Sujetó el saquito contra su muslo con el muñón y sacó el cuchillo de empuñadura azul. Lo acunó pensativamente durante un momento y luego, con expresión concentrada, lo tocó con los labios, cerrando los ojos. Su cara se arrugó en líneas de preocupación. Colocó el cuchillo entre él y Fawn, y retiró la mano.
—Lo que nos lleva a ayer.
—Clavé ese cuchillo en el muslo de la malicia —dijo Fawn—, pero no pasó nada.
—No. Algo ocurrió, pero este cuchillo no estaba activado, y ahora lo está.
La cara de Fawn se contrajo.
—¿Absorbió la mortalidad de la malicia, entonces? ¿O su inmortalidad? No, eso no tiene sentido.
—No. Lo que creo —la miró desde debajo de las cejas, cauto—, a ver, no estoy seguro del todo, necesito hablar con algunas personas, pero lo que creo es que la malicia acababa de robar la esencia de tu bebé, y el cuchillo la robó de nuevo. No el alma, no vayas a pensar en almas atrapadas… sólo su mortalidad —y añadió entre dientes—: Una muerte sin nacimiento, muy extraño.
Los labios de Fawn se movieron, pero no emitió ningún sonido.
—Así que aquí estamos —siguió él—. El cuerpo de este cuchillo me pertenece, porque Kauneo me legó sus huesos. Pero por nuestras reglas, la activación de este cuchillo, su mortalidad, te pertenece a ti, porque eres su pariente más cercana. Porque tu hija nonata no puede, por supuesto, donarla. Aquí las cosas se vuelven muy… se complican todavía más, porque normalmente no se permite a nadie donar ni otorgar su activación hasta que no sea lo bastante adulto para tener su sentido esencial totalmente desarrollado, a los catorce o quince años, y cuanto más viejo, más fuerte es. Y de todos modos, ésta era una niña granjera. Aun así, ninguna muerte salvo la mía debería haber sido capaz de activar este cuchillo. Esto es un… esto es un lío muy gordo, eso es lo que es, de hecho.
Aunque todavía afectada por su repentino aborto, Fawn había pensado que había dejado atrás todas las decisiones referentes a su desastre personal, y se había sentido agradecida de no tener que enfrentarse más a ello. Era una especie de alivio, enroscado dentro de la pena. Pero al parecer, no era así.
—¿Podrías usarlo para matar a otra malicia? —¿Un poco de redención, en esta cadena de pesares?
—Primero me gustaría llevarlo al mejor hacedor de mi campamento. Ver lo que tiene que decir. Yo sólo soy un patrullero. Esto cae fuera de mi experiencia y conocimientos. Es un cuchillo extraño, podría hacer algo desconocido. Quizá indeseado. O podría no funcionar en absoluto, y como has visto, acercarse a una malicia y que te fallen tus armas se convierte en un pequeño problema.
—¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
Él movió la cabeza, bruscamente.
—Dos opciones. La mano derecha, la mano izquierda… Con la mano derecha, podríamos destruirlo.
—¿Pero eso no desperdiciaría…?
—¿Dos sacrificios? Sí. No sería mi primera elección. Pero si lo dices, Chispa, lo romperé aquí mismo ante ti, y todo habrá acabado. —Puso la mano sobre la empuñadura, la cara como una máscara inexpresiva, pero sus ojos buscando en los de ella.
Fawn contuvo el aliento.
—No… no, no hagas eso. Aún no, al menos —y con la mano izquierda, no hay mano izquierda. Se preguntó si su sentido del humor era lo bastante macabro para que se le hubiera ocurrido el mismo pensamiento. Sospechaba que sí.
Tragó saliva y continuó:
—Pero tu gente… ¿les importará lo que piense una granjera cualquiera?
—En este asunto, sí —movió los hombros, como si le dolieran—. Si te parece bien, entonces, hablaré de esto primero con Mari, la jefa de mi patrulla, a ver qué se le ocurre. Después, seguiremos pensando.
—Por supuesto —dijo débilmente. Lo dice en serio, lo de que mi opinión se debe tener en cuenta.
