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La malicia estaba dentro, por ahora. ¿Era móvil ya, o todavía sésil? Y si ya era móvil, ¿habría pasado su primera muda? Y si no lo había hecho, ¿cuántas ganas tendría de conseguir los materiales humanos necesarios para conseguirlo? El primer cuerpo de una malicia después de eclosionar era incluso más torpe y contrahecho que el de un hombre de barro, lo que generalmente parecía irritarla.

Dag se abrió la camisa y sacó sus cuchillos de vínculo. Se pasó la correa por la cabeza y miró un momento las hojas gemelas. El cuero cosido estaba desgastado por el uso y oscurecido por sudor viejo. Pasó un dedo por las empuñaduras revestidas de cuerda, una azul, otra verde, desenvainó y contempló seis pulgadas de hoja de hueso pulido. La tocó con los labios. Murmuraba vieja mortalidad.

¿Es éste el día en que tu muerte queda redimida, Kauneo, mi amor? La he llevado en torno a mi cuello durante tanto tiempo. Como tú quisiste, así lo quiero yo. Esta malicia era maligna, grande y creciendo rápidamente. Sería casi digna de ella, pensó Dag. Casi.

Sacó la segunda hoja de hueso, vacía, y colocó ambas juntas. Vienen de dos en dos, oh, sí. Una para ti y una para mí. Las guardó de nuevo.

Mari también llevaba cuchillos de vínculo, y también Utau y Chato, regalos de mortalidad de patrulleros antes de ellos. Él sabía que el juego que llevaba Mari ahora era herencia de uno de sus hijos, y tan queridos para ella como éstos lo eran para Dag. La patrulla iba bien surtida. Quien usaba los suyos en una malicia no era generalmente un asunto de echarlo a suertes, ni de heroísmo, ni de honor: el primero que podía, lo hacía. Como pudieran. Tan eficazmente como fuera posible. No faltarían otras oportunidades más tarde.

La esencia de Dag se estremecía ante el drenaje al que la sometía la presencia de la malicia, un efecto que se comunicaría a su cuerpo si se quedaba mucho tiempo allí. Jóvenes patrulleros sensibles quedaban tan afectados por su primer encuentro con una malicia que les podía llevar semanas recuperarse. Dag había sido uno de ellos. Una vez.

Ahora: ve. De vuelta al caballo, y a galopar como un loco al punto de reunión.

Pero… Había tan pocas criaturas en el campamento. Era una oportunidad para un golpe de mano, por así decir. Abajo por la torrentera, cruzar corriendo el riachuelo, trepar a la cueva… Todo podía acabar en unos minutos. En el tiempo que costaría traer aquí a la patrulla, la malicia podía traer también refuerzos (¿y dónde estaban ahora, qué maldades estarían haciendo?), convirtiendo el ataque en una lucha potencialmente costosa sólo para recobrar una proximidad que él tenía ahora mismo. Dag pensó en Saun. ¿Habría sobrevivido a la noche?

Pero con su sentido esencial anulado, Dag no podía ver cuántos hombres u hombres de barro podían estar escondidos en la cueva con la malicia. Si entraba a la carga sólo para ofrecer la cabeza al enemigo, los problemas a los que se tendría que enfrentar su patrulla serían muchísimo peores. Y además yo estaré muerto. En cierto modo, se alegraba de que la perspectiva todavía pudiera inquietarle. Al menos un poco.

Bajó el rostro, luchó para controlar su respiración acelerada, y se preparó para retirarse. Torció los labios en una mueca. Mari estará muy orgullosa de mí.

Empezó a apartarse del borde de la torrentera, pero se quedó quieto de nuevo. Por un camino al otro lado aparecieron tres hombres de barro. El primero era un… ¿dónde habría encontrado la malicia un lobo por esta zona? Dag creía que los granjeros habrían diezmado a los lobos en la región, pero esta zona de colinas imposibles de arar era un reservorio para todo tipo de cosas. Como podemos ver. Sus ojos se abrieron más al reconocer al segundo de la fila, el hombre-mapache de esa mañana. El tercero, aún más grande, debió de haber sido alguna vez, un oso negro. Un destello de una familiar tela azul oscuro sobre el hombro del gigantesco hombre-oso le dejó sin aliento.

