Feliz, domingo, buen provecho.
Detrás de los heniles, entre la leche de los botones de oro y el pelamen de los cardos, anidan las serpientes. A veces se agitan las hojas y los tallos. Y no hay nadie. Ni siquiera el viento.
Echas una mirada. El calambre aumenta y te hunde en la carne unos garfios que resbalan por los huesos de los pies y caen a tierra. Miras al suelo y en algún lugar ves tus zapatos alejarse solos y sangrando, y el miedo se enrosca entre el blanco y ondulante plumaje de los botones de oro que empiezan a marchitarse. Cada hoja y cada tallo se vuelve una serpiente. Entre el trébol palpitan las crías, que se hinchan y se ovillan a la altura del cuello y del vientre.
Por la noche, el sueño atraviesa el patio interior y llega hasta mi cama.
Y allí está el henil con su paja podrida por la lluvia, como un fangal. Largas serpientes negras reptan por encima y se revuelcan en ella. En el interior la paja está seca y es de un amarillo brillante como las flores de la hierba. Las serpientes son frías y viscosas.
El patio desaparece, los huertos desaparecen, la casa entera desaparece entre la paja. No se ve ni una ventana, ni una valla, ni un árbol, ni un tejado. Mamá sale a la calle con su escoba chata. Y cuando se dispone a barrer, una serpiente se le enrosca en el mango de la escoba. La tira y echa a correr llorando y pidiendo auxilio por la calle. Las ventanas no se abren, las persianas no se abren. No se ve un alma en todo el pueblo.
Me despierto. En la nuca y en la frente tengo el pelo húmedo y revuelto. Mi abuela dice que he gritado en sueños.
Las serpientes vuelven a esconderse bajo las hojas de los botones de oro.
Y un buen día la abuela trae otra vez las serpientes. Se descuelgan del canesú de su blusa, de sus cuerdas vocales, de una conversación que, como siempre, empieza con un «por entonces».
Le echa sal a la pasta, en la que sus brazos desaparecen hasta el codo. Yo voy añadiendo agua.
Abuela, qué manos tan duras tienes.
Por entonces había muchas serpientes en la aldea. Desde el bosque atravesaban el río hasta los campos, de los campos pasaban a los huertos, de los huertos a los patios y de los patios a las casas. Allí se ovillaban de día tras las escaleras, y de noche se bebían la leche fría de los cubos.
Las mujeres llevaban consigo a sus hijos pequeños cuando salían a trabajar al patio o al huerto, los metían en canastas de mimbre, entre mantas, y dejaban las canastas a la sombra de los árboles. Arrancaban manojos de hierba de los bancales con raíz y terrón incluidos. Tomaban aliento, volvían a escardar y sudaban.
Ella vivía a la orilla del pueblo. Aquel día estaba en el huerto y había dejado al niño en la canasta de mimbre, bajo el árbol. Junto a la canasta había una botella de leche. Estaba escardando la hierba del bancal de patatas. Olía a sudor. De pronto miró hacia el sol, puso a un lado el azadón y se dirigió al árbol.
La mirada se le vació, la ropa se le pegó a la piel. Se quedó paralizada. Levantó bruscamente al niño, sollozó y gritó, y mientras se tambaleaba sobre la hierba, la serpiente salió de la canasta arrastrándose lenta y perezosa por el suelo, y la mujer encaneció en cuestión de segundos.
En el huerto se quedaron el azadón y la canasta de mimbre bajo el árbol. La serpiente se había bebido la leche de la botella.
El pelo le quedó blanco a la mujer y la gente del pueblo tuvo por fin la prueba de que era una bruja.
Ya sólo hablaban de brujería y no se juntaban con ella. La esquivaban e insultaban porque se peinaba de otro modo, porque se ataba el pañuelo a la cabeza de otro modo, porque pintaba sus puertas y ventanas de modo distinto a como lo hacía la gente del pueblo, porque usaba otro tipo de ropa y tenía otros días de fiesta, porque nunca barría el empedrado de la calle y en los días de matanza bebía como un hombre y por la noche estaba borracha y en vez de lavar la vajilla y salar tocino, bailaba sola con su escoba.
Y al llegar la primavera su marido se puso pálido y transparente, y un día amaneció tieso y frío en la cama.
Tuvo que enterrarlo detrás del cementerio, entre los juncos, allí donde el agua gorgotea cuando caminas.
