Cada vez que la veía, Jake se maravillaba de que fuera finalmente suya.
– Oh, Dios mío -murmuró Caley-. Es la Fortaleza -miró a Jake con una amplia sonrisa-. Hacía años que no estaba aquí. Tiene el mismo aspecto de siempre -frunció el ceño-. Pero más pequeña.
– Se llamaba Havenwoods -dijo él-. Fue una de las primeras casas de verano que se construyeron en el lago, cuando North Lake no era más que un lugar de pescadores en medio del bosque. La construyó en 1865 un magnate de los ferrocarriles de Chicago, quien poseía el lago y todos los alrededores. Fue diseñada por William West Durant, el primero en construir al estilo rústico de los Adirondacks.
– Alguien está en casa -observó ella-. Las luces del porche están encendidas a plena luz del día.
Él sacudió la cabeza.
– La iluminación se activa por un censor en el camino de entrada. Si te acercas a la cabaña desde el lago, las luces no se encienden -apagó el motor del coche-. ¿Quieres entrar?
De niños, solían atravesar el lago en barca. La amarraban al muelle de madera podrida y se dedicaban a explorar hasta el último palmo del bosque. Se habían pasado muchos días de lluvia en la cabaña, entrando por una ventana que tenía el pestillo roto.
– No podemos entrar. Sería allanamiento de morada.
– Antes lo hacíamos. A nadie le importará -dijo Jake-. Y además sé dónde está la llave, así que no tendremos que forzar la entrada -se bajó del todoterreno y rodeó el vehículo para ayudar a salir a Caley-. Si Winslow nos pilla, sólo tendrás que dedicarle una sonrisa para evitar que nos arreste.
Caley tenía la mirada fija en la fachada de la cabaña.
– Me trajiste aquí cuando cumplí quince años, y me regalaste aquel collar de puntas de flecha. Lo llevé todo el año. A mis amigas del colegio les parecía espantoso, pero para mí era… bueno, algo especial.
– ¿Aún lo tienes?
– Claro que sí. Está guardado en mi armario, en Nueva York. La cinta de cuero se rompió, pero lo conservé de todas formas, junto a todo lo demás que me diste -sonrió-. Tendré que rebuscar en esa caja.
– ¿Qué más cosas guardas?
– Tonterías. Recuerdos de nuestra gran historia de amor. Hay un trozo de chicle que también me diste. Solía sacarlo de vez en cuando y tocarlo, porque sabía que había estado en tu bolsillo.
– Eso da un poco de miedo -comentó él en tono jocoso.
– Lo sé. Era una joven ingenua e impresionable. Todo significaba algo.
Subieron los escalones nevados y Caley se acercó a la ventana para escudriñar el interior.
– Parece igual que siempre.
Jake caminó hasta la segunda hilera de ventanas, se agachó y apartó una piedra bajo el alféizar. Debajo estaban las llaves.
– ¿Cómo sabías dónde estaban?
– Estuve aquí un verano, solo, y apareció el guarda. Vi de dónde sacaba las llaves, y desde entonces, pude entrar cada vez que quería -sonrió y agarró la mano de Caley para llevarla hacia la esquina-. Mira esto. Estos troncos fueron cortados a mano para que encajaran unos con otros. Durant siempre empleaba materiales del entorno.
Abrió la puerta principal, compuesta de tres troncos, y pasó al interior. Caley se quedó atrás.
– No pasará nada. Te lo prometo.
Una vieja lámpara de astas de ciervo colgaba sobre sus cabezas. El mobiliario estaba desgastado y polvoriento, pero Jake había conseguido limpiar casi toda la suciedad provocada por las goteras del tejado y las ventanas rotas.
– Cielos -dijo Caley-. Este lugar necesita mucho trabajo. De pequeña me parecía un palacio, pero ahora veo lo que es.
– Intenta mirar más allá de la superficie -le sugirió Jake-. ¿Puedes ver lo que podría volver a ser?
– Sí que puedo -respondió ella, acercándose a un banco hecho de ramas-. Pero haría falta alguien con mucho tiempo y dinero.
