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Se volvió sobre la espalda y su mirada cayó sobre el saquito de los cuchillos de Dag, junto a la cabecera de su jergón de plumas. El cuchillo intacto de empuñadura azul estaba todavía en su funda, donde ella lo había puesto. El otro —empuñadura verde y fragmentos de hueso— parecía haber sido envuelto de nuevo en un trozo de tela rapiñada de algún sitio, con los extremos anudados con uno de los torpes nudos a una sola mano de Dag. El lino de buena calidad, aunque arrugado y rasgado y probablemente proveniente de la cesta de costura, estaba bordado, un trabajo atesorado para los días de visita.

Alzó la vista y vio que él miraba cómo los examinaba, de nuevo sin expresión en la cara.

—Dijiste que también me hablarías de ésos —dijo ella—. Me imagino que no fue un trozo de hueso cualquiera lo que mató a una malicia inmortal.

—No. En absoluto. Los cuchillos de vínculo son con diferencia la más compleja de nuestras… herramientas. Difíciles y costosos de hacer.

—Imagino que me dirás que tampoco son realmente mágicos.

Él suspiró, se levantó, fue hacia ella y se sentó con las piernas cruzadas a su lado. Tomó pensativamente el saquito en la mano.

—Son de hueso humano, ¿verdad? —dijo ella en voz baja, mirándole.

—Sí —respondió el, un poco distante. Su mirada basculó de nuevo hacia ella—. Tienes que entender que los patrulleros hemos tenido problemas con los granjeros por los cuchillos de vínculo. Malentendidos. Hemos aprendido a no hablar de ellos. Tú te has ganado… hay razones… a ti te lo debo contar. Sólo puedo pedirte que no hables luego de esto con nadie.

—¿Con nadie en absoluto? —preguntó confusa.

Él hizo un gesto brusco con los dedos.

—Todos los Andalagos lo saben. Me refiero a extraños. Granjeros. Aunque en este caso… bueno, ya llegaremos a eso.

Indirectamente, por lo que parecía. Ella frunció el ceño ante estos rodeos tan poco habituales en él.

—Muy bien.

Él tomó aire, enderezó un poco la espalda.

—No son simplemente huesos humanos. Son nuestros, huesos de Andalagos. No son huesos de granjeros, y especialmente no son huesos de niños granjeros secuestrados, ¿está claro? Adultos. Tienen que serlo, por longitud y fuerza. Uno pensaría que la gente se… bueno. Fémures, normalmente, y a veces húmeros. Por eso no solemos invitar a extraños a nuestras ceremonias fúnebres. Algunos de los rumores con peores consecuencias empezaron por gente que echó un vistazo… ¡No somos caníbales, puedes estar segura!

—De hecho eso no lo había oído.

—Lo harás, con el tiempo.

Ella había visto cerdos y vacas en la matanza; podía imaginarlo. Su mente saltó hacia delante, imaginando las largas piernas de Dag… no.

—Es inevitable que sea un poco desagradable, pero todo se hace con respeto, con ceremonia, porque todos sabemos que más tarde podría tocarnos a nosotros. No todo el mundo dona sus huesos; habría más de los que se necesitan, y algunos no sirven. Demasiado viejos o demasiado jóvenes, demasiado delgados o frágiles. Yo tengo intención de donar los míos, si muero lo bastante joven.

El pensamiento provocó a Fawn una contracción en el vientre que no tuvo nada que ver con sus espasmos.

—Oh.

—Pero ése es sólo el cuerpo del cuchillo, la mitad de su creación. La otra mitad, lo que hace posible compartir muerte con una malicia, es la activación. —La breve sonrisa que pretendía ser alentadora no alcanzó sus ojos—. Los activamos con una muerte. Una muerte donada por uno de los nuestros. En la creación, el cuchillo es asignado, unido a la persona que tiene intención de activarlo, de modo que son muy personales.

Fawn se incorporó, cada vez más fascinada y también cada vez más temerosa.

