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Yo miraba los bloques de viviendas como desde el fondo de un abismo y decía para mis adentros que, en mi barrio, la gente no yacía en plena calle, sino en esas camas con tapas ante las cuales la gente reza en silencio.

Y aún se les tiene un tiempo en casa, a los muertos. Sólo cuando el borde de sus orejas adquiere un tono verdoso al descomponerse, la gente deja de llorar y los saca del pueblo.

Y dicen que el recién muerto cuida el cementerio hasta que muere el siguiente.

Chillidos de lagartijas en un nido que parece un puñado de barbas de maíz maceradas. A cada ratón desnudo le rezuman los ojillos viscosos. Patitas finas como hilos mojados. Dedos curvos.

El polvo llueve del entarimado.

Te deja las manos pastosas y se te pega al cutis, dándote una sensación de sequedad.

Cestos de mimbre trenzado con dos asas que te lastiman la palma de la mano. Te salen callosidades y unas ampollas calientes, duras, en las que late el dolor.

Los ratones viejos son grises y acolchados, como si toda su vida sólo hubieran recibido caricias. Corretean en silencio, arrastrando largos cordones redondos tras de sí. Y su cabeza es tan minúscula que se diría que desde esa caja craneana deben de verlo todo puntiagudo, angosto y liso.

Mira el daño que hacen, dice mamá. Todas esas grazas de allí abajo fueron una vez maíz, y ellos se lo han comido íntegro.

Debajo de una mazorca asoma un hocico olisqueante, luego brillan dos ojitos. Mamá tiene ya una mazorca en la mano. De un golpe le hunde el cráneo. Un breve chillido y un hilito de sangre que mana por el hocico. Tan poca vida que hasta la sangre es pálida.

El gato se acerca y pone al ratón muerto boca arriba y boca abajo, hasta que deja de moverse.

Y cuando se aburre le arranca de un mordisco la cabeza, que cruje entre sus dientes. A veces se le ven los colmillos cuando masca. Luego se aleja relamiéndose. Y el vientre del ratón se queda allí, gris y blando como el sueño.

Ya no puede más, dice mamá. Es el cuarto que le he cazado hoy día. Él mismo es incapaz de cazarlos. Se le escurren por entre las patas y el muy gandul se queda dormido.

Los cestos se van llenando de maíz. El granero parece cada vez más grande. Cuando esté totalmente vacío, parecerá enorme.

Las mazorcas ruedan como por sí solas en mis manos y caen al cesto como por sí solas.

La palma de la mano duele sólo cuando está vacía. Al contacto con el maíz ya no siento el dolor; es tan grande e intenso que se mata a sí mismo. Sientes un hormigueo, y luego te desaparece la mano junto con la muñeca y los dedos.

Cojo las mazorcas por debajo. Abro una calle para que huyan los ratones. Y el miedo me ata un grueso nudo en la garganta, un grueso nudo de aliento.

Dos ratones trepan por la pared de madera. Mamá reparte dos golpes y los dos caen a tierra.

El gato arranca dos cabezas más. Sus dientes crujen.

Es octubre, y en octubre es la fiesta del pueblo.

El hijo de los vecinos disparó por mí en una barraca de tiro al blanco.

En unas planchas de lata habían dibujado una gallina, un gato, un tigre, un enano y una niña. El enano tenía barba y parecía un Papá Noel.

El hombre de la barraca tenía un solo brazo. Cogió el dinero que le entregué empinándome lo más que pude. Cargó un fusil utilizando la mano y la rodilla, y se lo alcanzó a mi cazador.

Mi cazador apuntó. A cuál quieres que dispare, me preguntó. Yo recorrí todas las planchas de lata con la mirada.

A la niña, le dije, dispárale a la niña.

Entornó los ojos con tanta firmeza que toda su cara adquirió la expresión severa de un verdadero cazador.

Disparó y volcó la plancha de lata, que aún trepidó un instante antes de inmovilizarse. La niña quedó cabeza abajo. Hizo un equilibrio de cabeza.

¡Muy bien!, dijo el hombre de la barraca. Elegid algo que os guste.

