El abuelo corta los cordones y los libera. Aún se tambalean un momento; luego el pelaje se les vuelve a poner liso aunque siguen caminando como en el vacío, sin pisar el suelo, sin vida, con la mirada perdida en el verano.
Las mariposas alzan el vuelo desde las vides y bailan por encima del patio.
Cazamos mariposas de la col con venas quebradizas en las alas. Esperamos oír sus gritos cuando las atravesamos con un alfiler, pero no tienen huesos en el cuerpo, son livianas y sólo pueden volar, y eso no basta cuando es verano en todas partes.
Aletean en el alfiler hasta que mueren.
En dialecto suabo se llama «carroña», Luder, al cadáver de un animal. Una mariposa no puede ser carroña. Se consume sin podrirse.
Moscas en la jofaina, zumbido loco y ahogado de mu i ¡ladores en el cubo de leche agria. Moscas sobre la superficie gris del agua jabonosa en la jofaina. Ojos hinchados, lengüeta estirada que pincha el agua, patitas finísimas que se agitan rabiosamente.
Pronto llega el último temblor y el bicho se queda en la superficie, cada vez más liviano de pura muerte.
Por cada mariposa se me pegan dos gotas de sangre bajo las uñas de los dedos. La cabeza cercenada de la mosca cae de mi mano al suelo como semilla de mala hierba.
El abuelo nos dejaba jugar.
Sólo hay que dejar vivir a las golondrinas, son animales útiles, decía. Y usaba la palabra «dañino» para las mariposas de la col, y «carroña» para los innumerables perros muertos.
Las orugas, que en realidad son mariposas, salen de sus crisálidas. Crisálidas pegadas a las estacas de las vides; algodón ciego.
¿Y de dónde llegó la primera mariposa, abuelo?
Déjate de hacer preguntas tontas, que eso no lo sabe nadie, y vete a jugar.
Nuestras muñecas dormilonas en sus vestidos limpios y almidonados sobre las camas de los dormitorios deshabitados.
Desde la noche de bodas de mamá nadie ha vuelto a respirar en esas camas.
Y estábamos tan cansados que tu padre se durmió en cuanto hubo vomitado en el water. No me tocó en toda la noche, dijo mamá con una risita solapada y enmudeció.
Era mayo, y aquel año ya teníamos cerezas. La primavera había llegado muy pronto.
Fuimos a recoger cerezas, tu padre y yo. Y nos peleamos mientras las recogíamos, y en el camino de vuelta a casa no intercambiamos ni una palabra. Tu padre tampoco me tocó mientras recogíamos cerezas en el enorme viñedo sin gente. Se plantó como una estaca a mi lado y no paraba de escupir huesos de ciruela húmedos y viscosos, y en ese momento supe que me daría muchas palizas en la vida.
Cuando llegamos a casa, las mujeres del pueblo ya habían llenado canastas enteras de pasteles, y los hombres acababan de matar un hermoso novillo. Las pezuñas yacían sobre el estiércol. Las vi cuando entré en el patio por el portón.
Me fui a llorar al desván para que nadie me viera, para que nadie supiese que no era una novia feliz.
En ese momento quise decir que no quería carne, pero había visto el novillo sacrificado y el abuelo me hubiera matado.
Un acceso de tos sacude la cabeza de mamá y le arranca saliva de la boca. El cuello se le arruga por el esfuerzo. Es corto y grueso. Alguna vez debió haber sido bello, antes de que yo existiera.
Desde que yo existo, los senos de mamá son fláccidos, desde que yo existo, mamá está enferma de las piernas, desde que yo existo, mamá tiene el vientre caído, desde que yo existo, mamá tiene hemorroides y las pasa negras y gime en el retrete.
Desde que yo existo, mamá habla de mi gratitud como hija y rompe a llorar y con las uñas de una mano se rasca las uñas de la otra. Tiene los dedos duros y agrietados.
Sólo cuando cuenta dinero se le ponen lisos y flexibles como a las arañas cuando tejen su tela.
Mamá guarda el dinero en el dormitorio, en el tubo de la estufa de azulejos. Papá siempre le pide dinero cuando quiere comprar algo. Y cada día quiere comprar algo y cada día le pide dinero, porque todo cuesta. Y mamá le pregunta cada noche qué ha hecho con el dinero, qué ha vuelto a hacer con todo ese dinero.
