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—¿Dónde? ¿Te cortaron? No vi…

Fawn tragó saliva, pensando que su cara estaría escarlata si no hubiera estado verde. En voz todavía más baja, dijo estranguladamente:

—Entre… entre las piernas.

La alegría maníaca que subyacía en su expresión desde la muerte de la malicia desapareció como borrada con un trapo.

—Oh. —Y no pareció necesitar una sola palabra más, lo que era una buena cosa, además de ser asombrosa en un hombre, porque Fawn se había quedado sin nada. Palabras. Valor. Ideas.

Él respiró hondo.

—Todavía tenemos que salir de aquí. Este sitio es letal. Tengo que llevarte, llevarte a otro sitio. Lejos de aquí. Iremos sólo un poco más deprisa, eso es todo. Tendrás que ayudarme. Nos ayudaremos.

Les llevó dos intentos y bastantes torpezas, pero ambos consiguieron subir por fin a la yegua baya, que por fortuna resultó ser una bestia tranquila. Fawn no se sentó a horcajadas, sino de lado sobre el regazo de Dag, con las piernas juntas, la cabeza apoyada en su hombro izquierdo, el brazo en torno a su cuello, dejándole libre la mano derecha para las riendas. Él trinó al caballo, y partieron a paso rápido.

—Quédate conmigo —murmuró contra el pelo de Fawn—. No te dejes ir, ¿me oyes?

El mundo daba vueltas, pero bajo la oreja ella oía el latido tranquilo de un corazón. Asintió tristemente.

Capítulo 5

Para cuando llegaron a la desierta granja del valle, la parte trasera de la falda de Fawn y la delantera de los pantalones de Dag estaban cubiertos de sangre brillante.

—Oh —dijo Fawn con voz avergonzada, cuando la bajó del caballo y se deslizó tras ella—. Oh, lo siento.

Dag alzó lo que esperaba fuera una ceja admirablemente tranquila.

—¿El qué? Sólo es sangre, Chispita. He visto más sangre en mi vida de la que tienes en todo tu cuerpecillo, que es donde esta marea roja tenía que estar, maldición y condenación. No me dejaré llevar por el pánico.

Quería cogerla en brazos y llevarla dentro, pero no confiaba en sus fuerzas. Tenía que seguir moviéndose, o su cuerpo magullado se empezaría a poner rígido. Le pasó el brazo derecho por los hombros y dejando que la yegua se las apañara sola, la guió hasta los escalones del porche.

—¿Por qué está pasando esto? —dijo ella, en voz tan baja y susurrante y dolida que no estuvo seguro de si dirigía la pregunta a él o a sí misma.

Dudó. Sí, era joven, pero sin duda…

—¿No lo sabes?

Ella le miró. El moratón que cubría la parte izquierda de su cara se había oscurecido hasta el púrpura, con costras formándose sobre los arañazos.

—Sí —susurró. Él pensó que había calmado su voz por pura fuerza de voluntad—. Pero pareces saber tantas cosas. Esperaba que tuvieras… una respuesta diferente. Estúpida de mí.

—La malicia te hizo algo. Lo intentó —le falló el valor, y desvió la mirada para decir—: Robó la esencia de tu bebé. La hubiera usado en su próxima muda, pero la matamos antes.

Y yo llegué demasiado tarde para evitarlo. Cinco condenados minutos, si sólo hubiera llegado cinco condenados minutos antes… Sí, y si aquella vez hubiera sido cinco condenados segundos más rápido, ahora aún tendría mano izquierda, y había recorrido ese camino arriba y abajo tantas veces como para cansarse del paisaje. Haya paz. Si hubiera llegado a la guarida mucho antes, podría no haber encontrado nunca a Fawn.

¿Pero qué había ocurrido con su otro cuchillo de vínculo, en aquella terrible pelea? Había estado vacío, pero ahora juraría que estaba activado, y eso no debía haber ocurrido. Trata los desastres uno a uno, viejo patrullero, o perderás la pista. El cuchillo podía esperar. Fawn no.

—Entonces… entonces es demasiado tarde. Para salvar nada.