De un cordón colgaban gafas de sol, cadenillas, muñecas con vestidos de goma espuma tiesos y caricias con fotos de mujeres desnudas en la parte de afuera.

Sobre el tablero de la mesa había dominguillos y latones. Uno de los ratones me pareció particularmente burdo. Me lo llevé.

Era gris oscuro, tenía una cabeza cuadrada, un par de orejas recortadas, un rabo de cuero y, debajo de la barriga, un carrete con un largo hilo blanco. Al otro extremo del hilo habían fijado una anilla de metal pulido.

Me puse el ratón sobre la palma de la mano extendida y pasé la punta de un dedo por la anilla. Luego quité la mano.

El ratón se precipitó al suelo zumbando y describiendo un gran arco. Yo lo seguí con expresión tensa.

Chacoloteó un rato al andar.

Cuando se detuvo, rompí a reír a intervalos breves.

Luego volví a enrollar el hilo, puse otra vez al ratón sobre la palma de mi mano y pasé la punta del dedo por la anilla. Después quité la mano.

El ratón se precipitó al suelo zumbando y describiendo un gran arco; chacoloteó nuevamente al caminar y yo volví a reírme.

Me reí hasta el atardecer, cuando las bombillas empezaron a encenderse en el pueblo.

Comenzó la música. Las parejas siguieron al primer bailarín. Los niños iban brincando tras el cortejo por el camino vecinal. La nube de polvo impedía verlos. Yo oía el ruido que hacían. En las esquinas bailaban en corro, girando muchas veces en redondo y luego volvían a avanzar, brincando.

Con mi ratón en la mano me encaminé a casa por la acera. Aquella noche el ratón durmió junto a mi cama, en el alféizar de la ventana.

Era una noche gélida. Fosforescentes ojos gatunos atizaban el fuego en los heniles. La nieve caía sobre los perros vagabundos.

Oí al cerdo. Estaba gimiendo.

Su resistencia era tan débil que las cadenas resultaban superfluas.

Estaba tumbada en mi cama. Sentí el cuchillo en el gaznate.

Me dolía, la incisión era cada vez más profunda, la carne se me iba calentando, algo empezó a hervirme en la garganta.

La incisión se hizo mucho más grande que yo, más grande que la cama, ardía bajo la manta, palpitaba gimiendo por la habitación.

Las visceras arrancadas rodaron, humeantes, por la alfombra, oliendo a maíz semidigerido.

Por encima de la cama, un estómago repleto de maíz colgaba de un intestino que cada vez se adelgazaba más y palpitaba.

Ya iba a romperse el intestino, cuando encendí la luz.

Me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Me vestí. Las manos me temblaban al abotonarme. Mis mangas y mis perneras eran como un saco.

Toda mi ropa era como un saco. La habitación entera era como un saco. Yo misma era como un saco.

Salí al patio y vi el enorme cuerpo colgado del poste. A escasos centímetros de la nieve sangraba un hocico redondo como una concha. Un gran vientre blanco, como el de un pez preñado. Un enorme mamífero rumiante.

Manchas de sangre en la nieve. Blancanieves tenía la piel blanca como la nieve y las mejillas rojas como la sangre. Nieve salpicada de sangre, nieve y sangre sobre siete montañas.

Los niños escuchan el cuento y se palpan la mejilla lisa y aterciopelada.

El frío corroe las fachadas con su sal.

En algunos sitios se desprenden los letreros. Letras y números van cayendo al paso de las estaciones que se instalan en las vallas como picamaderos huesudos y picotean las labores de las mujeres, que de día están siempre solas y se enredan en los oscuros pliegues de sus faldas. Entran y salen silenciosas por entre las paredes de sus casas, y tras ellas las puertas se apoyan chirriando contra las habitaciones.

Al mediodía interrumpen su silencio llamando a las gallinas que, atraídas por los relucientes granos de maíz amarillo, evolucionan por el patio con el plumaje en desorden, esparciendo sus plumas y trayendo consigo el viento de las calles.

Los niños llegan de la escuela chillando. Los más grandes les meten nieve en la nuca a los más pequeños, les golpean la espalda con sus mochilas, les arrancan las gorras de la cabeza, los tiran al suelo fangoso y les hunden la cabeza en la nieve.