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Era Craig. Como siempre. Wendy se dio la vuelta y vio al niño en la terraza. Llevaba un camión de bomberos de juguete en las manos y su expresión parecía proclamar que había llegado el fin del mundo. ¡Justo en ese momento! Aunque no era de extrañar. La media de calamidades de Craig era más o menos de un desastre por hora.

– Wendy, Sam ha roto el gancho de mi camión -chilló, como si quisiera anunciar aquella catástrofe a todo Hay Beach-. Ha roto el gancho de la grúa. ¡Wendy, lo ha roto…!

– No te preocupes, Craig. Tenemos pegamento -le dijo Wendy, como si aquello fuera de lo más normal. Y lo era-. Déjalo encima de la mesa de la cocina y yo te lo pegaré. Pero primero… -lanzó una mirada al coche de Luke-, mira lo que tenemos aquí -le dijo al niño-. llama a Sam y a Cherie para que vean lo bonito que es el coche de este señor.

Se rio para sus adentros al ver que Luke se ponía pálido. Le dio igual. Aquel coche les proporcionaría un poco de diversión a sus niños.

Y así fue. El niño dejó de lloriquear inmediatamente.

– ¡Guau! -asombrado, el pequeño Craig, de cinco años, observó el automóvil como si acabara de aterrizar procedente de Marte-. ¿Es de verdad?

– ¡No lo toques! -gritó Luke, y Wendy volvió a reírse para sus adentros. ¿Qué daño podían hacerle unos cuantos dedos pegajosos?

– Venga adentro, señor Grey -le dijo-. Todavía tiene que darme una explicación.

– ¿Puede sostenerla usted? -preguntó él, con voz suplicante. Le tendió a la niña-. Está… mojada.

– Los niños suelen estarlo -dijo Wendy plácidamente, ignorando su ruego. Subió las escaleras de la terraza con Gabbie de la mano, dejando que él la siguiera-. Bien, le cambiaremos el pañal y luego podrá contarme sus problemas. Pero, no, señor Grey, no sostendré a su niña. La llevará usted en brazos hasta que me haya explicado qué sucede.

– No es mi hija.

– Eso ya lo dijo antes.

Sentado en la cocina de Wendy, Luke todavía sostenía en brazos al bebé. Wendy le había cambiado el pañal y la había envuelto en un manta seca, pero luego se la había devuelto otra vez. Estaba haciendo café mientras él, incómodamente sentado con la niña en el regazo, procuraba no pensar en lo que veía a través de la ventana.

Había tres niños dentro de su coche. Decidió que no podían causarle ningún daño, pero, de todas formas, elevó una pequeña plegaria. Por favor, que la soberbia tapicería de cuero siguiera limpia…

– Entonces, ¿de quién es la niña? -Wendy siguió su mirada a través de la ventana y luego volvió su atención a la cocina. Tomó una taza de café y se sirvió. Gabbie se sentó en su regazo y se apoyó contra ella. Wendy la abrazó instintivamente. Sobre el regazo de Luke, el bebé balbucía, se reía y tendía las manos hacia la taza.

– ¿Le importaría decirles a esos niños que salgan de mi coche? -preguntó él, inquieto.

– Tenga cuidado con su café -le dijo ella-. La niña podría quemarse. Puede poner el coche en la acera, si quiere -continuó, sin dejarse intimidar-. Mientras esté en mi patio delantero, no puedo evitar que los niños se suban a él.

– Entonces, ¿puede sujetar a la niña mientras lo muevo? -le rogó él. Ella meneó la cabeza.

– No, señor Grey.

No sujetaría a la niña mientras él iba a mover el coche. Su instinto le decía que, si lo hacía, no volvería a verlo. Él comprendió lo que estaba pensando y la miró por encima de la mesa, indignado.

– Mire, podía haberla abandonado aquí y haber salido corriendo -exclamó.

– Y no lo ha hecho -admitió ella, sin dejarse impresionar lo más mínimo. Aquel hombre podía tener una sonrisa perturbadora, pero con ella no iba a funcionarle. Parecía mucho más preocupado por su coche que por el bebé-. Eso ha sido muy noble de su parte.

Su tono de censura era evidente. El arrugó el ceño, enfadado.

– Usted piensa que soy una rata.

– Mi trabajo no consiste en pensar esas cosas -le dijo ella-. Me pagan por preocuparme de los niños, no por juzgar a la gente que no se preocupa de ellos.

– ¡Eh! ¡Se ha hecho pis encima de mí!

