– ¿Sigue la boda adelante? -preguntó-. Vivian parecía bastante disgustada.
– Oh, esto ocurre más o menos una vez a la semana -suspiró su madre-. Vivían es muy impulsiva. Estoy segura de que el matrimonio le ayudará a sentar la cabeza.
En opinión de Gracie, uno debería tener la cabeza sentada antes de casarse, pero parecía ser la única que pensaba así.
– Claro, allí estaré. ¿Tengo que llevar algo?
– Sólo tu paciencia. Vas a necesitarla.
Cuando la conversación terminó, Gracie apretó el botón y volvió a dejar el teléfono sobre la encimera. Le había preocupado tener que regresar a casa por una serie de razones que no había sido capaz de articular. En aquéllos momentos, podía hacer una lista muy fácilmente, explicarlos e incluso ordenarlos por categorías.
En primer lugar, estaba Riley. No se trataba sólo del hecho de que nadie pareciera haber olvidado lo ocurrido entre ellos, sino también la reacción que ella pudiera tener ante él. Cualquiera hubiera pensado que una vida alejada de él reduciría su atractivo, pero no había sido así. En segundo lugar, estaba su propia familia. Alexis y Vivían eran unas completas extrañas para ella, pero estaban muy unidas la una a la otra. Ella se sentía como si sobrara y no le gustaba. Por último, estaba su madre. Sentía una incomodidad, una tensión, pero no podía explicar por qué había ocurrido. ¿Sería porque ella había estado ausente durante tanto tiempo o había algo más?
Se volvió a mirar sus pasteles y arrugó la nariz. Aquél era uno de los pocos momentos en los que deseaba dedicarse a otra cosa para ganarse la vida. Algo que no le diera demasiado tiempo para pensar. Lo que necesitaba era una distracción… una distracción bien grande.
Riley estaba sentado en el sillón de cuero que había sido especialmente realizado para su tío. Donovan Whitefield se había hecho cargo del banco familiar en su treinta y cinco cumpleaños y no había faltado ni un sólo día hasta que murió cuarenta y dos años después. Había sido un hombre duro y difícil, que no se tomaba vacaciones, que no perdonaba los errores ni apreciaba las debilidades de otros.
Al menos, eso le habían dicho. Riley jamás había conocido a su tío. Habían vivido durante casi cinco años en la misma ciudad, pero sus caminos jamás se habían cruzado.
Riley hizo girar el sillón y miró el gran retrato que había colgado en la pared. El despacho era espacioso y elegante, apropiado para el director de in banco. Aquello era precisamente lo que reflejaba aquella pintura. Donovan Whitefield había sido inmortalizado de pie detrás de su escritorio, mirando a la distancia, como si el futuro lo estuviera llamando.
A Riley le parecía una basura. Si pudiera bajaría el retrato y lo quemaría. Sin embargo, no podía hacerlo, al menos no hasta que hubiera ganado las malditas elecciones y todo aquello fuera suyo. Hasta entonces, tendría que seguir jugando y ello significaba compartir el despacho con un fantasma. Alguien llamó a la puerta. Ésta se abrió inmediatamente.
– Buenos días, señor Whitefield -dijo su ayudante.
– Ya le he dicho que no es necesario que llame la puerta. Jamás me va a encontrar haciendo algo sospechoso o secreto.
Diane Evans, una mujer de unos sesenta años que llevaba toda su vida trabajando, casi ni pestañeó.
– Por supuesto, señor -respondió con una voz que indicaba que seguiría llamando hasta que se jubilara.
Riley no podía quejarse. Diane era una mujer muy eficiente y lo sabía todo sobre el banco. Si no hubiera sido por ella, Riley habría fallado en más de una ocasión. El mundo de las finanzas era completamente nuevo para el.
Diane lo había guiado durante los últimos siete meses sin despeinarse.
– Han vuelto a llamar por lo del ala infantil del hospital.
Habían tenido al menos tres veces aquella conversación y, cada una de ellas, Riley se había negado a donar nada y le había dado instrucciones para que no volviera a mencionárselo
– Prometió pensarlo, señor -añadió.