Chispita. Han encontrado a Chispita. ¿Cómo…?

Se dio cuenta de que una línea más o menos recta por las colinas desde aquí hacia la granja del valle era el lado corto de Un triángulo. Él había recorrido dos lados largos, desde la granja hasta donde había perdido el rastro del hombre-mapache, y luego hasta aquí.

Apuesto a que la han encontrado porque fueron a buscarla. También explicaba el resto de la ausente compañía de la malicia; como los dos que se había cruzado en el sendero, todos habían sido enviados a peinar las colinas en busca de la presa que se les había escapado. Y la malicia y sus hombres de barro ya sabían de la existencia de la granja del valle si la habían saqueado recientemente. Debían haberlo sabido hacía tiempo; su respeto por el ingenio de la malicia aumentó un grado más, por dejar un objetivo tan tentador tranquilo y sin asustar, durante tanto tiempo. ¿Cuánta fuerza habría cobrado, para atreverse a moverse ahora abiertamente? ¿O la llegada de la patrulla de Chato la había hecho salir?

La figura de azul, colgando boca abajo, se sacudía y luchaba. Golpeó la espalda de su captor con pequeños y fuertes puños, sin efecto visible, excepto por el hombre-oso echándosela más arriba en el hombro y aterrándole los muslos con más fuerza.

Estaba viva. Consciente. Sin duda aterrorizada.

No lo bastante aterrorizada. Pero Dag podía suplir la diferencia. Abrió la boca para acallar su respiración agitada; el corazón le martilleaba en el pecho. Ahora la malicia tenía justo lo que necesitaba para su siguiente muda. Dag sólo tenía que entregarle un patrullero Andalagos —y además uno muy experimentado— como postre, para que sus poderes estuvieran completos.

No estaba seguro de si temblaba de indecisión o sólo de miedo. Miedo, decidió. Sí, podía volver con la patrulla y traerlos a la carga, seguir las reglas, estar seguro. Porque los Andalagos tenían que ganar, cada vez. Pero Fawn podría estar muerta para cuando volvieran.

O en unos minutos. Los tres hombres de barro desaparecieron tras el muro de roca. Así que al menos habría tres dentro. O podría haber diez.

Entrar y salir de la cueva… No. Sólo tenía que entrar.

No sabía por qué su cerebro todavía intentaba alocadamente calcular los riesgos, porque su mano ya se estaba moviendo. Dejando el arco y la aljaba y el equipo innecesario. Colocando las fundas de sus cuchillos de vínculo. Cambiando el garfio-pinza de su muñequera de cuero por el cuchillo de acero. Probando a desenvainar su cuchillo de guerra.

Se alzó y bajó por la pendiente de la torrentera, deslizándose desde las rocas a los arroyuelos tan silenciosamente como una serpiente.

Todo había sucedido tan rápido…

Fawn colgaba cabeza abajo, mareada y con náuseas. Se preguntó si el golpe que había recibido al otro lado de la cara haría un moratón a juego con el primero. El ancho hombro del hombre de barro parecía golpearle el estómago al andar incesantemente, sin detenerse ni siquiera cuando ella vomitó violentamente por su espalda. Dos veces.

Cuando Dag volviera a la granja del valle —sí Dag volvía al la granja del valle—, ¿sería capaz de leer los hechos a partir del desastre que su pelea había creado en la cocina? Era un rastreador, sin duda tendría que notar las pisadas de mermelada de ciruelas que había hecho dejar a sus captores por el suelo mientras se lanzaban a por ella. Pero parecía demasiado esperar que el hombre la rescatara dos veces en un día; totalmente embarazoso, de hecho. Imaginando el ridículo, intentó de nuevo liberarse de la presa del enorme hombre de barro, golpeándole la espalda con los puños. Podía haber estado golpeando arena para lo que le sirvió.