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Mi abuelo se alisa el espeso bigote. Le quedan algunos pelos en la mano. Los mira y luego los tira al suelo, sin olvidar pisarlos una y otra vez.

Hace varias noches que mi abuelo duerme en el establo, sobre una carretada de heno. La vaca tiene que parir. Se yergue con el trasero vuelto hacia él y deja caer en la paja una fina bosta de remolacha verdosa que salpica las paredes y se queda pegada al muro de cal como las moscas y despide vapor. En esa atmósfera caliente, la vaca se olvida de parir.

En el calendario de pared católico de la cocina el plazo fijado ha quedado atrás hace ya tiempo. Junto a un número encerrado en un círculo se lee: vaca cubierta. Y junto a otros números puede leerse: gallina clueca empieza a empollar, entregué tabaco, compré cerdos.

Contemplo el vientre duro y grueso de la vaca, y dudo que pueda sobrevivir con semejante barriga. Creo que en su interior sólo tiene una roca.

Esta vez tampoco me dejan ver parir a la vaca. Siempre veo al ternero recién parido en la paja, a su lado. Cruje al moverse y le tiemblan las patas. Le han dado un baño de salvado y la vaca le lame la envoltura viscosa de la piel.

Y una vez más me indigna el truco de bañar al ternero en salvado. Sé que eso también es un engaño.

También la gata me muestra su oreja herida, y ve la nieve salpicada de sangre. La mancha seguirá allí aunque llegue el verano, siempre estará allí porque yo la vi en aquel sitio.

Mi muñeca dormilona está con la cara apoyada sobre el cojín de la silla. La pongo boca arriba. Tiene la nariz chafada. Lleva ropa de invierno gruesa. Los ojos se le han roto. Miro al interior: un agujero profundo con dos bolas de plástico pegadas a un muelle. Así son los bellos ojos azules de mi muñeca.

Las flores de escarcha tejen sus laberintos sobre el cristal de las ventanas. Un grato escalofrío recorre mi piel. Mamá me corta tanto las uñas que las puntas de los dedos me hacen daño. Con las uñas recién cortadas siento que no podré caminar como es debido.

Continuamente camino sobre las manos. Siento además que con estas uñas cortas no podré hablar ni pensar como es debido. Y el día no es otra cosa que un esfuerzo gigantesco.

Las flores de escarcha devoran sus propios pétalos, te miran como ojos lechosos, ciegos.

Sobre la mesa humea la sopa de fideos. Mamá dice: venga, a comer, y si no me presento a la primera llamada ni me siento bien pegada a la mesa, su mano dura no tarda en surcar mi mejilla.

El abuelo se hace llamar varias veces. A menudo pienso que lo hace por mí. Me gusta cuando no escucha a mamá.

Se enjuaga el serrín de las manos y se instala en su puesto de siempre, a un extremo de la mesa.

Y nadie dice una palabra más. Tengo la garganta seca.

Y no puedo pedir agua, porque está prohibido hablar durante las comidas.

Cuando sea grande cocinaré flores de escarcha, hablaré durante las comidas y beberé agua con cada bocado.

Papá entró por la puerta con las botas tachonadas de esquirlas diáfanas y relucientes. Se quitó los guantes y se sentó en la silla.

Un charquito de agua fría y temblorosa quedó en el sitio donde acababa de estar, y al caminar fue dejando tras de sí una suela húmeda sobre el entarimado.

Luego se quitó las botas. Eran de una piel de vaca durísima y muy estrechas.

Papá sacó de las cañas sus peales, empapados por el agua de lluvia y el sudor, y arrugados por la caminata.

El pie de papá tenía una planta, y esa planta tenía un talón áspero y agrietado también en invierno. Y cuando por la noche papá se restregaba sus talones ásperos y agrietados con una teja, no se le ponían más lisos ni más suaves. Formaban parte de él tal como eran, duros y ásperos. Y creo que no había en el pueblo nadie que no tuviera esos mismos talones ásperos y agrietados. Quizá fuera el suelo sobre el que se alzaba el pueblo, y que todos llamaban campo, la causa de aquellos talones. Era un suelo pegajoso y levantisco. Mamá colgó los peales en el tubo de la cocina económica. Los había hecho con la tela a rayas de uno de los vestidos domingueros que me habían regalado por Pascua y me quedaba corto, y del que llegué a sentirme muy orgullosa.

