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Desde que en el pueblo sólo quedan once alumnos y cuatro maestros, que en su conjunto integran la llamada escuela primaria, el maestro de educación física enseña también agronomía. Desde entonces, en las clases de agronomía se practica el salto de longitud sobre una poza de arena siempre húmeda y lo que se conoce como el juego de las naciones, en verano con pelotas auténticas y en invierno con bolas de nieve. En este juego los alumnos se agrupan por países. El que recibe un pelotazo debe retirarse tras la línea de tiro, y, como está muerto, ha de seguir mirando hasta que todos los demás jugadores de su país hayan sido liquidados, o, como se dice en el pueblo, hayan caído por la patria. El maestro de educación física suele tener problemas a la hora de agrupar a los alumnos. Por eso, al terminar cada clase se anota a qué país ha pertenecido cada alumno. El que en la clase anterior pudo ser alemán, deberá ser ruso en la clase siguiente, y el que en la clase anterior fue ruso, podrá ser alemán en la siguiente. A veces el maestro no consigue convencer a un número suficiente de alumnos de que sean rusos. Cuando ya no sabe qué hacer, les dice: sois todos alemanes y basta. Y como en este caso los alumnos no entienden por qué habrían de combatir, son agrupados en sajones y suabos.

En verano, los alumnos también tienen tinta roja, y tras caer abatidos a tiros, se pintan manchas coloradas en la piel y en la camisa.

El maestro de educación física, es decir el director de la escuela, que además enseña música y alemán, también se hizo cargo hace unos días de las clases de historia, pues aquel juego es igualmente idóneo para la clase de historia.

Junto a la escuela queda el parvulario, donde los niños cantan canciones y recitan poemas. En las canciones se habla de excursiones y cacerías, y en los poemas, de amor a la madre y a la patria. A veces, la maestra del parvulario, que aún es muy joven -lo que en el pueblo se llama una mozuela- y toca muy bien el acordeón, enseña a los niños canciones de moda en las que aparecen palabras inglesas como darling y love. Resulta que a veces los chiquillos pellizcan a sus compañeras debajo de la falda o las miran por la angosta rendija de la puerta del retrete, algo que la maestra llama una vergüenza. Como esto suele ocurrir de vez en cuando, en el párvulario también se celebran reuniones de padres de familia, que en el pueblo se llaman diálogos con la maestra. En ellas, la maestra da a los padres una serie de indicaciones -que en el pueblo se llaman consejos- sobre cómo castigar a sus hijos. El castigo más recomendado y que se adapta a cuaquier falta, es el arresto domiciliario. Durante una o dos semanas se le prohíbe al niño salir a la calle cuando vuelve a casa del parvulario.

Junto al parvulario está la plaza del mercado. En ella se compraban y vendían hace años ovejas, cabras, vacas y caballos. Ahora vienen una vez al año, en primavera, unos cuantos hombres embozados de los pueblos vecinos y traen en sus carros cajas de madera con lechones. Los lechones sólo se venden y compran por parejas. Los precios no dependen tanto del peso como de la raza, que en el pueblo se llama calidad. Los compradores traen consigo a algún vecino o pariente y examinan la constitución del cochinillo, que en el pueblo se llama físico: si tiene patas, orejas, hocicos o cerdas largas o cortas, o si tiene la cola enroscada o estirada. Si no quiere venderlos a mitad de precio, el vendedor tendrá que encerrar de nuevo en su caja de madera aquellos lechones con manchas negras o distinto color de ojos, que en el pueblo se llaman lechones de mal agüero.

Además de cerdos, los aldeanos crían también conejos, abejas y aves de corral. Las aves de corral y los conejos se llaman ganado menor en los periódicos, y la gente que cría aves de corral y conejos son los llamados criadores de ganado menor.

