Tras las callejas laterales quedan los campos de la cpa y de la Granja estatal. Son campos grandes y llanos. Las plantas soportan la helada en invierno, lo que en el pueblo se llama congelarse, la humedad en primavera, lo que se denomina podrirse, y el calor extremo en verano, lo que se conoce como agostarse. Y el otoño, la época de la cosecha, que en los periódicos se llama campaña de la cosecha, es una temporada de lluvias que los periódicos dan por concluida en octubre, pero que en el pueblo se prolonga hasta diciembre. Los profundos agujeros que en invierno se ven por los campos no son los surco del arado, sino las pisadas de los campesinos, que al cosechar se hunden en la tierra hasta por encima de sus botas. Algunos campesinos dicen que después de la estatización, que en el pueblo se llama expropiación, no ha vuelto a haber una cosecha de verdad. Después de la expropiación, dicen los campesinos, hasta el mejor terreno no vale ya nada, y el hombre más viejo del pueblo afirma que existe una gran diferencia entre el suelo del huerto y el del campo, tan grande como si, al parecer, no hubiera sido nunca el mismo suelo.
El terreno que rodea al pueblo es de la cpa y de la Granja estatal. El de la cpa está detrás de la primera calleja de atrás, y el de la Granja estatal, detrás de la segunda calleja de atrás.
Integran la cpa un presidente, que es hermano del alcalde, cuatro ingenieros -uno de los cuales es responsable de la mala hierba, otro, de las siete vacas y los once cerdos, otro, de las tres hectáreas de pepinillos y las dos hectáreas de tomates, y el cuarto, de los tres tractores-, y siete campesinos de la cpa, todos por encima de los cincuenta, que en el pueblo son llamados socios y tratados de «chicos» y «chicas» por los ingenieros. En las sesiones, los ingenieros achacan las malas cosechas y las deudas de la cpa al suelo, que es demasiado arenoso para los cereales y no es lo suficientemente arenoso para la verdura. El suelo es bueno para los cardos y las correhuelas, que asfixian los cereales y la verdura, llamados cultivos por los ingenieros. El ingeniero responsable de la mala hierba dice que el suelo de la cpa es demasiado ácido y pegajoso.
La Granja estatal está integrada por un presidente, llamado director en el pueblo, que es cuñado del alcalde y hermano del presidente de la cpa, por cinco ingenieros -uno de los cuales es responsable de las nueve vacas y los quince cerdos, otro, de las seis hectáreas de zanahorias, otro, de las diez hectáreas de patatas, otro de los cereales, y otro, del huerto de árboles frutales, que en el pueblo se llama vivero-, y por cien operarios que viven en los gallineros abandonados de la Granja estatal. Los ingenieros achacan las malas cosechas de la Granja estatal al suelo, que es demasiado salado para los cereales y no es lo suficientemente salado para la verdura y los árboles frutales. Bueno es el suelo para la amapola común y los acianos, que brillan multicolores en el campo y, como dicen los ingenieros, brillan también muchísimo en las fotos. Gracias al brillante colorido de las amapolas y los acianos, el ingeniero que estaba antes a cargo de la mala hierba obtuvo -o ganó, como dicen en el pueblo- el año pasado el primer premio con una foto a color en una exposición de la amistad organizada en Craiova por fotógrafos rumanos y búlgaros. El premio consistía en un viaje a Italia. A raíz de ese viaje, el brigadier pasó a ser el nuevo responsable de la mala hierba: es primo del alcalde, del presidente de la cpa y del director de la Granja estatal.
Detrás de la tercera calleja de atrás queda el cementerio. Tiene un cerco de ciruelos silvestres y una maciza puerta de hierro negra. Al final del camino principal se alza la capilla, que es una copia en miniatura de la iglesia del pueblo y parece una cocina de verano algo más alta.
La capilla fue construida -o, como se dice en el pueblo, donada- antes de la Primera Guerra Mundial por el entonces carnicero del pueblo, quien tras sobrevivir a la guerra, viajó a Roma y vio al Papa, que en el pueblo es llamado el Santo Padre. Su mujer, que pese a ser costurera era conocida en el pueblo como la «carnicera», murió pocos días después de que acabaran la capilla y fue enterrada -o, como se dice en el pueblo, sepultada- en la cripta familiar, debajo de la capilla.