El juncal parecía más alto e impenetrable que nunca aquel verano.
Las ranas croaban y se enfriaban e inflaban más que de costumbre; las libélulas zumbaban con más fuerza al volar y permanecían suspendidas en el polen blanco de las dragonteas. Y allí se quedaban muertas, en el juncal, bellas y vacías.
Por las tardes subía humo del juncal. La bruja había vuelto a encender velas.
Aquel verano había en el pueblo un olor acre totalmente nuevo. La hierba mala había proliferado y ardía prodigándose en toda suerte de colores.
Las mujeres hablaban susurrando al encontrarse en la calle, y hundían aún más la cara en sus pañuelos huesudos y empezaban a parecerse entre sí.
De tanto susurrar la voz se les ponía ronca como la de los hombres, y se les endurecía la cara.
Los hombres iban al campo apiñados en carretas chirriantes, y no abrían la boca mientras trabajaban. Deslizaban sus guadañas por el pastizal y sudaban de tanto laborar y callar.
En la taberna no se reía ni se cantaba.
Las moscas zumbaban canciones frenéticas y obstinadas contra las paredes.
Solitarios y absortos detrás de las mesas, los hombres se echaban al coleto la ardiente bebida, dejaban caer sus cortas pestañas, apretaban bien los labios y movían los pómulos de un lado a otro.
De los huertos llegaba un olor húmedo y amargo.
La lechuga crecía áspera y rojiza y crujía como papel en los senderos. Y las patatas, verdes y amargas bajo su piel, tenían los ojos muy hundidos en la carne. Eran pequeñas y duras, y pasaban todo el invierno bajo tierra. La planta, sin embargo, era alta y frondosa, y prodigaba sus flores en verano.
El rábano picante crecía espumoso en los bancales, y sus raíces parecían más puntiagudas y leñosas que nunca.
Los escaramujos se quedaron verdes y agrios. Fue un verano demasiado húmedo para ellos.
En la esquina de una calle estaba la bruja.
Las mujeres rasgaban sus sábanas blancas y con las tiras hacían lazos que ataban en los huertos. Por encima de los lazos el cielo estaba negro de espantapájaros. Los había en todos los huertos.
Las mujeres rellenaban de paja los trajes de los hombres y los enfilaban en largas estacas. Luego les ponían sombreros, los sombreros se mecían al viento; no tenían cabeza ni rostro.
Extenuados, los pájaros se quedaban chillando en el aire. El hambre revoloteaba. Crecía en el bosque y evitaba el pueblo, que parecía una isla negra.
Y cuando llegó el invierno, los huertos se deshojaron, los bancales quedaron duros y vacíos, y los espantapájaros permanecieron en sus palos. Y cuando nevó crecieron, amonestadores, en el aire, convirtiéndose en grandes magos de hielo y porcelana que sobrepasaban las copas de los árboles.
De sus sombreros caía la nieve al pueblo, las nubes se agolpaban en torno a sus hombros, y las cornejas bajaban volando al valle desde sus gargantas.
Nevaba en el largo portal, situado sólo un peldaño por encima de la calle. En el patio se quebraba la hierba seca. Las gallinas se acurrucaban en las puertas, unas contra otras. Por toda la casa había ramas desperdigadas. En los cuartos se oían chasquidos como en el bosque. En el centro de la habitación había un tajo, y a su lado, un hacha.
En el pozo nada el ruido del hacha. La bruja está otra vez cortando leña en su habitación. De su chimenea sale un olor a manzanas quemadas.
Los Papas Noel recorren el pueblo de un extremo a otro.
Los niños tienen miedo de sus nueces y naranjas.
Feliz Navidad.
Por Año Nuevo llega una carta al pueblo. El cartero mira largo rato el matasellos. Es de una localidad desconocida dentro del país. En el pueblo nadie se llama Lena. La carta sólo puede ser para aquella colona, para esa joven bruja de cabello blanco.
Mi abuelo sabe a veces que no sabe lo que sabe. Y entonces se pasea solo por la casa y por el patio, hablando a solas. Una vez lo vi cortando remolachas en el establo y él no me vio. Hablaba solo en voz alta y agitaba los brazos sin soltar el hacha. Cortaba el aire a su alrededor, se levantaba y daba vueltas en torno al cesto de remolachas, y la cara se le descomponía más y más. Y por un instante adquirió un aspecto juvenil que no había tenido en mucho tiempo.