En el pueblo no se oye el canto de los pájaros, que no se acercan a las casas por la cantidad de gatos, provenientes en su mayoría de los alrededores. Y hay exactamente tantos perros como gatos en el pueblo. Los perros se restriegan la barriga contra la hierba y dejan sus meados calientes por los caminos. Son pequeños y tienen el pelaje raído.
Mecen al caminar sus cabecitas puntiagudas, en las que giran unos ojos de pájaro acuosos e inexpresivos. Siempre hay miedo en esos ojos perrunos, en esos cráneos perrunos. Los perros reciben puntapiés tanto de los hombres como de las mujeres. Pero los de las mujeres no son tan duros debido a los zapatos que llevan.
Los hombres usan unos zapatos altos, recios. Sus pies quedan embutidos en ellos hasta el cuello, y atados sobre las lengüetas hay unos cordones gruesos y ásperos.
Esos puntapiés matan instantáneamente a los perros, que luego yacen días y días arqueados o estirados y tiesos junto a los caminos, apestando bajo enjambres de moscas.
Las hojas carcomidas vuelan por el aire como hongos invisibles.
Y cuando se enferman los árboles frutales, los hombres del pueblo dicen que ya está otra vez ahí ese maldito hongo del bosque. Preparan sus inyecciones venenosas de color verde brillante, que forman ampollitas en las hojas y queman la nervadura. Las hojas quedan ásperas y agujereadas como coladores. Y en sus bordes carcomidos fijan las arañas sus blancos hilos de saliva.
Las algas han teñido el fango de verde.
Las moscas zumban por entre el untuoso plumaje de las ocas.
Cuando la lluvia, que en verano pudre la madera, ablanda la tierra, puede verse cuán profundos son los caminos y cuán socavada ha quedado la tierra.
Las vacas llevan entonces grandes zapatos de fango sin forma al pasar bajo el portón de las casas. Se siente el olor a hierba en sus barrigas. Los bolos de hierba que regresan a sus gargantas tras la primera masticación me duelen a mí misma en el pecho. Las vacas están ausentes cuando rumian, con los ojos aún ebrios de tanto pastizal. Todas las tardes vuelven al pueblo con esos ojos ebrios.
Un día nuestra vaca me cargó en sus cuernos y saltó conmigo la acequia. Allí me dejó caer sobre una huella de coche muy profunda y pasó por encima de mí. Su ubre salpicada de estiércol parecía a punto de romperse.
La seguí con la mirada. Detrás de ella jadeó un rato el aire caliente. La carne me ardía en los puntos escoriados de mis rodillas; tuve miedo de que tanto dolor me impidiera seguir viviendo, y al mismo tiempo sabía que estaba viva porque me dolía. Temí que la muerte pudiera entrar en mí por esas rodillas abiertas, y al punto puse las palmas de mis manos sobre las heridas.
Y como aún estaba viva, llegó el odio.
Y sentí ganas de horadar su enorme vientre peludo con mis ojos, y hurgar con mis manos en sus intestinos calientes, hundiéndoselas hasta el codo.
El pico de cigüeña aún guardaba la lluvia de la víspera en la rasposa nervadura de sus hojas. Me lavé con su agua pardusca y esa noche las mejillas se me pusieron rojas de verdad y vi en el espejo cómo me iba poniendo más y más guapa.
Y cuando con mi odio llevé luego la vaca al valle, me busqué el arbusto de pico de cigüeña más grande de todo el valle. Y junto a él me desnudé por completo y me lavé esta vez todo el cuerpo, mientras la vaca hundía su cabeza cuadrada en la hierba, con el huesudo bastidor de sus cuartos traseros pegado a mí. Luego se volvió hacia mí y me miró con un par de ojos insoportablemente grandes. Su mirada me puso la carne de gallina. Hasta el arbusto de pico de cigüeña tembló y siguió creciendo y poniéndose más y más rasposo. Y me vestí a toda prisa.
Al secarse, la piel se me tensó ligeramente y adquirió una consistencia vítrea. En todo mi cuerpo sentí que iba embelleciendo y empecé a caminar con cautela, para no quebrarme. Flexibles y lisas, las briznas de hierba parecían inclinarse a mi paso, y por un momento temí que me cortaran.
