Luego seduzco a Wendel con los primeros albaricoques verdes todavía semiocultos en la flor. Y Wendel viene.
Y volvemos a jugar a marido y mujer.
Y la abuela me llama por tercera vez. Y al final se presenta ella misma. A bofetadas me obliga a echar una siesta, para que crezcas y te pongas fuerte, dice, cuando se le pasa la cólera. ¿Y a quién le pegará cuando yo sea grande y fuerte? ¿Quién será la que no pueda defenderse de su mano dura?
Yo odio esa siesta. Me tumbo con mi odio en la cama, y la abuela oscurece el dormitorio y va cerrando las puertas una tras otra: la puerta del dormitorio, la puerta del vestíbulo, la puerta de entrada. Durante dos horas no me dejan salir de la oscuridad. Tengo miedo de dormirme. La abuela quiere embrujarme. Me niego a caer en su profundo sueño de amapola en el que no soy nada, en el que estaré muerta mientras duerma. El sueño nada por el dormitorio y roza ya mi piel. Todo es más profundo de lo que soy capaz de soportar. Hay mucha espuma arriba, en el cielo raso. Bandadas de pájaros desgarran el agua. Hay mucha hambre en sus picos. Se abalanzarán sobre mí y me picotearán la piel y me gritarán eres cobarde y vacía. Y yo me despertaré sin ánimos ni miedo.
El sueño me imprime su olor a moho en la cara. Huele como las faldas de la abuela, a amapola y a muerte. El sueño es el sueño de la abuela, el veneno de la abuela. El sueño es muerte.
Y yo le digo que aún soy una niña. Ya he querido morir varias veces, pero no ha sido posible. Y ahora estamos en pleno verano, y bandadas de pájaros desgarran el agua. Y ahora no quiero morir, ahora me he acostumbrado a mí misma y no puedo perderme. Levanto la manta con un gesto brusco. Mucho aire fresco roza mi sudor. La cama es tan ancha y grande, la cama es tan blanca y vacía que estoy echada en medio de un campo de nieve, en medio de una noche glacial, congelándome.
La puerta del patio rechina, la puerta del pasillo cruje, la puerta del vestíbulo grazna, la puerta del dormitorio se abre de golpe y choca con el armario. La abuela está en el dormitorio. Levanta las persianas ruidosamente. Fuera es de día. El verano hace humear el plumaje de las aves de corral.
Wendel está sentado en la era y se ata el bigote y me entrega los dos ovillos de lana. Yo me los meto bajo la blusa sin decir nada. Volvemos a jugar a marido y mujer. No jugamos hasta el final.
Al fondo de la calle el sol se pone en una roja charca de tedio. El pueblo parece una enorme caja de vallas y muros en medio del paisaje. Sobre el pueblo cae un saco, un saco de noche cerrada. Y nada se enfría, todo se vuelve negro y pesado y dilatable.
Las persianas crujen en las junturas. Por el canalón fluye arena. Por mi cabeza flotan dunas de sueño a la deriva. La puerta del huerto rechina, el v¡ento gira allí toda la noche entre los bancales. Muchísimos árboles tiene el pueblo. Yo los tengo a todos ante mis ojos.
La cama es como el vientre de una vaca, caliente y oscuro y lleno de sudor. De un clavo cuelgan los tintes del abuelo, y sus pantalones vacíos vagan por la habitación. Estirando el brazo podría tocarlos. Quizás haya clavos en los bolsillos, no se los ve.
Las madres duermen, los padres duermen, las abuelas duermen, los abuelos duermen, los niños duermen, los animales domésticos duermen.
El pueblo parece una caja en medio del paisaje.
Mamá no llora, papá no bebe, el abuelo no martillea, la abuela ya no tiene su amapola, Wendel no tartamudea.
La noche no es un monstruo, en ella sólo hay viento y sueño.
Oigo el golpeteo de la orina contra el orinal en la habitación de al lado. El abuelo está de pie sobre el orinal. Son las cinco.
La abuela no se despertó a las dos y media. Ha caído en el sueño malsano.
Hacía tiempo que esto no ocurría.
Algún día amanecerá muerta.
Cuando las charcas pierden profundidad, a las ranas se les seca el lomo. El calor se insinúa entonces en sus vientres, y lo que queda de ellas es una piel dura y reseca.