– No lo creo. Según me parece recordar, le dije que el infierno se helaría antes de que yo les diera un centavo para que construyeran el ala infantil en memoria de Donovan Whitefield.
– Tal vez si yo volviera a explicarle las necesidades de esta comunidad…
– Tal vez si dejara de hablarme de este tema…
– Es por los niños, señor Whitefield -dijo la mujer-. Niños que no deberían tener que ir a Los Ángeles para obtener el cuidado que necesitan.
Riley se imaginó que se lo debía. Diane se había quedarlo todo el tiempo que él le había pedido y le había ayudado en toda momento sin recordarle ni una sola vez a su abuelo.
– Lo pensaré -dijo-. A condición de que usted de llamar a la puerta y de llamarme señor Whitefield.
Muy bien -respondió Diane-. Riley, le haré saber al comité que está usted considerando un donativo. Mientras tanto me encargaré de mirar esos informes que me pidió. El señor Bridges ha venido para verlo a usted.
Zeke Bridges entró en su despacho tres minutos después.
– Hemos subido -anunció con aire triunfante, mientras se sentaba en el sillón que había frente a Riley-. Y mucho. Vamos ganándole terreno a ese Yardley día a día. Esos artículos del periódico han provocado una gran diferencia. El viejo tiene que estar bastante asustado, lo que significa que vamos tener que estar preparados para el contraataque. Pienso seguir con las encuestas para saber inmediatamente si él recobra el terreno perdido.
– Mira, Zeke. Estamos hablando de Los Lobos. Yo me presento a alcalde, no a presidente.
– Sí, venga. Búrlate de mí, pero la verdad es que para hacer campaña la información es fundamental. Tenemos que obtenerla y utilizarla para nuestro beneficio.
– Si tú lo dices… Tú eres el experto y por eso te pago un pastón.
– Recuérdalo. Sólo nos quedan unas pocas semanas para las elecciones. Cada acontecimiento es especial. Por supuesto que vamos delante, pero no hace falta mucho para estropear la campaña entera. Yardley es un hombre muy popular y a la gente no suele gustarle el cambio.
– Te prometo seguir cooperando contigo -dijo Riley. Tenía que ganar aquellas elecciones por noventa y siete millones de razones de las que Zeke no sabia nada.
Zeke examinó el horario que tenían para las próximas dos semanas. Habría algunas apariciones públicas y algunos anuncios en una cadena de televisión. Cuando Riley lo aprobó todo, se reclinó en su sillón.
– Sólo hay una cosa más de la que me gustaría hablarte.
– Claro. ¿De qué se trata?
– Lo que haces en tu tiempo libre es asunto tuyo, pero se convierte en asunto mío si puede afectar a mi campaña.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Zeke, frunciendo el ceño.
– De tu vida secreta. Desapareces a todas horas y no le dices a tu esposa dónde estas, lo que es asunto tuyo, pero ella te vino a buscar a mi casa porque allí era donde le dijiste que ibas a estar y este hecho lo convierte en asunto mío.
– Mira, Riley, lo siento mucho, pero…
– No quiero tus lamentaciones. Está la campaña. Sólo te voy a preguntar esto una vez. ¿Estás haciendo algo que pudiera tener un impacto negativo en mi candidatura? Antes de que me respondas déjame recordarte que Los Lobos es una ciudad muy pequeña y que si la gente descubre que mi jefe de campaña está teniendo una aventura a espaldas de su esposa eso sería muy negativo para mí.
– No estoy engañando a Alexis -afirmó Zeke, poniéndose de pie-. Jamás lo haría. La amo. No se trata de eso. De hecho, no se trata de nada que te importe a ti o a la campaña.
– Entonces, ¿de qué se trata?
– No tengo por qué decírtelo.
– ¿Y si yo te exijo que lo hagas para poder seguir trabajando conmigo?
– En ese caso, tendrás que despedirme porque no voy a decirte lo que estoy haciendo. No tiene nada que ver contigo ni con Alexis. Eso es lo único que te puedo decir. ¿Te basta?