El vestido de mamá forma pliegues negros. Los zapatos de mamá taconean en pasitos cortos. Los tulipanes de mamá nadan en torno a su vientre.
La campana repite la misma palabra en su tañido. El eco la sigue y la precede y no se extingue. Con sus pantorrillas de cristal y sus tobillos de piedra avanza mamá a pasitos cortos hacia el eco de la palabra, internándose en el tañido.
Ante los pasos de mamá camina el pequeño Sepp con una corona de siemprevivas y crisantemos blancos.
Yo avanzo entre la oscura corona de ramos de abeto y el rosario susurrante de cuentas blancas. Voy detrás de mi helecho enmarañado.
Atravieso la puerta del cementerio y tengo la campana ante mi cara. Tengo el tañido de la campana debajo del pelo. Tengo el tañido en la sien, junto a los ojos, y en las blandas articulaciones de mi mano, bajo el helécho enmarañado; tengo el nudo bamboleante del cordón de la campana en la garganta.
El índice de mi abuela tiene manchas azulinas en la raíz de la uña y está muerto. La abuela cuelga su rosario susurrante de cuentas blancas en la lápida, sobre la cara de papá. Donde están los ojos hundidos de papá está ahora el rojo corazón descarnado de la Virgen sonriente. Donde están los labios duros de papá está ahora la inscripción húngara de la monarquía.
Mamá se ha inclinado sobre la oscura corona de ramos de abeto. Su estómago le encabalga el bajo vientre. Los crisantemos blancos se enrollan sobre las mejillas de mamá. Su vestido negro ondea al viento que vaga por entre las tumbas. El pie de cristal negro de mamá tiene una grieta angosta y blanca que le sube por las piernas hasta la verruga de goma, hasta el vientre de mamá, sobre el cual nadan los tulipanes.
La abuela pellizca con su índice muerto el helecho enmarañado que está al borde de la tumba. Yo introduzco las velas blancas por entre las nervaduras y horado la tierra con las frías puntas de mis dedos.
El fósforo vacila azul en la mano de mamá. Los dedos de mamá tiemblan y la llama tiembla. La tierra devora las falanges de mis dedos. Mamá pasea la llama alrededor de la tumba y dice: no hay que horadar la tierra de las tumbas con los dedos. La abuela estira su índice muerto y señala el corazón rojo y descarnado de la Virgen sonriente.
En las escaleras de la capilla aguarda el cura. Sobre sus zapatos cuelgan unos pliegues negros. Los pliegues suben por su vientre y llegan hasta la barbilla. Detrás de su cabeza oscila la cuerda de la campana, el grueso nudo. El cura dice: recemos por las almas de los vivos y los muertos, y junta las manos huesudas sobre su barriga.
Los ramos de abeto doblan sus pinochas, el helecho curva sus enmarañadas nervaduras. Los crisantemos huelen a nieve, las velas huelen a hielo. El aire se pone negro sobre las tumbas y murmura una oración: y tú, Dios nuestro, Señor de los ejércitos celestiales, libéranos de este exilio. Sobre la torre de la capilla, la noche es tan negra como los pies de cristal de mamá.
Las velas destilan una maraña chorreante de su dedos. La maraña chorreante se pone tiesa como mis costillas al contacto con el aire. El pabilo, deshecho y carbonizado, no aguanta las llamas. Por entre las velas quebradas rueda un terrón bajo el helecho.
Mamá tiene en su frente los crisantemos enrollados y dice: no hay que sentarse sobre las tumbas. La abuela estira su índice muerto. La grieta en la pierna de mamá es tan ancha como el índice muerto de la abuela.
El cura dice: mis queridos fieles, hoy es el día de Todos los Santos; nuestros queridos difuntos, las almas de nuestros muertos, celebran hoy una fiesta de alegría. Es su día de fiesta.
El pequeño Sepp, con las manos cruzadas sobre la corona de siemprevivas, está junto a la tumba vecina: libéranos de este exilio, oh Señor. Su cabello canoso tiembla bajo la luz trémula.
