– No tengo ni idea -admitió Gracie,
Llevaba sólo dos días en la casa y aún no había conseguido situarse. Alexis y Vivian habían crecido en aquella casa, pero Gracie se había marchado el verano en el que cumplió catorce años y no había regresado desde entonces.
Alexis se sirvió una taza de café y se sentó al lado de Gracie.
– Tenemos que hablar -dijo Alexis en voz baja-, pero no se lo puedes decir a Vivian ni a mamá. No quiero preocuparlas cuando tienen que ocuparse de todos los preparativos de la boda.
– Tú dirás.
– Se trata de Zeke -susurró Alexis, apretando los labios-. Maldita sea, me juré que no lloraría.
Gracie se tensó. Zeke y Alexis llevaban cinco años casados felizmente, según creía todo el mundo. Alexis contuvo el aliento y lo dejó escapar.
– Creo que tiene una aventura.
– ¿Cómo dices? Eso no es posible. Está loco por ti.
– Eso también creía yo, pero… Se marcha todas las noches y no aparece hasta las tres o las cuatro de la mañana. Cuando le pido que me cuente lo que está pasando, me dice que está trabajando hasta muy tarde en la campaña, pero yo no lo creo.
– ¿De qué campaña estás hablando? Yo creía que Zeke se dedicaba a vender seguros.
– Sí, pero se está ocupando de la campaña de Riley Whitefield para la alcaldía. Creía que lo sabías.
– ¿Desde cuándo? -preguntó Gracie.
– Desde hace unas meses. Contrató a Zeke porque…
Se oyeron unos pasos en la escalera. Segundos después, Vivian entró en la cocina.
– Eh, Alexis -dijo, mientras terminaba de hacerse una trenza-. ¿Quieres ir a la tienda en mi lugar?
– No.
– No se pierde nada por preguntar -comentó Vivian con una sonrisa-. Me voy a trabajar como una esclava para pagar mi vestido de bodas. No os divirtáis demasiado, en mi ausencia.
Se marchó por la puerta trasera. Un minuto más tarde, se escuchó el motor de un coche. Alexis se levantó y se acercó a la ventana.
– Ya se ha marchado. ¿Dónde estábamos?
– Me estabas diciendo que tu marido ahora trabaja para Riley Whitefield. ¿Cómo ha sido eso?
– Después de la universidad, Zeke se pasó dos años trabajando para un senador de Arizona. Yo estaba en Arizona y él… Dios, de eso hace toda una vida -susurró Alexis, con una sonrisa-. No me puedo creer que él sea capaz de esto. Lo amo mucho y creía que él… ¿Qué voy a hacer?
Gracie tenía la extraña sensación de estar atrapada en medio de una casa de espejos. Nada era lo que parecía y aún no había sido capaz de encontrar la salida.
Alexis y Vivian eran sus hermanas. Su familia. Se parecían tanto que nadie pasaría por alto el vínculo que había entre ellas. Cabello largo y rubio, grandes ojos azules y la misma constitución. Sin embargo, Gracie llevaba media vida ejerciendo sus deberes de hermana desde la distancia. No sabía cómo intercambiar confidencias ni dar consejos sin un poco de calentamiento.
– No puedes estar completamente segura de que Zeke esté haciendo algo. Tal vez sea por la campaña…
– No lo sé, pero tengo la intención de descubrirlo.
– Sé que voy a odiarme a mí misma por preguntar -dijo Gracie con una extraña sensación en el estómago-, pero, ¿cómo?
– Espiándolo. Se supone que esta noche tiene una reunión con Riley y yo voy a estar presente.
– No me parece que sea una buena idea. Confía en mí. Hablo por experiencia. Por experiencia con Riley.
– Voy a hacerlo -insistió Alexis con los ojos llenos de lágrimas-, y necesito tu ayuda.
– No, no, Alexis. No puedo hacerlo. Ni tú tampoco. Esto es una locura.
Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de su hermana. El dolor le oscurecía los ojos. Alexis era en aquellos momentos la personificación de la agonía y Gracie no sabía cómo enfrentarse a aquella sensación.
– Eso sólo puede conducir al desastre -insistió-. No pienso formar parte de algo así.
– Yo… lo comprendo -musitó Alexis con voz temblorosa.
