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Yo no quise probarlo y vacié mi té en el cubo de agua potable cuando la abuela salió de la cocina.

De día era verano. Cuando oscurecía, la estación perdía todo sentido pues no se veía nada de ella. Era simplemente noche. Fuera retumbaba una tormenta. La lluvia tableteaba sobre el tejado. Y el agua se precipitaba por los canalones.

La abuela se cubrió la cabeza con un saco y empujó el gran barril de madera bajo el canalón. Quería recoger agua de lluvia.

Agua de lluvia -sin quererlo yo la asociaba al terciopelo-. Era suave y dejaba el cabello dócil y sedoso.

Había anochecido. Nunca supe cómo es que llegaba la noche, así, en silencio. Cada noche el verano se ahogaba despiadadamente en medio del pueblo. Todo se hundía de pronto en una oscuridad y un silencio absolutos.

Fuera seguía tronando y relampagueando. Las mantas me pesaban como una gruesa capa de nieve. Tenía la garganta llena de hierba húmeda.

La habitación se iluminaba de rato en rato. Crujían las grandes cajas vacías que la abuela guardaba allí hacía años. En el techo correteaban animales fantásticos de muchas patas esbozados por las manchas de luz y sombra. Los cables de los postes telegráficos se entrechocaban y lanzaban las calles de un lado a otro.

Fuera, en la noche, los árboles se azotaban. Yo los veía a través de las paredes. La casa de la abuela se había convertido en una casa de vidrio.

Eran árboles delgados, pero no se quebraban. Se aproximaban cada vez más a mi cama e irradiaban mucho frío.

Y yo quería bebérmelos al verlos tan fríos y tan incoloros, pero ellos me cortaban la cara y decían, no somos de agua, sino de vidrio. También la lluvia es de vidrio.

Luego se vació la habitación. El trueno tiraba de las persianas.

Oí borbotear en el orinal el pis de Heini y me di cuenta de que no estaba sola en esa habitación.

Llamé a Heini por su nombre y él me preguntó, sin dejar de orinar, ¿tienes miedo?

Un poco. Un relámpago alumbró la habitación.

Y vi a Heini con las rodillas dobladas, sosteniendo el orinal en una mano y en la otra su miembro, muy blanco a la breve luz del relámpago.

También a mí me entraron ganas de orinar. Me levanté, me senté en el orinal y hundí la barriga lo más que pude para no hacer mucho ruido. Pero el dichoso ruido fue en aumento y yo estaba sin fuerzas y no podía seguir orinando a gotas.

Era algo tibio que brotaba de mí, susurrante.

Heini me invitó a su cama. No me asustan los relámpagos, dijo. Me eché a su lado bajo la manta y miré la habitación. En la puerta del armario colgaba uno de esos animales hechos con manchas de luz.

Lo observé.

Podría quererte si no orinases tan raro por esa especie de caño. Es tan feo.

Tranquila, que mañana lo cortamos.

Espero que no tendré un hijo tuyo. Me da miedo. Los dos hemos meado en el mismo orinal y creo que eso no está bien.

Tranquila, que si es así nos casamos.

Pero si somos primos.

¡La abuela orina tanto! Tiene el vientre caído.

¿Y tú cómo lo sabes?

Se le ve a través de las faldas.

Hasta que el día empezó a filtrar los ruidos del verano por las paredes. El pueblo entero estaba en la calle.

Volví a casa entre los cuellos de los gansos que me seguían silbando. Me entró miedo y apreté el paso. Más de una vez eché a correr.

El perro me ladró como a una extraña. Mamá estaba trabajando. Papá estaba trabajando. El abuelo estaba trabajando.

La abuela estaba en casa.

La abuela era la madre de mi madre. El pueblo estaba lleno de abuelas.

Tuve que pelar patatas. Y el cuchillo se me resbaló entre los dedos.

La fécula me ardía en la herida. Había sangre en la patata pelada. Dejé caer el tubérculo al agua. Luego lo saqué y lo corté en trocitos. No sabía por dónde empezar a cortar. Muchas decisiones había que tomar antes de cortar una patatilla ¿Qué ancho y qué largo debía tener una rodaja de patata bien cortada? Probablemente no había ninguna que estuviera bien cortada. Nadie lo sabía.

La última rodaja me salió torcida y horrible. Me la metí en la boca, la mordí y la escupí luego sobre las mondas. Encima puse largas tiras de mondas para ocultarla.

La abuela espolvoreó harina sobre la pasta y la amasó a lo largo y ancho. Después empezó a cortarla en cuadraditos que mojaba con clara de huevo. Las faldas de la abuela temblaban. Su delantal estaba lleno de harina.

