A Franklin Yardley le gustaban los relojes. Tenía una impresionante colección que guardaba en un cajón de su cómoda Todas las mañanas, después de elegir traje y corbata, elegía cuidadosamente el reloj que iba a llevar aquel día. Los Omega eran sus favoritos, pero tenía tres Rolex porque todo el mundo esperaba que un hombre de su posición tuviera uno.
– Es una cuestión de percepción -se recordó, mientras se miraba el Omega que llevaba parcialmente oculto por el puño de la camisa.
No obstante, aquel día no estaba interesado en encontrar un reloj para él. Giró la página del catálogo de joyería y se detuvo cuando vio el muestrario de relojes de señora. No. Iba adquirir un reloj para alguien muy especial.
Un Movad sencillo pero muy elegante le llamó la atención.
– Perfecto.
Resultaba lo suficientemente atractivo como para impresionar a la dama en cuestión, pero no tan llamativo como para atraer la atención sobre sí mismo.
Anotó el modelo y luego miró el calendario. Necesitaría un día más o menos para conseguir los mil doscientos dólares que costaba el reloj. No podía comprarlo con su tarjeta de crédito. Sandra, su mujer, no había trabajado un día en toda su vida, pero controlaba hasta el último centavo de su dinero. De algún modo, Yardley había dado por sentado que la hija de un millonario no se preocuparía de cosas como presupuestos y gastos, pero Sandra sí. Creía que, dado que la riqueza del matrimonio provenía de su parte, era ella la que tenía la última palabra sobre cómo se gastaba.
A pesar de todo, después de veintiocho años de matrimonio, Frank había hecho las paces con el puño cerrado de su esposa y había encontrado el modo de conseguir lo que quería sin que ella se enterara.
Ella a menudo realizaba comentarios sobre los hermosos objetos de Franklin, objetos que ella no le había comprado, pero él jamás le explicaba nada, ni siquiera cuando ella le decía a la cara que no confiaba en él. No le importaba lo que ella pensara. Su esposa jamás se marcharía de su lado y quedaba muy bien en las fiestas. Era más que suficiente.
Franklin metió el catálogo en el maletín y a continuación abrió la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Bajo el sello de la ciudad y de otros documentos importantes, estaba el libro de cheques de una cuenta especial para los fondos discrecionales del alcalde. A Frank le gustaba considerar aquella cuenta como su dinero de bolsillo. Colocó el libro de cheques junto al catálogo y apretó el botón para llamar a su ayudante.
La puerta del despacho se abrió y entró Holly. Alta, rubia, criada en San Diego y con tan sólo veinticuatro años, tenía el aspecto de pertenecer a una familia de surfistas. Sin embargo, detrás de aquellos enormes ojos azules y de los marcados pómulos había un cerebro muy agudo.
– Ya tengo las cifras que me pidió -dijo mientras ponía una carpeta sobre el escritorio.
Ella era lo que más le interesaba. Se imaginó lo contenta que se pondría cuando le diera el reloj a finales de semana.
– No indican nada bueno -añadió-. Riley Whitefield está ganando terreno en las encuestas. La gente está empezando a escucharle. Dicen que deberíamos discutir más de los temas. Creo que usted debería dar más discursos.
Franklin adoraba todo sobre ella. El modo en el que hablaba, en el que se preocupaba…
– ¿Qué temas te parecen más relevantes? -le preguntó él.
– ¿De verdad usted saber mi opinión? -replicó ella, encantada.
– Por supuesto. Tú eres mi vínculo con los buenos ciudadanos de Los Lobos. Ellos te contarán a ti cosas que jamás me contarían a mí.
– No se me había ocurrido pensar eso. Supongo que ser el alcalde le separa a uno de la gente.
– ¿Por qué no cierras la puerta y hablamos de algunos temas? -sugirió él.
La muchacha hizo lo que él le había pedido y entonces se sentó enfrente de él.
– Los impuestos son siempre un tema de importancia -dijo ella.
– ¿Qué es lo que está prometiendo Whitefield?