Aparte de cerdos y ganado menor, la gente del pueblo tiene también perros y gatos a los que, como se cruzan entre sí hace ya decenios, resulta imposible distinguir unos de otros. Los gatos son aún más peligrosos que los perros; se cruzan, lo que en el pueblo se llama aparearse, incluso con los conejos. El hombre más viejo del pueblo, que ha sobrevivido a dos guerras mundiales y a muchas otras cosas y personas, tenía un gran gato rojo. Su coneja trajo al mundo -lo que en el pueblo se llama parir- tres veces seguidas conejitos con manchas rojas y grises que maullaban y que el veterano ahogaba puntualmente. A la tercera vez, el viejo ahorcó a su gato. Después de eso, la coneja trajo dos veces al mundo conejitos atigrados, y tras la segunda vez el vecino ahorcó a su gato atigrado. La última vez, la coneja tuvo crías de pelo largo y crespo, pues un gato de la calleja vecina o del pueblo vecino, que es producto del cruce de un perro con un gato del pueblo, tiene ese tipo de pelaje. No sabiendo entonces qué hacer, el hombre más viejo del pueblo mató a su coneja y la enterró, pues no quiso probar su carne al no haber tenido ella hacía años otra cosa que gatos en la barriga. Todo el pueblo sabe que el viejo llegó a comer carne de gato en Italia, cuando era prisionero de guerra. Lo cual no significa, ni mucho menos, dice él mismo, que tenga que soportar la desvergüenza de su coneja, porque una aldea suaba no está, gracias a Dios, en Italia, aunque a veces él tenga la impresión de que igual podría estar en Cerdeña. La gente del pueblo, sin embargo, atribuye esa impresión a la arterioesclerosis del viejo, y dice que ya está un poco chocho.

Junto a la plaza del mercado queda el Consejo del pueblo, que los habitantes denominan casa consistorial. El edificio del Consejo del pueblo es una combinación de casa de labranza con iglesia de pueblo. De la casa de labranza tiene la galería abierta y bordeada por una barandilla sostenida por largueros, las ventanitas semioscuras, las persianas marrones, las paredes pintadas de rosa y el zócalo pintado de verde. De la iglesia de pueblo tiene los cuatro escalones en la entrada, el arco sobre el portón, la doble puerta de madera ciega con la rejilla, el silencio en las habitaciones y las lechuzas y los murciélagos, eme en el pueblo se llaman sabandijas, en el desván.

El alcalde, que en el país se llama juez, celebra sus reuniones en la casa consistorial. Entre los presentes hay fumadores que fuman ausentes, no fumadores que no fuman y dormitan, alcohólicos, que en el pueblo se llaman borrachines y ponen sus botellas bajo las sillas, y no alcohólicos y no fumadores que son débiles mentales -lo que en el pueblo se llama gente decente- y fingen escuchar aunque estén pensando en cosas totalmente distintas, si es que son capaces de pensar.

También los forasteros que nos visitan se dan su vuelta por el Consejo del pueblo, pues en caso de urgencia van al patio interior y orinan, lo que en el pueblo se llama hacer aguas. El retrete, situado en el patio interior del Consejo del pueblo, es un retrete público, ya que no tiene puerta ni techo. Pese a todas las similitudes entre el Consejo del pueblo y la iglesia, ningún forastero ha ido nunca a la iglesia creyendo que era el Consejo del pueblo, pues la iglesia es reconocible por su cruz y el Consejo del pueblo por su cuadro de honor, que en el pueblo se llama armario de honor. En el armario de honor cuelgan periódicos que, cuando se ponen totalmente amarillentos e ilegibles, son sustituidos por otros.

Junto al Consejo del pueblo se encuentra la peluquería, que en el pueblo se llama barbería. En la barbería hay una silla colocada ante un espejo, una estufa de carbón en una esquina, y un banco de madera pegado a la pared, en el que los clientes, que en el pueblo se llaman candidatos al rape, se sientan y dormitan, o, como se dice en el pueblo, esperan.

Entre los candidatos al rape no hay ninguno que supere los cien años. Además de afeitarse, todos se hacen cortar el pelo, incluso los que ya no tienen. Después de cada afeitada, el peluquero, que en el pueblo se llama barbero, afila su navaja en una correa de cuero que oscila y empieza a zumbar, y fricciona con perfume la cara de los clientes más jóvenes, los que tienen menos de setenta, mientras que a los mayores les pasa alcohol, pues no está bien visto -o como se dice en el pueblo, no se estila- que un señor mayor huela a perfume, lo que en el pueblo se llama apestar a perfume.