blancas que han crecido en el huerto se le marchitan en la cara y caen a tierra cuando ella pasa. Y una fina lluvia negra de semillas de amapola va cayendo de sus faldas, tan pesadas que apenas la dejan caminar de tanta amapola.

Mamá se echa a llorar. Y al llorar habla tanto cuanto llora, tanto como cuando habla, y siempre le viene un romadizo de agua vidriosa que ella se limpia en las mangas.

Papá está otra vez borracho. Enciende el televisor y mira la pantalla vacía de la que sólo sale un centelleo que a su vez emite música. Y la cara de papá está tan vacía como la pantalla, y mamá dice apaga ese televisor, y papá se limita a bajar totalmente el volumen y deja que siga centelleando y entona una canción, la de los «Tres compañeros que salen a correr mundo».

Al llegar a «mundo» papá levanta mucho la voz y señala la calle a través de la ventana. El empedrado está lleno de cagarruta de ganso. «¿En qué lugar del ancho mundo se quedaron?» La voz de papá se ablanda. «El viento los ha dispersado, porque nadie, nadie una mano les ha dado.» El viento del pueblo tiembla sobre las briznas de hierba y la cagarruta de ganso. Papá tiene la cara, los ojos, la boca y los oídos llenos de su propia canción ronca.

La cocina está llena de humo. De la olla de remolachas vuelve a subir un vapor denso que llega hasta el techo y nos devora las caras.

Horadamos con la mirada esa cálida niebla, que pesa y nos oprime el cráneo. Desviamos la mirada de nuestra soledad, de nosotros mismos, y no soportamos ni a los otros ni a nosotros mismos, y los otros tampoco nos soportan.

Papá canta, y la cara se le cae cantando bajo la mesa, sobre los listones cruzados que sostienen las patas, maldita sea, somos una familia feliz, maldita sea, la felicidad se evapora en la olla de remolachas, maldita sea, de vez en cuando el vapor nos corta la cabeza de un mordisco, de vez en cuando la felicidad nos corta la cabeza de un mordisco, maldita sea, la felicidad nos devora la vida.

Mi cara cae sobre las pantuflas de fieltro de la abuela. Ahí está la oscuridad, ése es el gran refugio negro en el que no hace falta respirar, el lugar don de uno puede asfixiarse consigo mismo. Mamá llora y habla, mamá habla y llora. Mamá habla llorando y llora hablando.

Cuando llora, mamá articula frases largas que no acaban nunca y serían bonitas si no tuvieran que ver conmigo. Pero contienen esas palabras duras, y papá vuelve a entonar su canción y cantando saca el cuchillo del cajón, el cuchillo más grande, y sus ojos me dan miedo, y ese cuchillo corta todo lo que yo quiero pensar.

De pronto mamá deja de hablar, papá ya ha levantado el cuchillo y está amenazando. Papá canta y amenaza con el cuchillo, y mamá sólo lloriquea en voz muy queda, con un nudo en la garganta.

Pone luego otro plato blanco sobre la mesa, que ya está puesta, y coloca en él una cuchara tan delicadamente que ni se la oye rozar el borde del plato.

Yo temo que la mesa caiga de rodillas, que se desplome antes de que nos sentemos a ella o cuando estemos comiendo.

El abuelo llega del patio interior y tiene los zapatos sucios de estiércol y hierba. En los bolsillos de su americana tintinean los clavos.

El abuelo tiene todos sus trajes llenos de clavos, hasta los bolsillos de sus trajes domingueros están repletos de clavos. Incluso en su pijama encontró una vez mamá un clavo y se puso frenética y recorrió toda la casa dando gritos.

En cada rincón hay cajones y cajas con clavos y martillos. Cuando el abuelo martillea, se oyen dos ruidos simultáneamente: uno es el del martillo y el otro proviene del pueblo. El patio entero resuena con su piso de piedra. A las flores de manzanilla se les caen los finos dientecillos blancos. Siento el peso del patio sobre los dedos del pie, el patio me oprime los pies, el patio me golpea las rodillas cuando camino. El patio es duro y grande y está cubierto de malezas. Elevo el tono de voz lo más que puedo, y el martilleo me arranca las frases de la cara.