– De los barrios, de proporcionar más dinero para los colegios, de modos de atraer a los turistas a la ciudad en invierno…
– No estoy seguro de querer más turistas por aquí -dijo Frank.
– Resultan muy molestos -admitió Holly- pero se dejan mucho dinero en la ciudad.
– Parece que ya nos han hecho el trabajo -dijo Frank, como si estuviera considerando algo, aunque, hacía ya mucho que había tomado su decisión-. Supongo que no…
Holly se inclinó hacia adelante con expresión ansiosa. Sus firmes y jóvenes senos se le meneaban suavemente por debajo de la blusa.
– Estaba pensando si te gustaría redactar un par de discursos para mí.
Ella se puso inmediatamente de pie y lo miró fijamente.
– ¿Habla en serio? ¿Me dejaría hacerlo?
– Creo que estás haciendo un trabajo magnífico. Eres inteligente, tienes talento y eres ambiciosa. ¿Te interesa?
– Por supuesto. Podría tener dos borradores para finales de semana. ¿Le parece bien?
– Claro que sí. Gracias, Holly -dijo él, levantándose también-. Esto significa mucho para mí.
– Me siento muy excitada por la oportunidad que me da.
– Soy yo el que está excitado. Me estoy aprovechando de ti. Eres la clase de mujer que consigue que un hombre llegue muy lejos.
Ella sonrió mientras se acercaba a Frank. Cuando estaba a pocos centímetros, se agarró la cinturilla de la falda,
– Usted es la clase de hombre que hace que una mujer esté dispuesta a hacer casi cualquier cosa.
La falda cayó al suelo. Incapaz de apartar la mirada, Frank dio las gracias en silencio.
Holly no llevaba bragas.
Gracie colocó el pastel en la estantería para que se enfriara. Realizar su trabajo estaba resultando un desafío, dado lo temperamental que era el horno con el que tenía que trabajar. Aquélla era una de las alegrías que daba vivir de alquiler
– Me gusta mucho cuando un plan sale bien -dijo, contemplando con una sonrisa en los labios las múltiples capas que iban a componer un elegante, pero sencillo pastel de bodas.
El artículo que había aparecido sobre ella en la revista People y en el número dedicado a las bodas de In Style habían convertido su pequeño negocio en la promesa de algo mucho más importante. Por alguna razón que aún no entendía ni ella misma, los famosos la consideraban algo obligatorio en sus bodas y, algunas veces, en sus fiestas.
– No seré yo quien se queje -comentó encantada, mientras abría la puerta del frigorífico en el que había colocado todas las flores de lis que había fecho para decorar el pastel. Trescientas cincuenta.
El diseño de la tarta, una elegante creación en tonos blancos y dorados, era una replica de un pastel que aparecía en una pintura renacentista. La futura novia, una actriz muy famosa, adoraba todo lo antiguo y a Gracie le encantaba tener el desafío de poder hacer algo diferente a flores, palomas y corazones.
Se disponía a realizar más adornos para el pastel cuando empezó a sonar su teléfono móvil. Durante un segundo, el corazón le dio un vuelco, como si aquella llamada anticipara un maravilloso acontecimiento. El problema era que no había nadie cuya llamada pudiera resultarle tan emocionante.
Oh, sí. Riley.
Al mirar la pantalla del móvil, comprobó que la persona que estaba llamando era su madre, o al menos alguien desde la ferretería.
Poco a poco, los latidos del corazón fueron tranquilizándosele y apretó el botón.
– Hola, soy Gracie -dijo.
– Hola, soy tu madre. Te llamo para confirmar la reunión sobre la boda. Estarás presente, ¿verdad? Hay tanto trabajo que hacer para prepararlo todo para Vivian… Espero que tengas unas ideas geniales con toda la experiencia que tienes tú en bodas.
Gracie aún sentía los efectos secundarios de lo ocurrido la noche anterior, cuando Alexis le había dedicado una reprimenda y se había marchado sintiéndose más extraña que nunca.