En todos los patios hay unas cuantas. Y sólo cuando las ranas mueren se entera uno de que también viven en las casas, suben las escaleras hasta los desvanes y se meten en las chimeneas negras.
Nuestra casa tiene dos chimeneas que deben de estar llenas de ranas. Una de las chimeneas es roja, y la otra, negra.
La roja se alza sobre los cuartos deshabitados. De ella nunca sale humo.
En su interior vive una colonia de lechuzas. Mamá tiene que pagar cada año un impuesto por las chimeneas. Y no es moco de pavo si se suman todos los años, dice mamá, y resulta que una de las dos sólo les sirve a las lechuzas.
La semana pasada estuvieron muy excitadas. Las oí ulular toda la noche en el tejado. Tienen dos tipos de voz: una aguda y otra grave. Pero también las agudas son muy graves, y las graves son aún mucho más graves.
Han de ser los machos y las hembras. Tienen un auténtico idioma.
Más de una vez salí al patio y no logré ver sino sus ojos. Todo el tejado estaba repleto de ojos refulgentes, y el patio estaba íntegramente iluminado y centelleaba como hielo. No había claro de luna. Aquella noche murió nuestro vecino. Por la tarde había cenado normalmente. No estaba enfermo. Su mujer me despertó por la mañana y me dijo que se había asfixiado en pleno sueño. Y al instante pensé en las lechuzas.
Entre nuestra casa y la de los vecinos el huerto está lleno de frambuesas tan maduras que al cogerlas los dedos se te quedan como manchados de sangre. Hace unos años no teníamos frambuesas, sólo el vecino tenía un par de arbustos en su huerto. Ahora se han trasladado a nuestro huerto, y en el suyo ya no queda un solo zarcillo. Emigran. El vecino me dijo una vez que él nunca los plantó, llegaron solos de otro huerto. Dentro de unos años a nosotros tampoco nos quedará ninguno, habrán emigrado a otros pagos. Come ahora hasta hartarte, pues el pueblo es pequeño y acabarán yéndose de él.
Ayer fue el entierro. Ya era viejo, pero no estaba enfermo. Su hijo lo había traído unos meses antes de las montañas. Se había quedado sin casa, un torrente salido de su cauce la había derribado. En la montaña la gente es más sana. Se había traído un casquete. No es ni una gorra ni un sombrero. Esos casquetes sólo se usan en ese pueblo. Decía que quería ser enterrado con su casquete. Lo decía bromeando, pues no quería morir. Y tampoco estaba enfermo.
Y ahora le han calado el casquete en la cabeza muerta. La tapa del ataúd no quería cerrar al principio y tuvieron que darle varios martillazos.
Las piernas de mamá yacían junto a las mías bajo la misma cubierta. Me las imaginaba desnudas y llenas de várices. Una infinidad de piernas yacían juntas en el campo.
En la guerra sólo caían hombres. Pero yo vi muchas mujeres tendidas en el campo de batalla con los vestidos en desorden y las piernas desolladas. Vi a mamá desnuda y congelada en Rusia, con las piernas desolladas y los labios verdes por las coles que le daban.
Vi a mamá transparente de hambre, consumida y arrugada hasta debajo de la piel, como una muchacha exhausta, inconsciente.
Mamá se había dormido. Cuando estaba despierta, jamás la oía respirar. Cuando dormía, roncaba como si aún tuviera el viento siberiano en la garganta, y yo me congelaba a su lado, convulsionada por sueños horribles.
Fuera, el agua subía en las charcas. No había luna en el pueblo, y el agua estaba ciega y gelatinosa.
Las ranas croaban desde los negros pulmones de mi padre muerto, desde la tráquea rígida de mi abuelo agonizante, desde las venas esclerosadas de mi abuela. Las ranas croaban desde todos los vivos y los muertos de este pueblo.
Al emigrar, cada uno se trajo una rana. Desde que existen, se enorgullecen de ser alemanes y nunca hablan de sus ranas, y creen que aquello de lo que uno se niega a hablar, tampoco existe.
Luego llegó el sueño. Caí en un enorme tintero. Así de oscura debía de ser la Selva Negra. Fuera croaban sus ranas alemanas.