Mi andar tenía en sí algo de las sábanas almidonadas de mi abuela. La primera noche que dormí entre ellas, crujían al menor movimiento y yo creí que era mi piel la que crujía.
A veces me quedaba echada, inmóvil, y el crujido seguía. Y yo temía que se me hubiera metido en el cuarto aquel hombre alto y huesudo que había comprado una casa a la entrada del pueblo y cuya procedencia nadie conocía, y del que todos sabían que no necesitaba trabajar porque había vendido su gigantesco esqueleto al museo y cada mes cobraba un dinero por eso.
Aquel hombre pasó varias noches en mi habitación. Continuamente lo veía detrás de la cortina, bajo la cama, detrás del armario, en la estufa de azulejos.
Cuando, de noche, el miedo me ahuyentaba el sueño, cuando me levantaba y palpaba los muebles en la oscuridad y no daba con él, sabía, sin embargo, que estaba allí.
Por la mañana sólo había una que otra mariposa nocturna pegada al techo, una de esas mariposas parduscas y polvorientas que de noche se estrellan contra la pantalla.
Yo las cogía. Un polvillo pardusco se me pegaba entonces a los dedos, y en las zonas donde las había tocado, las alas quedaban transparentes. Cuando las soltaba, las mariposas aún aleteaban un instante bajo mis rodillas. Más arriba no llegaban, y yo las pisaba con mi zapato, decidida a redimirlas. Estallaba al punto un vientre túrgido y aterciopelado, y un líquido blancuzco se esparcía por el suelo. El asco se me subía desde los zapatos y me anudaba sus lazos en la garganta, y sus manos eran descarnadas y frías como las manos de esos ancianos que yo había visto en unas camas con tapas ante las que la gente rezaba en silencio.
A las ancianas les temblaba la barbilla sobre el tieso nudo de sus pañuelos. Yo veía una como baba entre sus escasas pestañas húmedas y no entendía el porqué de sus lágrimas.
De esas camas la abuela dijo un día que eran ataúdes, y de los que yacían dentro, que eran muertos. Y al decirlo pensó que yo no entendería la palabra. Y yo la entendí sin haberla oído nunca antes. La llevé conmigo varios días, y en cada trozo de pollo cocido en la sopa veía un cadáver, y la abuela no volvió a llevarme a ver muertos.
Pero cuando se oía música en el pueblo los días laborables por la tarde, yo sabía que había vuelto a morir alguien.
No entendía por qué la muerte se quedaba siembre tras las paredes de las casas y no se dejaba ver nunca, o sólo cuando ya había consumado su tarea, aunque uno viviese toda la vida al lado mismo.
Un hombre murió una vez en pleno campo, fulminado por un rayo. Fue el primer marido de aquella mujer que luego se casó con su propio cuñado, y que al fallecer éste de una enfermedad pulmonar, vivió muchos años sola porque nadie volvió a casarse con ella, y que luego, al hacerse mayor su hijo, que se parecía al trapero que en verano pasaba por el pueblo y era el único en tener un mechón de canas en las sienes, se casó con un hombre del pueblo vecino que aún vive y tuvo que llevar personalmente a su hijo a bautizar porque nadie quería ser el padrino, ya que todos creían que la muerte también se llevaría al que tocara al hijo de aquella mujer.
Más tarde, cuando me fui a la ciudad, vi a la muerte en la calle, antes de que hubiera consumado su tarea.
Allí los hombres caían sobre el asfalto, gimoteaban, se estremecían y no eran de nadie. Y luego venía gente que les quitaba los anillos y los relojes de pulsera cuando sus manos aún no estaban del todo tiesas, y arrancaba a las mujeres las cadenillas de oro del cuello y los pendientes de las orejas. Sus lóbulos se partían y dejaban pronto de sangrar.
Una vez me quedé sola con un muerto desconocido. Y tras haberlo contemplado un buen rato, me metí llorando en el primer tranvía que pasó y que me llevó hasta un barrio donde nunca había estado. En la última parada, el revisor me hizo bajar al lado mismo de un árbol.
En el camino de vuelta, todas las calles estaban tapiadas por gruesas paredes.