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No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.

Te han matado, dijo mi madre.

No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.

De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.

Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.

Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.

Sonó el despertador. Era un sábado por la mañana, a las seis y media.

El baño suabo

Es un sábado por la tarde. El calentador del baño tiene el vientre al rojo vivo. La ventanilla de ventilación está herméticamente cerrada. La semana anterior, Arni, un niño de dos años, había cogido un catarro por culpa del aire frío. La madre lava la espalda del pequeño Arni con unos pantaloncitos desteñidos. El pequeño palmotea a su alrededor. La madre saca al pequeño Arni de la bañera. Pobre crío, dice el abuelo. A los niños tan pequeños no hay que bañarlos, dice la abuela. La madre se mete en la bañera. El agua aún está caliente. El jabón hace espuma. La madre se restrega unos fideos grises del cuello. Los fideos de la madre nadan sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde amarillento. La madre sale de la bañera. El agua aún está caliente, le dice la madre al padre. El padre se mete en la bañera. El agua está caliente. El jabón hace espuma. El padre se restrega unos fideos grises del pecho. Los fideos del padre nadan junto con los fideos de la madre sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde parduzco. El padre sale de la bañera. El agua aún está caliente, le dice el padre a la abuela. La abuela se mete en la bañera. El agua está tibia. El jabón hace espuma. La abuela se restriega unos fideos grises de los hombros. Los fideos de la abuela nadan junto con los fideos de la madre y del padre sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde negro. La abuela sale de la bañera. El agua aún está caliente, le dice la abuela al abuelo. El abuelo se mete en la bañera. El agua está helada. El jabón hace espuma. El abuelo se restriega unos fideos grises de los codos. Los fideos del abuelo nadan junto con los fideos de la madre, del padre y de la abuela sobre la superficie del agua. La abuela abre la puerta del cuarto de baño. Luego mira en dirección a la bañera. No ve al abuelo. El agua negra se derrama por el borde negro de la bañera. El abuelo ha de estar en la bañera, piensa la abuela, que cierra tras de sí la puerta del cuarto de baño. El abuelo deja correr el agua sucia de la bañera. Los fideos de la madre, del padre, de la abuela y del abuelo dan vueltas sobre la boca del desagüe.

La familia suaba se instala, recién bañada, ante la pantalla del televisor. La familia suaba, recién bañada, aguarda la película del sábado por la noche.

Mi familia

Mi madre es una mujer que va siempre embozada.

Mi abuela ha perdido la visión. En un ojo tiene cataratas, y en el otro, glaucoma.

Mi abuelo tiene una hernia escrotal.

Mi padre tiene otro hijo de otra mujer. No conozco a la otra mujer ni al otro hijo. El otro hijo es mayor que yo, y la gente dice que por eso yo soy de otro hombre.

Mi padre le hace regalos de Navidad al otro hijo y le dice a mi madre que el otro hijo es de otro hombre.

El cartero siempre me trae cien leis en un sobre por Año Nuevo y dice que me los manda Papá Noel. Pero mi madre dice que yo no soy de otro hombre.

La gente dice que mi abuela se casó con mi abuelo por sus tierras y que estaba enamorada de otro hombre con el que hubiera sido mejor que se casara porque su parentesco con mi abuelo es tan cercano que aquello fue un cruzamiento consanguíneo.

La otra gente dice que mi madre es hija de otro hombre y mi tío es hijo de otro hombre, pero no del mismo otro hombre, sino de otro.

Por eso el abuelo de otro niño es abuelo mío, y la gente dice que mi abuelo es el abuelo de otro niño, pero no del mismo otro niño, sino de otro, y que mi bisabuela murió muy joven, aparentemente a consecuencia de un catarro, pero que aquello fue algo muy distinto de una muerte natural, que realmente fue un suicidio.

Y la otra gente dice que fue algo muy distinto de una enfermedad y de un suicidio, que fue un asesinato.

Al morir ella, mi bisabuelo se casó en seguida con otra mujer que ya tenía un hijo de otro hombre con el que no estaba casada, pero que a la vez también era casada y que después de ese otro matrimonio con mi bisabuelo tuvo otro hijo del que también dice la gente que es de otro hombre, no de mi bisabuelo.

Mi bisabuelo viajaba cada sábado, año tras año, a una pequeña ciudad que era un balneario.

La gente dice que en esa ciudad se juntaba con otra mujer.

Hasta se le veía en público llevando de la mano a otro niño con el que incluso hablaba otro idioma.

Nunca se le veía con la otra mujer, pero, según la gente, ésta sólo podía ser una prostituta del balneario, ya que mi bisabuelo nunca se dejaba ver con ella en público.

La gente dice que hay que despreciar a un hombre que tenga otra mujer y otro hijo fuera del pueblo, que aquello no es mejor que el incesto puro y imple, que aquello es aún peor que el cruzamiento consanguíneo, que aquello es pura y simple ignominia.

En tierras bajas

Las flores lila junto a las vallas, la malvarrosa su fruto verde entre los dientes de leche de los niños.

El abuelo decía que la malvarrosa vuelve tonta a la gente, que no hay que comerla. Y claro está que no querrás volverte tonta.

El bicho que se me metió en la oreja. El abuelo me echó alcohol en la oreja para que el bicho no se me metiera en la cabeza. Rompí a llorar. La cabeza me ardía y me zumbaba. El patio entero empezó a dar vueltas, y el abuelo, gigantesco, estaba de pie en el centro y también empezó a dar vueltas.

Hay que hacerlo, dijo el abuelo, si no el bicho se te mete en la cabeza y te vuelves tonta. Y claro está que no querrás volverte tonta. Las flores de acacia en las calles del pueblo. El pueblo cubierto de nieve con los colmenares en el valle. Yo me comía las flores de acacia. En su interior tenían una trompilla dulce. La mordía y la tenía un buen rato en mi boca. Y no bien me la tragaba, ya tenía una nueva flor entre los labios. Había una cantidad enorme de flores en el pueblo, no podías comértelas todas. Los árboles grandes, muy numerosos, florecían cada año.

No hay que comer flores de acacia, decía el abuelo, tienen dentro unas mosquitas negras que si se te meten en la garganta, te dejan muda. Y claro está que no querrás quedarte muda.

El largo sendero con la vid silvestre, las uvas color tinta cociéndose al sol bajo su piel finísima. Preparo pastelitos de arena, trituro ladrillos y los convierto en pimentón, me raspo la piel de las muñecas. Siento el ardor hasta los huesos.

Muñecas de maíz, trenzas de vainas de mazorca entretejidas. La barba del maíz es fría y áspera al tacto. Jugamos a papá y mamá en los heniles, tumbados en la paja al lado o encima uno del otro. Entre nosotros está nuestra ropa. A veces nos sacamos los calcetines y la paja nos pincha las piernas. Luego nos los volvemos a poner a escondidas y al irnos tenemos paja en la piel, y nos raspa los pies.

Cada día tenemos hijos, niños-mazorca en el gallinero, niños-muñeco en la escalera del gallinero. Sus vestidos ondean cuando el viento se cuela entre las tablas.

Arrebujamos a los gatitos en vestidos de muñecas, los atamos a la cuna y los mecemos para que se duerman. Yo les canto nanas y los acuno hasta marearlos. El pelaje se les eriza bajo la ropa, y pronto le les enturbian los ojos hinchados y del hocico les sale baba y una especie de vómito lechoso.