Por entonces estaba el fotógrafo en el pueblo. Yo era rolliza y tenía hoyuelos en las muñecas. En la cabeza usaba un rodete que en los días de fiesta mamá me humedecía siempre con agua azucarada y me enroscaba luego con el mango de un cucharón. Y esa vez se me había torcido, como siempre en los días de fiesta, porque mamá rompió a llorar mientras me peinaba: papá había vuelto otra vez borracho del bar.

El día de fiesta se fue al agua como todos los días de fiesta en esa casa.

Y eso también se nota en el torcido rodete de pelo y agua azucarada, y en la sonrisa torva que tengo en esa foto.

Una vez peinada y vestida salí al patio interior y me encerré en el retrete, me bajé los pantalones, me senté en la taza hedionda y rompí a llorar con fuerza. Me fui a llorar allí para no ser sorprendida, y cuando oía pasos fuera, enmudecía en el acto y hacía ruido con el papel higiénico, pues sabía que en casa no se podía llorar sin motivo. A veces mamá me pegaba cuando me oía llorar y me decía: pues nada, ahora al menos tienes un motivo.

Pese a todo, me limpié el trasero con el papel higiénico y miré luego el agujero y vi la caca, en la que se agitaban unos gusanillos blancos. Vi unas bolitas de caca negras y supe que la abuela estaba otra vez estreñida, y vi la caca amarillo claro de mi padre vi la caca rojiza de mi madre. Me disponía a buscar también la del abuelo, cuando mamá gritó mi nombre en el patio: en cuanto llegué a su habitación, dejó resbalar la media que se estaba poniendo y me dio una bofetada, contesta cuando te llame.

Y cuando llegamos a casa de la abuela, que vive al otro extremo del pueblo, mamá se echó a llorar y dijo que papá llegaba borracho a casa cada día. Papá estaba sentado a la mesa y no tocó la copa de vino que la abuela le había puesto delante; de pronto se levantó, se puso la americana bajo el brazo y se marchó. Mamá apoyó las palmas de la mano contra la estufa de azulejos y estalló en sollozos. Yo estaba saboreando un trozo de tarta.

Mamá apoyó todo su cuerpo contra la estufa de azulejos y empezó a llorar a gritos. De pronto me vio sentada en el taburete, mirándola, y nos gritó inesperadamente a Heini y a mí: ¡Idos a jugar los dos al patio!

Heini y yo salimos al patio sin decir ni pío. Heini se mordisqueaba el índice.

Me puse a dar vueltas por el patio, y Heini desapareció entre las plantas de maíz del huerto. Me detuve junto al montón de arena que brillaba intensamente. La arena estaba seca, pero el brillo la hacía parecer húmeda.

Empecé a construir una casa.

¿Por qué todo lo que hacen las mamas se llamará trabajo, y todo lo que hacen los niños, juego? Mi casa se agrietaba bajo el sol. Y yo volvía a alisar las paredes. La casa de la abuela tenía paredes húmedas y mohosas. Mi abuela las blanqueaba a menudo, pero el moho volvía a abrirse paso a través de la pintura. Era un moho salado.

Las cabras lo lamían al volver del pastizal, las tardes de verano. Dentro, una fina estela de arena que las hormigas traían de la calle contorneaba las paredes.

También había hormigas en el suelo de la habitación. La abuela no tenía nada contra las hormigas.

Un día se metieron en la azucarera y al final había más hormigas que cristales de azúcar. Parecían semillas de amapola en ebullición.

Yo les tenía miedo, eran diminutas e innumerables y no hacían ruido al trabajar. La abuela seleccionó los cristales de azúcar uno a uno y dijo que las hormigas no eran sucias ni venenosas y que ese azúcar se podía utilizar.