Aparte de gusanos y de topos, que los hay en todo el cementerio, debajo de la capilla hay también serpientes. El asco que le producen esas serpientes ha mantenido vivo al carnicero hasta ahora, convirtiéndolo en el hombre más viejo del pueblo.
Excepto la carnicera, todos los muertos yacen -o, como se dice en el pueblo, reposan- en tumbas. Los muertos del pueblo comieron y bebieron todos hasta morir, o, como dicen los lugareños, se mataron trabajando. La excepción la constituyen los héroes, que se supone murieron combatiendo. Suicidas no hay en el pueblo, pues todos los habitantes tienen un sólido sentido común que no pierden ni al llegar a viejos.
Para demostrar que no murieron en vano -o, como se dice en el pueblo, que encontraron una muerte heroica, pues sin duda se supone que la buscaron-, los héroes, que en el pueblo se llaman caídos, son enterrados dos veces en el mismo cementerio: una vez en la tumba de sus respectivas familias, y otra bajo la cruz de los héroes. En realidad yacen en una fosa común de algún lugar desconocido, o, como se dice en el pueblo, se quedaron en el campo del honor. Los caídos suelen tener obeliscos blancos o grises sobre sus túmulos. Los muertos que hace unos años tenían campo sobre sus cabezas, tienen ahora unas cruces de mármol blanco. Sus jornaleros, que en el pueblo se llamaban peones, tienen sobre sus calaveras unas cruces de hojalata, y las criadas solteras que morían jóvenes y que en el pueblo se llamaban sirvientas, unas cruces de madera barnizadas de negro. Y así, cuando un muerto recibe sepultura, se puede ver en el cementerio si sus antepasados, que en el pueblo se llaman bisabuelos, fueron amos o siervos.
La cruz más grande es la cruz de los héroes. Es más alta que la capilla. En ella figuran los nombres de todos los héroes de todos los frentes y de todas las guerras, incluso los de los desaparecidos, que en el pueblo se llaman deportados.
Cierro tras de mí la puerta negra del cementerio. Detrás del cementerio queda la pradera, que en el pueblo se llama el prado comunal. En el prado comunal hay unos cuantos árboles dispersos.
Trepo a un árbol que se yergue en la linde del prado, pero que podría estar perfectamente en el centro del pueblo, si es que no lo está. Me agarro firmemente a una de sus ramas con ambas manos y miro la iglesia del pueblo vecino, en cuya escalinata exterior una mariquita se limpia el ala derecha sobre el tercer peldaño.
La crencha alemana y el bigote alemán
Hace poco regresó un conocido mío de una aldea cercana, en la que quería visitar a sus padres.
En la aldea hay siempre una luz crepuscular, me dijo. Nunca es de día ni de noche. No hay crepúsculo matutino ni vespertino. El crepúsculo está en la cara de la gente.
No reconoció a nadie, pese a haber vivido en esa aldea muchos años. Toda la gente tenía la misma cara gris. Él se deslizaba a tientas entre esas caras. Las saludaba y no obtenía respuesta. Continuamente tropezaba con paredes y vallas. A veces atravesaba casas construidas de través en el camino. Todas las puertas se cerraban chirriando a sus espaldas. Cuando no tenía ante sí ninguna puerta, sabía que estaba otra vez en la calle. La gente hablaba, pero él no entendía su idioma. Tampoco podía distinguir si caminaban lejos o cerca de él, si salían a su encuentro o se alejaban de él. Oyó un bastón que golpeteaba contra una pared y le preguntó a un hombre dónde estaban sus padres. El hombre soltó una frase larga, en la que rimaban varias palabras, y con su bastón señaló el vacío.
Bajo una bombilla había un letrero en el que se leía «Peluquería». Por la puerta, el peluquero acaba de vaciar en la calle una bacía de lata con agua y espuma blanca. Mi conocido entró en el local. En unos bancos había varios ancianos durmiendo. Cuando les tocaba el turno, el peluquero los llamaba por su hombre. Algunos de los durmientes se despertaban al oír la llamada y repetían a coro el nombre. El llamado se despertaba, y mientras se sentaba en la silla que había ante el espejo, los otros volvían a dormirse.