Mi otra abuela tiene senos grandes, mientras que ésta es totalmente lisa. Y la otra abuela tiene el vientre caído. Heini se lo ha visto. Es probable que todas las abuelas tengan el vientre caído. Pero a esta abuela no se le ve a través de las faldas.

¿Quién sabe? Quizás Heini se lo vería. Aunque él sólo tiene una abuela, y yo tengo dos. Para Heini es muy fácil. Lo sabe todo.

Llaman a la primera misa. Bandadas de gorriones vuelan del campanario a los altos chopos. Las ramas se entrechocan. Todo el tiempo se agitan y echan viento en ráfagas amplias y frescas sobre el pueblo, de suerte, al caminar, que los hombres tienen que sujetarse el sombrero con una mano. Las hojas que caen de los chopos son verdes y saludables como el verano. El alcalde dice que la caída de hojas en pleno verano se debe al repique de la gran campana, destemplada hace años por la herrumbre que la recubre. Y el cura la atribuye al hecho de que la campana pequeña cuelga a muy poca altura en el campanario. Por eso hay continuas desavenencias entre el cura y el alcalde del pueblo.

Las mujeres doblan por la esquina. Pasan junto al crucifijo y hacen tres veces la señal de la cruz con dos dedos, la primera en la frente, la segunda en la boca, y la tercera en el pecho.

Luego suben los cuatro peldaños y se arregazan la falda a la altura del talle para no pisar el ribete. El ribete es la parte más pesada, ancha y bonita de las faldas.

Hay una sólida puerta de madera y gruesas paredes ciegas que, en su parte más alta, tienen unas ventanitas de vidrio polícromo cuyos colores no existen en la iglesia ni en la calle. La misa no debe salir a la calle, y la calle no debe entrar en la iglesia. Los goznes rechinan y la sólida puerta de madera vuelve a cerrarse, mientras la música del órgano nada por el espacio y te zumba como una abeja en torno a la cabeza hasta que tu oído se acostumbra y la música ya no te martillea en las sienes y los ojos ya no te arden en la leche de las velas.

Las mujeres humedecen fugazmente la punta el pulgar en la pila de agua bendita y vuelven a persignarse en la frente, la boca y el pecho; luego se encaminan, trémulas y cautelosas como si no quisieran sentirse a sí mismas, hacia un banco en el que aún les queda un espacio vacío entre las faldas. Junto al banco hacen la genuflexión, apoyando la falda sobre el entarimado, luego se incorporan y se sientan en el puesto libre y vuelven a santiguarse y al hacer la señal sobre el pecho ya están en medio de una oración.

El órgano resuena arriba, en el coro.

El entonador tiene un par de ojos azules y legañosos que se le reducen y se le hunden cada vez más en la cabeza. Tiene el cabello muy blanco y unos manojos de hierba congelada sobre la boca y en torno a los ojos. Su dentadura postiza le rechina al hablar. Se le caería al suelo si antes de empezar a reírse no pusiera la mano debajo de la barbilla. Cuando se ríe mucho rato y con la boca demasiado abierta, la dentadura acaba irremediablemente en su mano.

Y él se la vuelve a poner con la mirada perdida, pero ya sin reírse. Jamás logra reírse hasta el final. Y a veces dice que envejecer es horrible.

Hace un año su dentadura era demasiado pequeña. Le apretaba la encía hasta hacérsela sangrar. Y con el paladar escoriado se fue a ver al dentista del pueblo. Éste abrió de golpe su ventana y arrojó la dentadura lejos, hasta el huerto de la iglesia. El entonador se internó en el campo de tréboles. Acababan de podarlo y la dentadura se veía desde lejos. Por un instante le pareció tan extraña como la dentadura de un perro. La recogió y con su pañuelo sacudió la tierra que se le había pegado. El dentista seguía de pie en el marco de su ventana con el brazo extendido, y el miedo le había fruncido la cara. Movía los dedos como haciendo señales. El entonador se puso la dentadura en la mano, grande y blanca, y no bien llegó al consultorio, el dentista empezó a limar la cara interior de los dientes, dejando caer una harina blanca al suelo, y lo atendió casi con cordialidad. Pero el entonador, mudo, clavó la limada en las tenazas y tijeras dispuestas sobre un paño blanco. Y cuando el dentista quiso ponerle la dentadura en la boca, él apretó los labios con fuerza y estiró la mano. Y con su dentadura en la mano se marchó sin despedirse.