Y cuando la cabeza se les pone azul por el frío y el miedo, los pequeños rompen a llorar desesperados y vuelven corriendo a sus casas con la ropa hecha un asco.
Los hombres embozados que regresan de la taberna bajo sus gorros de piel apolillados pasan de largo sin pensar en nada y hablando solos. Tienen labios y párpados violáceos, y se parecen a los muñecos de nieve que surgen de la niebla en las esquinas de las calles y podrían arrasar el pueblo con sus enormes barrigas.
En primavera, cuando el sol lame, espumeante, sus cuerpos endurecidos, la hierba vuelve a asomar por debajo de sus barrigas, y en las bodegas se instalan tablas sobre las que los hombres avanzan como grandes aves palustres hacia los barriles de vino. Y cuando el vino gorgotea en sus gargantas, también el agua gorgotea bajo sus zapatos.
Es un agua amarillenta y dura, y al lavar suelta sémola en vez de espuma y deja la ropa blanca, áspera y gris.
Las mujeres flotan macilentas en sus largos jubones por las calles del pueblo.
Durante las vacías mañanas van a la tienda protegidas por el canesú fruncido de sus blusas y el huesudo soporte del pañuelo rematado en punta sobre sus cabellos, y compran levadura o una caja de fósforos.
Y la pasta que amasan se hincha como una criatura monstruosa y se arrastra por toda la casa, enloquecida y ebria de levadura.
Al desayunar, las mujeres mayores beben a sorbos la piel gruesa de la leche y mastican pan de dulce remojado y aún conservan las legañas de la noche en la comisura de los párpados. Y al mediodía mastican el almidón de los fideos blancos y redondos.
En las tardes de invierno se sientan junto a la ventana y se entretejen ellas mismas en sus medias de lana rasposa, que cada vez son más largas y acaban siendo tan largas como el invierno mismo, que tienen talones y dedos y son peludas como si pudieran andar por sí solas.
Y sus narices se alargan más y más sobre las agujas de tejer y brillan pringosas como carne hervida. Las gotas quedan suspendidas un instante en ellas y brillan antes de caer en los delantales y esfumarse.
En las paredes cuelgan sus fotos de matrimonio. Llevan pesadas guirnaldas sobre la blusa lisa y en el pelo. Sus afiladas manos se ven hermosas sobre el vientre, y sus jóvenes rostros parecen tristes. Y en las fotos contiguas aparecen con niños cogidos de la mano y tienen senos redondos bajo la blusa, y detrás de ellas se ve una carreta y encima de ésta, apilado, el heno.
Mientras tejen les crecen en la barbilla unos cuantos pelos lánguidos que se ponen cada vez más mortecinos y grises y a veces se extravían entre los hilos de la media.
El bigote les crece con la edad, por sus fosas nasales y sus verrugas asoman los pelos. Son velludas y no tienen senos. Y cuando terminan de envejecer, parecen hombres y se deciden a morir.
Fuera refulge la nieve. Junto a los caminos, los perros orinan manchas amarillas sobre la nieve y desvisten los últimos restos de maleza entumecida.
A la orilla del pueblo las casas son bajas y se achatan tanto que ya ni se distingue muy bien dónde terminan. El pueblo avanza hacia el valle por encima de las calabazas que yacen olvidadas en el campo, gruesas y verrugosas.
Cuando oscurece, los niños recorren el pueblo con sus calabazas ebrias y aterradoras, iluminadas por dentro.
A las calabazas se les quita la pulpa y se les abre luego un par de ojos, una nariz triangular y una boca.
En el interior se coloca una vela. La llama brilla por los agujeros de los ojos, la nariz y la boca.
Los niños agitan en la oscuridad esas cabezas cortadas, y corren llorando hacia sus casas.
Los adultos pasan de largo.
Las mujeres se arrebujan aún más en sus dengues y enredan los dedos entre la flocadura. Los hombres se llevan a la cara las gruesas mangas de sus abrigos.
El paisaje se diluye en el crepúsculo.
Las ventanas de nuestras casas brillan como las calabazas iluminadas.