—Lo tomaría como un favor si te hicieras cargo de él hasta entonces.
—Por supuesto.
Él asintió y le alargó el saquito de cuero, dejando que envainara el cuchillo. Pero recogió la bolsa de lino para ponerla junto al arnés de su mano. Sus articulaciones crujieron cuando se levantó y se estiró, y dio un pequeño respingo. Fawn se recostó de nuevo en el jergón y miró de cerca la hoja de hueso. Las tenues líneas marrones grabadas sobre la pálida superficie de hueso decían: Dag. Mi corazón camina con el tuyo. Hasta el fin, Kauneo.
Fawn se dio cuenta de que la mujer Andalagos debía haberlo escrito algún tiempo antes de morir. La imaginó sentada en una tienda Andalagos, alta y grácil como las otras mujeres patrulleras que había visto; la tableta de escritura apoyada sobre el mismo muslo que sabía que algún día llevaría esas palabras, si las cosas se torcían. ¿Habría imaginado este cuchillo, hecho de su médula? ¿Habría imaginado a Dag usándolo algún día para que bebiera la sangre de su corazón? Pero Fawn pensó que nunca podría haber imaginado a una joven granjera imprudente implicándolo en esta extraña confusión, toda una vida —al menos, una vida de Fawn— después.
Frunciendo el ceño, Fawn escondió el cuchillo de nuevo en su funda.
Capítulo 6
Ante la aprobación de Dag, Fawn se durmió de nuevo después de comer. Bien, dejemos que duerma y se recupere de la pérdida de sangre. Ya tenía práctica en traducir los coágulos de los vendajes en una estimación de volumen. Cuando dobló mentalmente la cantidad para compensar el hecho de que ella tenía la mitad de tamaño que la mayoría de hombres de los que había cuidado, se sintió muy agradecido de que la hemorragia se estuviera deteniendo.
Volvió de ver a la yegua baya, que ahora descansaba en los pastos de la parte delantera, cuya cerca había reparado a base de tomar un par de tablones de la cerca de enfrente, para encontrar a Fawn despierta y sentada con la espalda apoyada contra la pared de la cocina. Tenía la cara seria y tranquila, y se pasaba aburrida los dedos por los rizos, abundantes pero enredados.
Le miró.
—¿Tienes un peine?
Él se pasó la mano por el pelo.
—¿Tan mal aspecto tiene?
Su sonrisa fue demasiado débil para su gusto, aunque la broma no merecía más.
—Para ti no. Para mí. Normalmente llevo el pelo recogido, porque si no queda hecho un desastre. Como ahora.
—Tengo uno en mis alforjas —dijo él, sardónico—. Creo. Suele acabar en el fondo. No lo he visto desde hace cosa de un mes.
—Eso sí me lo creo —arrugó un poquito los ojos, y luego se puso seria de nuevo—. ¿Por qué no llevas el pelo arreglado como los otros patrulleros?
Se encogió de hombros.
—Hay muchas cosas que puedo hacer con una sola mano. Trenzar pelo no es una de ellas.
—¿No podría hacértelo alguien?
Él se estremeció.
—No si no hay nadie. Además, ya necesito bastantes favores.
Ella pareció extrañada.
—¿Tan limitada es la oferta?
Él parpadeó. ¿Lo era? Aguda pregunta. Se preguntó si su pasión por demostrar que era capaz de arreglárselas sin ayuda, tomada tan en serio tras su mutilación, era algo que podía dejarse atrás. Es difícil perder las viejas costumbres.
—Quizá no. Miraré arriba, a ver qué encuentro —la miró por encima del hombro—. Tú, tiéndete —ella se recostó obedientemente, aunque hizo un mohín.
Volvió con un peine de madera que encontró tras un arcón derribado. Tenía tantas mellas como un anciano, pero vio que serviría. Ella estaba sentada de nuevo, con la piedra envuelta en tela a un lado: una buena señal.
—Toma, chispa; cógelo —le lanzó el peine, y la estudió cuando ella alzó la mano sorprendida y el peine rebotó contra sus dedos.
Le miró con repentina curiosidad.