—Sigue.

—Si eres un Andalagos que tiene intención de entregar su muerte a un cuchillo y estás a punto de morir, herido en batalla sin esperanza de recuperarte, o en casa por causas naturales, entonces tú, o más a menudo un camarada o un pariente, tomas el cuchillo de vínculo y te lo clavas en el corazón.

Fawn separó los labios.

—Pero…

—Sí, nos mata. Esa es la idea.

¿Estás diciendo que las almas de la gente van a parar a los cuchillos?

—Las almas no, ¡ja! Sabía que preguntarías eso —se pasó la mano por el pelo—. Ese es otro rumor de granjeros. Crea muchos problemas… Ni siquiera nuestro sentido esencial nos dice dónde van las almas de la gente cuando mueren, pero te prometo que no es a los cuchillos. A ellos va sólo su esencia moribunda. Su mortalidad —empezó a añadir—: Las historias de los Andalagos dicen que los dioses han… Bueno, eso no importa ahora.

Ah, ese rumor lo había oído.

—La gente dice que no creéis en los dioses.

—No, Chispita. Más bien al contrario. Pero eso no tiene que ver. Ese cuchillo —señaló la empuñadura azul— es el mío, vinculado a mí. Lo mandé hacer especialmente. El hueso me fue donado por una mujer llamada Kauneo, que murió en una terrible guerra contra una malicia al noroeste del Lago Muerto. Hace veinte años. La encontramos tarde, y se había hecho muy poderosa. La malicia no había encontrado gente que poder usar en aquel despoblado, pero había encontrado lobos, y… bueno. El otro cuchillo, el que usaste ayer, ése era su cuchillo activado, vinculado a ella. Llevaba su muerte. El hueso fue donado por un tío suyo; nunca lo conocí, pero fue un patrullero legendario en su día, un hombre llamado Kaunear. Probablemente no tuviste tiempo de verlo, pero su nombre y su maldición para las malicias estaban grabados a fuego en la hoja.

Fawn agitó la cabeza.

—¿Maldición?

—Su elección, lo que quería tener escrito en el hueso. Puedes hacer que los creadores pongan cualquier mensaje personal que quepa. Algunos escriben notas de amor para los herederos de sus cuchillos. O a veces chistes malísimos. Depende de ellos. Dos notas, de hecho. En un lado, una para el donante del hueso, la otra para el donante de la muerte del corazón, que se graba después de que el cuchillo se active. Si hay oportunidad.

Fawn imaginó la hoja de hueso que había sostenido entrando lentamente en el corazón de una patrullera moribunda, quizá alguien como Mari, por… ¿quién lo habría hecho? ¿Dag? Veinte años le parecía un tiempo enormemente largo… ¿podría ser tan viejo, quizá cuarenta años?

—Las muertes que compartimos con las malicias —dijo Dag en voz baja— son las nuestras, y no otras.

—¿Por qué? —susurró Fawn, impresionada.

—Porque es lo que funciona. Porque es como funciona. Porque podemos, y nadie más puede. Porque es nuestro legado. Porque si una malicia, cualquier malicia, no se mata cuando emerge, sigue creciendo. Y creciendo. Y se hace más fuerte y más lista y más difícil de matar. Y si alguna vez hay una con la que no podamos, crecerá hasta que todo el mundo sea polvo gris, y luego ella morirá también. Cuando dije que ayer salvaste el mundo, Chispa, no estaba bromeando. Esa malicia pudo haber sido la que lo destruyera.

Fawn se recostó, aferrando las sábanas contra el pecho, asimilando todo esto. Era mucho que asimilar. Si no hubiera visto a la malicia de cerca —el olor a polvo de roca de su fétido aliento todavía parecía estar dentro de su nariz— no estaba segura de poder haberlo entendido del todo. Todavía no lo entiendo. Pero oh, sí lo creo.

—Sólo podemos esperar —suspiró Dag— que se acaben las malicias antes que los Andalagos.