El médico vive lejos. Tiene una bicicleta sin luces y se ata la linterna de bolsillo al botón del abrigo. Yo no logro distinguir al médico de la bicicleta. El médico llega demasiado tarde. Mi padre ha vomitado el hígado, que apesta a tierra podrida en el cubo.
Mi madre se agita frente a él con los ojos desencajados y le echa aire a la cara con su enorme trapo de cocina y llora.
En la cabeza ahuecada de mi padre, su vela ha dejado de embromarlo.
A la orilla del pueblo tiran la vajilla vieja. Ollas sin fondo, abolladas y destrozadas, cubos oxidados, cocinas económicas con tableros rotos y sin patas, tubos de estufa agujereados. Desde una jofaina deslindada emerge una planta de flores amarillo brillante.
El gusano mordisquea la pulpa amarga de las endrinas y deja un jugo incoloro sobre la piel azul mate de los frutos.
En el interior del arbusto se asfixian las hojas. Las ramas pugnan por salir de la zanja, se prolongan en largas puntas espinosas y se deforman en su búsqueda de luz.
En el valle hay un sólido puente de hierro que el tren atraviesa sin cambiar de llanura, rumbo a otra localidad exactamente igual a nuestro pueblo. Bajo el puente hay nieve en invierno y sombra en verano. Jamás se ve agua en el fondo. El río no se preocupa del puente; discurre a su lado. En los días calurosos del verano se reúnen allí las ovejas.
Las ortigas fustigan el pueblo con sus sombras movedizas. Rozan las manos con su fuego, dejando unas mordeduras rojizas y turgentes cuyas lenguas lamen la sangre y duelen en las redes venosas de la mano.
Los patos se sumergen en el tibio lodo del estanque. En la otra orilla salen de nuevo a la superficie blancos y secos, como si no hubieran estado en ningún sitio.
Son gordos y tienen las alas atrofiadas, y sus cerebros escasamente irrigados han olvidado hace tiempo que son aves.
Las mujeres utilizan las alas para barrer de la mesa la harina y las migajas de pan.
De sus picos caen gotas de fango al estanque y provocan un temblor expansivo en el agua.
En verano, las mujeres les arrancan el plumón blanco del vientre. Y ellos se pasan todo el verano desplumados, contoneándose sobre la hierba y arrastrando las alas y encogiéndolas como si fueran hombros, y rastrean los finos surcos de las lombrices, e intercambian graznidos y picotean los saltos dilatados de las ranas.
Y cuando llega el otoño, son sacrificados.
En el nacimiento del cuello, sobre una superficie del tamaño de un pulgar, les arrancan las plumas. La vena principal queda a la vista y se torna cada vez más gruesa y más visible por efecto del miedo. La abuela se para con sus pantuflas sobre las alas. Luego le estiran la cabeza hacia atrás, el cuchillo penetra en la vena más gruesa y la incisión se alarga y amplía siempre más. La sangre brota a borbotones y gotea, cayendo en una cubeta blanca. Sale caliente, y al contacto con el aire se vuelve negra y amenazadora.
De pie sobre las alas, inclinada y ausente, la abuela sigue el vuelo de una mosca, se pasa la mano libre por la espalda y se queja de dolor de cintura.
La sangre ha manado hasta la última gota.
La abuela quita los pies de las alas. El cuerpo vacío tiembla un instante en las membranas natatorias. La muerte está ahí; las plumas blancas pertenecen nuevamente a un ave que ahora alzará el vuelo.
El verano está ahí arriba.
El pato desaparece en un cubo de agua hirviendo. La abuela lo saca sujetándolo de las patas. Las plumas ahora están mojadas y parecen más ralas. La abuela sumergió un ave en el agua y saca una media de lana deshilachada con una cabeza que se niega a cerrar los ojos. Arranca las plumas de los poros de la piel amarillenta y las va tirando al agua, donde bajan hasta el fondo. Unas cuantas siguen nadando al borde del cubo, en círculo, como si buscaran algo.
La abuela le abre una tapita en el pecho. La levanta. Del interior sale humo y un olor a calor y ranas semidigeridas.
En el buche delgado y transparente se ha depositado el fango verdoso del estanque.
Mañana es domingo, y cuando den las doce, tendré en mi plato un corazón y un ala.