Con su acordeón rojo, el pequeño Sepp acompaña a las blancas y ondulantes novias por el pueblo; acompaña a las parejas de invitados a la boda con sus blancos lazos de cera en torno al altar, bajo el corazón rojo y descarnado de la Virgen sonriente; acompaña la torta de vainilla con las dos palomas blancas de cera encima y la deja ante la cara de la novia. Con su acordeón rojo, el pequeño Sepp toca el tango opresivo para los brazos y las piernas de los hombres y las mujeres.
El pequeño Sepp tiene dedos cortos y zapatos cortos. Con sus dedos cortos bien estirados presiona las teclas. Las teclas anchas son de nieve, las teclas angostas, de tierra. El pequeño Sepp presiona muy poco las teclas angostas. Cuando las presiona, la música se enfría.
Los muslos de papá se pegan al vientre de mamá, en torno al cual nadan los tulipanes descoloridos.
La novia ondulante es la vecina. Hace señas con el índice. Me corta un trozo de tarta y, sonriendo tímidamente, me pone sobre la mano las blancas palomas de cera.
Cierro la mano. Las palomas se calientan como mi piel y sudan. Meto las blancas palomas de cera en una albóndiga de carne y en un pan al que le hinco el diente. Engullo el pan y escucho el tango opresivo.
Mamá pasa bailando con los tulipanes que nadan en los muslos de mi tío junto al borde de la mesa. Tiene los crisantemos enrollados en torno a la boca y dice: con la comida no se juega.
El cura levanta sus manos huesudas en nombre del Señor: libéranos de este exilio. De sus manos asciende una chorreante maraña de humo que flota en torno al nudo del cordón de la campana y sube hasta la torre.
La tumba se ha hundido, dice mamá. Hay que echarle dos carretadas de tierra y una de estiércol fresco para que crezcan las flores. El zapato negro de mamá cruje en la arena. Es algo que bien puede hacer tu tío por tu hermano muerto, dice mamá.
La abuela se cuelga el rosario de cuentas blancas en su índice muerto.
Los ojos hundidos de papá miran el pie de cristal negro de mamá con la grieta blanca. Los zapatos negros de mamá van sorteando toperas entre tumbas desconocidas.
Atravesamos la puerta del cementerio. El pueblo se hunde en sí mismo y huele a ramos de abelo y helecho, a crisantemos y maraña de cera.
Ante mis pasos va el pequeño Sepp.
El pueblo es negro. Las nubes son de damasco negro.
La abuela desgrana su rosario de cuentas blancas. Mamá me aprieta los dedos en su mano.
Papá es nuestra alma muerta. Papá tiene hoy su día de fiesta y pasa bailando a la orilla del pueblo.
El liguero de mamá le deja marcas profundas en la cintura. Papá pega sus muslos contra una nube de damasco negro mientras baila un tango opresivo.
La ventana
Mamá me ciñe la octava pretina en torno a la cintura. Las pretinas son blancas y angostas. Las pretinas son calientes y oprimen la cintura y me comprimen el aliento en la garganta.
Peter aguarda sentado en una silla, a un extremo de la mesa.
Las faldas bajeras, fruncidas en pliegues de piedra, están guarnecidas de encajes. Los agujeros de los encajes y su delicada osatura pesan y huelen a moho. Los encajes tienen venas calizas como las que recorren las largas paredes del molino viejo.
La novena falda es de color gris claro como las ciruelas al amanecer. Flota sobre las faldas bajeras de piedra. Yo sólo siento su pretina caliente. La novena falda tiene flores blancas sobre un fondo de seda gris, penumbroso. Las flores son campanillas con la cabeza inclinada. Muchas de las cabezas quedan ocultas entre los pliegues. Sólo se ven cuando empiezo a girar, cuando el acordeón resuena, cuando el clarinete negro grita, cuando la piel de ternera del tambor zumba.
Peter me hace girar en torno a su cara.
Las campanillas blancas se marean y susurran una cadencia. Mis zapatos pisan una cadencia, los flecos de mi dengue tiemblan una cadencia, mis cabellos vuelan una cadencia. Un rizo se me cae sobre la oreja, otro se me cae sobre la nuca, otro se me cae sobre la base de la nariz y huele a pasta de ciruela. El tambor zumba hueco como un puente.
Toni gira su media cara tras la cabeza de Bárbara. Mis ojos giran junto a la oreja de Toni. Mis orejas giran en torno a la cabeza de Peter.