—Nunca es demasiado tarde para salvar algo —dijo él severamente—. Quizá no sea lo que querías salvar, eso es todo.

Lo cual era ciertamente algo que él necesitaba oír, cada día, pero que no era exactamente lo que ella necesitaba ahora mismo, ¿verdad? Lo intentó de nuevo, porque consideró que ni su corazón ni el de ella debían quedar confusos respecto a este punto:

—Ella se ha ido. Tú no. Tu siguiente tarea es —sobrevivir a esta noche— ponerte mejor. Después de eso, ya veremos.

El crepúsculo moría cuando entraron en la penumbra de la cocina de la granja, pero Dag pudo ver que el desorden era diferente al de antes.

—Por aquí —dijo Fawn—. No pises la mermelada.

—Ah, vale.

—Hay por ahí unos cabos de vela. Sobre el hogar hay algunos más. No, no, no puedo acostarme ahí, mancharé los jergones.

—Parece bastante horizontal, Chispita. Sé que deberías estar echada. Estoy muy seguro de eso —la respiración de ella era demasiado rápida y superficial, su piel estaba demasiado sudorosa, y su esencia tenía un feo tono grisáceo que iba de la mano con daños graves, en su desagradable experiencia.

—Bueno… Bueno, pues busca algo. Para poner encima.

Ahora no era, definitivamente no era, el momento de discutir con la irracionalidad femenina.

—De acuerdo.

Avivó el fuego moribundo, lo alimentó con algunas astillas, y encendió dos velas, dejando una sobre el hogar para ella; tomó la otra para llevar a cabo una exploración rápida. Había un par de cofres y armarios arriba que aún tenían cosas dentro, según recordaba vagamente. Un patrullero tenía que saber improvisar. ¿Qué era lo que la muchacha necesitaba más? Un aborto era un proceso bastante natural, incluso si éste había sido provocado tan antinaturalmente; las mujeres sobrevivían a ellos todo el tiempo, estaba bastante seguro. Sólo deseaba haber hablado más de ellos, o haber escuchado con más atención. Acostarse, correcto, hasta ahí habían llegado. ¿Ponerla cómoda? Una broma cruel… basta. Supuso que estaría más cómoda limpia que sucia; en todo caso, él siempre se sentía agradecido por eso cuando se recobraba de alguna herida grave. ¿Qué pasa, no puedes arreglar el problema real, de modo que arreglarás otra cosa en su lugar?¿Ya cuál de los dos se supone que ayudará eso?

Haya paz. Y un cubo y un pozo con agua limpia, con suerte.

Le llevó más tiempo de lo que le hubiera gustado, durante el cual, para su irritación contenida, ella insistió en tenderse sobre el maldito suelo de la cocina, pero finalmente consiguió un camisón limpio, demasiado grande para ella, algunas viejas sábanas remendadas, algunos trapos para compresas, jabón de verdad, y agua. En un momento de implacable inspiración, venció su reticencia convenciéndola para que le lavara primero la mano, como si él necesitara ayuda.

Ella todavía temblaba, algo que parecía considerar como restos del miedo, pero que él sabía era también parte de la piel helada y de la esencia gris, y lo trató cubriéndola con todas las mantas que pudo encontrar y avivando el fuego. La última vez que había visto a una mujer enroscada sobre el vientre de ese modo, era porque una hoja la había atravesado casi hasta la columna. Calentó una piedra, la envolvió en tela, y se la dio a Fawn para que la apretara contra sí, lo que para su alivio pareció ayudar por fin; los temblores se atenuaron y su esencia se esclareció. Al final quedó acostada pulcramente, como una paciente, relajándose a medida que la piedra la calentaba, parpadeando a la luz de las velas y mirándole cuando se sentó con las piernas cruzadas junto al jergón.

—¿Has encontrado ropas para ponerte? —preguntó—. Aunque imagino que tendrás suerte si encuentras algo que te venga.

—No he mirado aún. Tengo ropa en las alforjas. Que están en mi caballo. En algún lado. Si tengo suerte, mi patrulla lo encontrará y lo llevarán con ellos. Más les vale estar buscándome a estas alturas.