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Dag sonrió levemente.

—No se está encogiendo. Tú estás creciendo, Chispa. He visto esos estirones en patrulleros jóvenes. Crecen rápido, a veces a toda prisa, cuando tienen que elegir entre hacerse fuertes o caer. Cuesta un poco adaptarse después, te aviso; como cuando creces ocho pulgadas en un año y la ropa ya no te viene.

Un ejemplo que, sospechó ella, no era elegido al azar.

—Eso era lo que quería. Ser adulta, ser de verdad, ser importante.

—Funcionó —dijo él, pensativo—. Indirectamente.

—Sí —susurró ella. Y entonces, de algún modo, por fin, la presa se rompió, y todo escapó—. Duele.

—Sí —dijo él sencillamente, y le rodeó el brazo con los hombros, y la apretó contra sí, porque ella no había llorado en toda la noche ni el día, pero estaba llorando ahora.

Dag estudió la coronilla de Fawn, que era todo lo que podía ver mientras ella lloraba con la cara apretada contra su pecho. Incluso entonces ahogaba sus sollozos, temblando por el esfuerzo de contenerlos. Su certeza de que necesitaba aliviar la tensión sobre su esencia se vio confirmada; si hubiera tenido que explicarlo con palabras, hubiera dicho que las fisuras que la atravesaban parecieron hacerse menos imposiblemente negras a medida que desahogaba su pena, pero no estaba seguro de que esto tuviera sentido para ella. Pena y rabia. Había aquí más erosión del espíritu, que venía de mucho antes de la destrucción de su hija por la malicia.

Su instinto le decía que la dejara llorar, pero tras un rato se preocupó cuando ella se apretó de nuevo el vientre, una señal de que el dolor físico volvía.

—Chist —susurró él, abrazándola—. Chist. No te vayas a poner enferma. ¿Quieres la piedra caliente?

La presa de ella pasó a su manga, apretó.

—No —murmuró. Alzó un momento la cara, blanca y enrojecida donde no estaba amoratada—. Ahora tengo calor.

—Muy bien.

Ella agachó de nuevo la cabeza, recuperando el control de su respiración, pero la tensión de su cuerpo no desapareció.

Dag se preguntó si el abandono de su familia sin una palabra había sido tan asombrosamente despiadado como parecía, o si había algo más en la historia. Pero él venía de un grupo que cuidaba sistemáticamente de los suyos, desde las parejas establecidas pasando por los enlazadores, las patrullas, las compañías y así sucesivamente, en un entramado probado a través de los años. Sin duda yo cuidaría de ti, Chispa, si fuera tu… y su lengua se trabó entre dos opciones, cada una inquietante a su modo: padre o amante. Ya basta. No eres ninguna de las dos cosas, viejo patrullero. Pero era lo único que ella tenía aquí.

Bajó los labios hasta su oreja, rodeada de rizos negros, y murmuró:

—Piensa en algo hermoso pero inútil.

Ella alzó la cara, y sorbió confusa por la nariz.

—¿Qué?

—Hay muchas cosas sin sentido en el mundo, pero no todas ellas son dolorosas. A veces, creo yo, ayuda recordar las otras. Todo el mundo sabe de alguna luz, incluso si lo olvidan cuando están en la oscuridad. Algo —buscó un término que tuviera sentido para ella—, algo que todos piensan que es una tontería, pero que tú sabes que es maravilloso.

Ella se apoyó contra él en silencio durante algún tiempo, y él empezó a buscar otra explicación, o quizá a abandonar el intento por ser, bueno, una tontería, pero entonces ella dijo:

—Asclepias.

—¿Mmm? —Le dio un pequeño apretón para animarla, en caso de que tomara su pregunta por una objeción.