– ¿De veras? -los ojos grises de Wendy se abrieron con cortés incredulidad; miró a la niña y luego a él otra vez-. ¿Sabe? -dijo suavemente-, se parece mucho a usted.

– Supongo que sí -dijo Luke amargamente-. Sin embargo, no es mi hija. Se lo juro.

– ¿Pero son parientes?

– Creo que sí -dijo Luke lentamente, y por primera vez dejó de prestar atención a su preciado coche-. Lo he estado pensando -lanzó una mirada dubitativa a la niña que sostenía en brazos, como si todavía tratara de averiguar cómo había llegado hasta allí. La pequeña había agarrado una cucharilla de café y la golpeaba contra la mesa, divirtiéndose inmensamente-. Es mi… mi medio hermana.

– Su medio hermana -Wendy se recostó en la silla y bebió un par de sorbos de café, abrazando a Gabbie. Tenía que darle tiempo para que se explicara. Entretanto, Gabbie seguía temblando. Llevaba todo el día así, debido a la mudanza inminente. Necesitaba que la abrazaran, y Wendy lo hacía encantada. En cuanto a los demás niños, estos tenían un nuevo juguete con el que entretenerse: ¡un juguete de un par de cientos de miles de dólares! Y, a pesar del hecho de que tenía que tomar un tren, ella no tenía prisa.

Por el bien de la niña, esperaría.

– Hasta hoy no he sabido que existía -dijo Luke sombríamente-. Diablos. Está usted ahí sentada, juzgándome por abandonarla, y hasta esta misma mañana yo ni siquiera sabía que tenía una medio hermana -le sostuvo la mirada, intentando que lo creyera.

Y, de pronto, inopinadamente, Wendy lo creyó. Pero la mirada de Luke pedía también su comprensión. Ella no lo comprendía, pero dejó temporalmente en suspenso su juicio y desestimó su impresión inicial de que era un crápula con una hija ilegítima. Por el momento.

– Hábleme de ello -dijo suavemente, y miró por la ventana: Sam estaba sentado detrás del volante, Craig en el asiento del pasajero, y Cherie fingía ser una gran dama en el asiento de atrás. Estaban descalzos, pensó Wendy, y no llevaban cinturones con hebillas. No arañarían su preciosa tapicería.

Pero, en ese momento, Luke no prestaba atención al coche. Solo tenía ojos para Wendy. Quería que lo comprendiera.

– Es de mi padre -dijo lentamente-. Es la hija de mi padre.

La mente de Wendy asumió rápidamente aquella palabras. Estaba acostumbrada a los problemas familiares. Había sido adiestrada para tratar con ellos.

– ¿Quiere decir que su padre es también el padre de la niña?

– Supongo que sí -Luke miró con incertidumbre al bebé-. Se parece a mí, ¿verdad?

– Desde luego -la voz de Wendy se suavizó-. Es su vivo retrato, señor Grey. Excepto porque son de sexos opuestos, parecen gemelos idénticos. Con treinta años de diferencia, por supuesto.

El se quedó mirando a la niña y luego se encogió de hombros.

– Quizá sea mejor que empiece desde el principio y le explique todo este maldito embrollo.

– Tengo tiempo de sobra.

El asintió. Aquella mujer parecía la persona más sosegada del mundo, pensó de repente. Él estaba al borde del pánico desde que había abierto la puerta de su casa esa mañana, a las seis. Alguien había llamado, pero, cuando había abierto, solo había encontrado un bulto. El bebé.

– Mi padre no era un hombre muy responsable -dijo, despacio. Respiró hondo y esperó la reacción de la mujer. No hubo ninguna. Su cara permaneció inexpresiva. Luke tuvo la sensación de que no se dejaba impresionar fácilmente-. Bueno, quizá eso no sea del todo exacto. Yo… quiero me entienda. Mi padre tenía mucho carisma. Conseguía todo lo que quería. Solo tenía que sonreír…

Wendy asintió. Se lo imaginaba. Solo tenía que mirar la sonrisa de Luke para imaginárselo.

– Se casó con mi madre -continuó él; su sonrisa desapareció por completo y su tono se hizo más amargo-. Supongo que eso ya fue algo. Su matrimonio duró solo un año, pero al menos yo fui un hijo legítimo. Él siempre decía que quería tener hijos, pero en realidad no le interesaba la paternidad. Le cortaba las alas. Cuando nos abandonó, mi madre volvió a la granja de sus padres, a las afueras de Bay Beach, y allí fue donde yo crecí. Hasta cierto punto.