Al abuelo le gusta hablar de sus martillos y sus clavos, y tilda a muchas personas de «maderos». Los clavos del abuelo son nuevos, puntiagudos y brillantes. Y sus martillos son macizos, pesados y herrumbrosos, y tienen mangos demasiado gruesos.

A veces el pueblo es una gigantesca caja de vallas y paredes. En ellas clava el abuelo sus clavos.

Al ir por la calle se oye el martilleo, que recuerda el de los pájaros carpinteros. Cada valla envía el eco a la siguiente. Uno deambula entre las vallas. El aire tiembla, la hierba tiembla, las ciruelas azules susurran entre los árboles. Estamos en pleno verano, y los picamaderos revolotean por el pueblo. Y a mamá, aún le quedan manos para trabajar como una negra, y la abuela tiene su amapola y apenas si se mueve por la casa, y el abuelo se encarga de la vaca y tiene sus clavos, y papá aún está con la resaca de ayer y hoy vuelve a beber.

Y Wendel todavía no ha aprendido a hablar y por las calles le tiran tierra y piedras, y lo arrojan a las charcas y a la acequia, donde el fango apesta, y los niños de la escuela le pintan la espalda con tiza y él tiene que ir por la calle cubierto de rayas de tiza. Y le salpican la cara con tinta, y sólo cuando rompe a llorar lo dejan ir a casa. Sólo cuando el rostro se le desencaja de miedo lo dejan en paz, sólo cuando tiene la nuca llena de orugas y lombrices y pulgones.

Wendel habla fluidamente cuando está solo y conversa consigo mismo. A veces lo oigo en el patio interior. Ambos nos sentamos junto a la misma valla, Wendel en su patio y yo en el mío. Yo como frutos de malva, que vuelven tonta a la gente, y Wendel come albaricoques verdes, que a veces le producen fiebre alta. Y cuando sana, vuelve a comer albaricoques verdes y a conversar consigo mismo.

Un día pregunté a mamá si la valla que separa nuestros dos patios era mía o de Wendel. Quería oír que era mía, quería poder ahuyentar a Wendel cuando se apoyase en ella. Pero mamá me dijo que la valla era mía y de Wendel, y en ese momento sentí ganas de maldecir el lado de la valla que daba a su patio para que no creciera ni una sola malva. Sólo le deseé hierba tiesa y áspera.

Los médicos de la ciudad dicen que el miedo es la causa de la tartamudez de Wendel. El miedo creció un día dentro de él y nunca más se fue. Wendel teme ahora tener muy pocos albaricoques verdes. Está en la era de nuestra granja. Jugamos a marido y mujer. Yo me meto los dos ovillos de lana verde bajo la blusa, y Wendel se pega su bigote de lana de oveja verde.

Jugamos. Yo lo riño porque está borracho, porque no trae dinero a casa, porque la vaca no tiene pienso, y le digo que es un gandul y un cerdo y un vagabundo y un borracho y un inútil y un granuja y un putañero y un cabrón. Así es el juego. Me divierte y es fácil de jugar. Wendel se queda sentado en silencio.

Wendel se ha cortado la mano con una lata de conservas. Derrama mucha sangre sobre la hierba. Yo sólo le digo tonto y no miro la herida. Yo sólo le digo bobo.

Luego cocino en la arena, y visto y desvisto a mis muñecas, y les doy pastelitos de arena y sopa de flores silvestres.

Yo me acomodo los senos y Wendel suda bajo sus bigotes. Así es el juego.

Mezclo todos los pastelitos de arena y los pisoteo con mis zapatos. La sopa de flores silvestres vuela hacia la pared y se derrama en la tierra. Yo vuelvo a casa corriendo con mi muñeca desnuda y pierdo mis senos en la puerta de la cocina.