Cuando mamá va a sacar dinero, no levanta las persianas de las ventanas. Enciende la luz en pleno día y el candelabro de cinco brazos alumbra desde una sola bombilla opaca. Sus otros cuatro brazos son ciegos.
Mamá habla en voz alta cuando cuenta el dinero; así puede percibir mejor los billetes con las manos y los ojos. Siempre cuenta billetes de cien leis y de rato en rato se ensaliva la punta de los dedos.
Tiene las manos agrietadas y en verano se le ponen verdes como las plantas con las cuales trata.
En las tardes de primavera mamá me trae acederas en su bolsillo cuando vuelve de arrancar cardos, y en verano, un enorme girasol.
Yo me instalo en el patio interior y me pongo a comer las pepitas junto con las gallinas. Y recuerdo el cuento en el que una niñita les daba de comer primero a sus animales y después comía ella misma. Y la niñita se convirtió luego en princesa, y todos los animales la querían y ayudaban. Y un buen día el hijo de un rey, rubio y guapo, la tomó por esposa. Y fueron la pareja más feliz del mundo.
Las gallinas se habían comido todas las pepitas del suelo y miraban el sol con la cabeza inclinada. El girasol estaba vacío. Lo rompí. Dentro tenía una médula blanca y esponjosa que producía escozor en las manos.
Cuando una abeja se te mete en la boca, te mueres. Te pica en el paladar, y el paladar se te hincha tanto que acaba asfixiándote, decía el abuelo.
Cuando recogía flores tenía siempre muy presente que no debía abrir la boca. Sólo a ratos me entraban ganas de cantar. Pero apretaba los labios y asfixiaba la canción. Por mis labios salía entonces un zumbido y yo miraba a mi alrededor por ver si mi zumbido atraía a alguna abeja. Pero no se veía una sola abeja en varias leguas a la redonda.
Y yo quería que viniera alguna. Y seguía zumbando para mostrarle que no podría meterse en mi boca.
Dos trenzas tiesas y algo separadas a los lados de la cabeza. Dos lazos entretejidos.
Las vainas de la mazorca arrancadas hasta donde se unen al tallo, blancas, con ásperas venas rojizas que adquieren un tono oscuro en los bordes y acaban fuera de las vainas, diluyéndose en la nada.
Las vainas son minuciosamente deshilachadas hasta que parecen cabellos. Mi hermosa muñeca de maíz, mi niña muda y obediente, sin cuello, sin brazos, sin piernas, sin manos, sin rostro.
Arranco dos granos de maíz. La mazorca cruda lanza una mirada ausente desde las cavidades. Vuelvo a vaciar tres granos seguidos, y otros tres en dirección vertical. Y observo la boca rígida y la nariz excavada.
Una muñeca de cara rechoncha y expresión dura. Cuando se caiga al suelo, o cuando se seque, se le caerán más granos del cuerpo y tendrá un agujero en la barriga, o tres ojos, o una gran cicatriz en la nariz o en la mejilla, o los labios partidos.
Los tallos de las gramíneas tienen la transparencia de la hierba. Si miras a través de ellos, ves que el verano es quebradizo.
Desde los campos, el pueblo parece un rebaño de casas paciendo entre colinas cuyos plantíos sólo son reconocibles por los colores. Todo parece cercano, pero cuando avanzas en esa dirección, no llegas nunca. Jamás he comprendido esas distancias. Yo siempre he ido en pos de los caminos, todo avanzaba ante mí. Sólo tenía polvo en la cara. Y por ningún lado aparecía el final.
A la salida del pueblo te encuentras con las cornejas, que de rato en rato picotean el vacío.
Siguiendo por el valle, entre el polvo gris del camino vecinal, los escaramujos asoman sus cabezas enrojecidas por la insolación. Y las endrinas, al lado, permanecen azules y frías, con las hojas manchadas por la cagarruta blancuzca de las aves canoras.
Éstas cantan siempre la misma canción. Cuando se van, enmudece la canción y sólo queda la misma cagarruta blancuzca por todos lados.