– Bien, porque no pienso acompañarte.
Aquella noche, Gracie se encontró siguiendo a su hermana a lo largo de un seto que había al este de una enorme casa. No se trataba de una casa cualquiera. Era la mansión de la familia Whitefield, hogar de muchas generaciones de acaudalados Whitefield y, en aquellos momentos el hogar de Riley.
– Esto es una locura -susurró Gracie mientras Alexis y ella se agachaban a poca distancia de una ventana-. Dejé de espiar a Riley cuando tenía catorce años. No me puedo creer que lo esté haciendo otra vez.
– No estás espiando a Riley, sino a Zeke. Hay una gran diferencia.
– Dudo que Riley lo vea así si nos descubren.
– No nos descubrirán. ¿Te has traído la cámara?
Gracie sacó su Polaroid y se la mostró a su hermana.
– Prepárala -dijo Alexis-. La ventana de la biblioteca está a la vuelta de la esquina. Desde allí, deberías poder tomar una buena foto.
– ¿Y por qué no eres tú la que toma la fotografía?
– Porque yo voy a quedarme aquí para ver si sale alguna mujer corriendo por la puerta trasera.
– ¿No te parece que si Zeke estuviera teniendo una aventura se marcharía a un motel? -preguntó Gracie.
– No puede. Yo pago las facturas. Además, cuando estábamos saliendo, él le dejó a un amigo utilizar su apartamento para una cita. Estoy segura de que Riley está haciendo lo mismo por Zeke. ¿Quién celebra reuniones de campaña hasta las dos de la mañana?
En un cierto y alocado modo, parecía lógico. Gracie se dirigió hacia el lugar que Alexis le había indicado.
– Ni siquiera sabemos si están en la biblioteca -musitó.
– Zeke me ha dicho que siempre se reúnen allí Si de verdad están celebrando una reunión para la campaña, es allí donde se debería realizar.
– ¿No te vale con que mire por la ventana y te diga lo que veo?
– Quiero pruebas.
Lo que Gracie quería era estar lejos, muy lejos de allí, pero reconoció la testaruda expresión que Alexis tenía en el rostro. Aunque hubiera estado dispuesta a darle la espalda a su hermana, no podía hacerlo. Era mucho mejor limitarse a tomar las fotografías que seguir allí discutiendo con ella.
– Prepárate -le dijo Gracie, mientras seguía avanzando.
Los arbustos que había alrededor del edificio eran mucho más espesos de lo que parecían en un principio. Le arañaban los antebrazos desnudos y le tiraban de los pantalones. Lo peor era que la ventana de la biblioteca estaba mucho más alta de lo que era ella, lo que significaba que tendría que sujetar la cámara por encima de la cabeza y tomar la fotografía sin estar segura de lo que estaba pasando en su interior ni de quién había dentro. Sería una mala suerte que ella tomara la fotografía justo cuando alguien se asomaba a la ventana.
– Allá vamos -musitó mientras se ponía de puntillas y apretaba el botón rojo.
Una luz blanca y brillante iluminó la noche. Inmediatamente, Gracie se dejó caer de rodillas y lanzó una maldición. ¡El flash! ¿Cómo se le había podido olvidar el flash?
– Porque utilizo la cámara para tomar fotos de pasteles de boda y no para espiar a la gente-, musitó mientras se ponía de pie y echaba a correr hacia el coche.
No se veía a Alexis por ninguna parte. Gracie tampoco sabía si le había sacado una foto a algo en concreto. No importaba. Sólo quería salir de allí antes de que…
– ¡Alto!
Como la orden se vio acompañada de algo duro y muy parecido a una pistola que se le colocó entre los omóplatos Gracie obedeció inmediatamente.
– ¿Qué diablos está haciendo? Si estaba tratando de robar, es usted una ladrona muy mala. ¿A quién se le ocurre anunciar su presencia con un fogonazo?
– Siento haberlo sobresaltado -dijo Gracie con un hilo de voz-. Puedo explicarme.
Se dio la vuelta muy lentamente. Entonces, vio al hombre que la estaba apuntando lo mismo que él la vio a ella. Los dos se sobresaltaron. Gracie deseó que se la tragara la tierra, pero el hombre pareció haber visto a un fantasma.