—Asclepias. Son sólo malas hierbas, tenemos que arrancarlas del jardín y de los campos, pero creo que el olor de sus flores es más agradable que el de los rosales trepadores que tanto cuida mi tía. Más dulce que el de las lilas. Nadie más piensa que las flores son bonitas, pero lo son, si las miras de cerca. Rosas y complicadas. Como frondas de zanahoria silvestre, pero gorditas y tímidas, como un puñado de estrellitas. Y el aroma, podría quedarme respirándolo… —se relajó un poco más, desvinculándose de su dolor, siguiendo la visión—. En otoño echa vainas, todas feas y arrugadas, pero si las abres, dentro hay unas hebras como de seda que se echan a volar. Los bichitos de las asclepias hacen con ellas casas y las almacenan en despensas. Los bichitos de las asclepias no son plagas. No muerden, y no! comen otra cosa. Tienen las alas de color naranja oscuro con bandas negras, y patas negras y brillantes… sólo te hacen cosquillas si se te suben a la mano. Yo tuve algunos en una caja. Les daba semillas de asclepia, y les ponía una tela mojada para que bebieran —sus labios, que se habían relajado, se tensaron de nuevo—. Hasta que uno de mis hermanos tiró la caja, y mamá me obligó a soltarlos. Era invierno entonces.

—Mmm. —Bueno, había funcionado, hasta que llegó al epílogo. Pero al menos su cuerpo se relajaba, los temblores iban desapareciendo.

Inesperadamente, ella dijo:

—Tu turno.

—¿Uh?

Le empujó el pecho muy decidida con un dedo.

—Yo te he contado mi cosa inútil, ahora tú me tienes que contar una.

—Bueno, eso parece justo —tuvo que admitir—. Pero no se me ocurre… —y entonces se le ocurrió. Oh. Guardó silencio un momento—. No había pensado en esto desde hace años. Hay un sitio al que ibamos, al que aún vamos, en verano y en otoño, un campo de recolección, en un sitio llamado Hickory Lake, quizá a unas ciento cincuenta millas al noroeste de aquí. Nueces, bayas de saúco, y una raíz de lirio de agua que solemos comer, y que cosechamos y plantamos a la vez. Los Andalagos también cultivamos cosas, a nuestro modo, Chispa. Es un trabajo muy húmedo, pero divertido, si eres un muchacho y te gusta nadar. Quizá podría enseñarte… Sea como sea, yo tenía, oh, quizá ocho o nueve años, y me habían mandado en una barca de pértiga a recoger bayas de saúco en las orillas, por detrás de las islas. No recuerdo por qué iba solo ese día. Hickory Lake está en zona arcillosa y la mayor parte del tiempo está embarrado y marrón, pero en los canales del lago, cuando están tranquilos, el agua es maravillosamente transparente.

»Podía ver hasta el fondo, tan claro como cristal de Glassforge. Las algas se enredaban entre sí como plumas verdes ondulantes. Y flotando en la superficie había hojas planas de lirios de agua, diferentes a los que dan las raíces que nos comemos. No habían sido plantados, no eran útiles, simplemente crecían allí, quizá desde antes de que hubiera Andalagos. Verde oscuro, con bordes rojos, y delgadas líneas rojas en los tallos verdes que se hundían en el agua. Y las flores se acababan de abrir, flotando como soles, tan blancas como… como nada que hubiera visto antes, los pétalos translúcidos y venosos como alas de libélula lechosas, reluciendo en la luz que se reflejaba sobre el agua. En el centro eran de un dorado polvoriento y luminoso, como flores dentro de flores, interminables. Debía haber estado recolectando, pero me quedé mirándolas colgando sobre el borde de la barca, quizá durante una hora. Mirando la luz y el agua bailando a su alrededor como en una celebración. No podía apartar la vista —de pronto tragó aire con dificultad—. Más tarde, en lugares mucho más secos, el recuerdo de aquella hora me bastó para seguir.

Una mano se alzó tímidamente y le tocó la cara con lo que parecía asombro. Un dedo cálido trazó una línea húmeda y fresca sobre su pómulo.

—¿Porqué lloras?