– De joven venía a memorizar los detalles de esta casa, y por eso decidí convertirme en arquitecto. Quería diseñar casas como ésta. Casas de verano donde la gente pudiera relajarse y disfrutar.
Sintió cómo ella lo tomaba de la mano y entrelazaba los dedos con los suyos. Fue un gesto muy simple, pero él supo que Caley lo entendía. No estaba seguro de que nadie más lo entendiera, pero Caley sí. Y quería volver a compartirlo todo con ella.
– Vamos. Te enseñaré el resto.
No la había besado ni acariciado íntimamente, pero de repente sentía que estaban mucho más unidos. Era él quien estaba allí ahora, no el chico que Caley había conocido. Y la mujer que estaba junto a él comprendía lo que significaba.
Estuvieron vagando por la casa, y Caley asimilaba los detalles en silencio, como si estuviera perdida en los recuerdos del pasado. Las motas de polvo se arremolinaban a su alrededor a la luz que se filtraba por las ventanas. Al pasar por un haz de luz, Jake la estrechó suavemente entre sus brazos y la besó, buscando el sabor que tanto anhelaba.
– Te deseo -murmuró contra sus labios.
Caley levantó la mirada y se fijó en su boca.
– Enséñame el resto de la casa.
Recorrieron lentamente los seis dormitorios, y Jake le indicó los detalles arquitectónicos que hacían de Havenwoods un lugar tan especial. Cuando volvieron al vestíbulo, Jake estaba desesperado por besarla. Aun así esperó, confiando en que la magia de aquel lugar surtiera efecto.
La casa estaba en un estado lamentable, pero formaba parte de la historia que Caley y él compartían. Merecía un destino mejor que ser abandonada a la lluvia y la nieve o que el fuego de cualquier excursionista descuidado la redujera a cenizas.
Jake había hipotecado su futuro para comprarla, gastándose todos sus ahorros y vendiendo su deportivo para comprarse un todoterreno de segunda mano. Incluso había vendido su casa en Wicker Park para mudarse a un diminuto apartamento en un barrio de mala muerte y así poder pagar la hipoteca y los impuestos.
Apenas le quedaba dinero para las reformas, pero sentía que merecía la pena correr el riesgo. Aunque aún no le había dicho a nadie que la había comprado. Su padre se pondría hecho una furia, y su madre nunca lo entendería. Pero en Caley tenía a una fiel aliada.
– Sólo hay dos cosas que he querido de verdad en mi vida. Y ésta era una de ellas.
– ¿Cuál era la otra? -preguntó Caley.
– A ti -respondió él con una picara sonrisa.
Jake cerró la puerta principal y devolvió la llave a su sitio, bajo la ventana. Caley lo observaba atentamente, evocando los recuerdos de su infancia. No podría contar los días que habían pasado en la Fortaleza. Había sido un lugar mágico. Un lugar para ellos solos.
Eran recuerdos muy dulces. Incluso cuando las cosas se habían puesto difíciles entre ellos, siempre había podido contar con Jake. De jóvenes habían tenido agrias discusiones, pero siempre era él quien volvía con una disculpa, con un regalo que hubiera encontrado en el bosque, con un plan para una nueva aventura o simplemente con un chiste que la hacía reír. No era difícil entender por qué había estado enamorada de Jake todos esos años. Cuando estaba con él, se sentía como la persona más especial del mundo. Y ahora volvía a sentirse igual. Entre ellos existía una sinceridad y un respeto que nunca había conocido con ningún otro hombre.
Cuando él volvió a su lado, ella le rodeó la cintura con los brazos y se puso de puntillas para darle un beso en los labios.
– Gracias.
– ¿Por qué?
– Por traerme otra vez aquí.
Jake la abrazó por la cintura y la apretó contra él. El beso fue tranquilo y suave, con su lengua acariciándola lenta y seductoramente.
Fue como si finalmente los dos comprendieran que estar juntos era inevitable. Ya no había nada que pudiera detenerlos. Caley había estado pensando durante todo el día en lo que un solo beso podía hacerle. Si un beso bastaba para derribar sus defensas por completo, ¿qué pasaría con una noche entera en la cama?