Dag se frotó la incipiente barba.
—Hum. Imagino que Mari o Chato pensaron que la mina podría ser la guarida. Supongo que siguieron los rastros del escondrijo de los bandidos que atacamos anteanoche. Eso explica dónde estuvieron ayer todo el día. Y gran parte de la noche, por lo que parece.
—Oh, sí —dijo el hombre robusto—. La gente fue llegando a Glassforge toda la noche y también esta mañana, nuestros y vuestros.
La granjera bajó del caballo y se quedó en pie escuchando, recorriendo con la mirada su casa, a Dag, y especialmente a Fawn. Fawn supuso por la charla de los hombres que debía ser la mujer que habían llamado Petti. A juzgar por el gris de su cabello, era de la misma edad que su marido, y tan delgada como él, robusta, dura y fuerte, aunque con aspecto cansado. Ahora se adelantó.
—¿De quién es toda esa sangre en la palangana junto al pozo?
Dag le dedicó una cortés inclinación de cabeza.
—De la señorita S… Bluefield sobre todo, señora. Mis disculpas por usar sus sábanas. Cada vez que paso les echo otro cubo de agua. Intentaré lavarlas mejor antes de irnos.
Irnos, no irme, notó rápidamente una parte de la mente de Fawn, con un estremecimiento de alivio.
—¿Sobre todo? —la granjera ladeó la cabeza y le miró, entrecerrando los ojos—. ¿Cómo fue herida?
—Eso debe decirlo ella, señora.
La cara de la mujer se quedó inmóvil un instante. Miró a Fawn y luego a él, observando el puño de la camisa vacío.
—¿De verdad mataste al dañiespectro que hizo todo esto?
Él dudó brevemente antes de responder, con precisión pero lacónicamente:
—Lo hicimos.
Ella tomó aire y soltó un pequeño bufido.
—No te andes preocupando por mi colada. Vaya una idea.
Se volvió hacia, o contra, sus hombres.
—Venga, ¿qué hacéis todos aquí charlando como tontos? Hay trabajo que hacer antes de que se haga oscuro. Horse, ve a ordeñar a esas pobres vacas, si no se han quedado secas del susto. Sassa, trae leña, si los ladrones dejaron algo en el montón, y si no, corta un poco. Jay, ve apartando y aseando cosas, empieza a arreglar lo que se pueda, y lo que necesite herramientas, ponlo aparte para mañana. Tad, ayuda a tu abuelo con los caballos, y luego ven y ayuda a recoger dentro. ¡En marcha, mientras haya luz!
Se dispersaron a sus órdenes.
Fawn dijo servicialmente, levantándose:
—Los hombres de barro no encontraron su sótano… —y entonces su cabeza pareció vaciarse, latiendo desagradablemente. El mundo no se oscureció, pero a su alrededor bailaron sombras, y apenas fue consciente de un brusco movimiento: una mano fuerte y un brazo truncado cogiéndola y medio guiándola medio acarreándola dentro. Parpadeó para aclararse la vista y se encontró de nuevo en el jergón de plumas, con dos caras cerniéndose sobre ella, la de la granjera preocupada y cauta, y la de Dag preocupada y… ¿cariñosa? El pensamiento la sobresaltó, y parpadeó de nuevo, intentando volver a razonar.
—… acostada, Chispa —estaba diciendo él—. Acostada te iba bien —le apartó un rizo húmedo de sudor de los ojos.
—¿Qué te pasó, niña? —preguntó Petti.
—No soy una niña —murmuró Fawn—. Tengo veinte…
—Los hombres de barro la maltrataron mucho ayer. —La intensa mirada de Dag clavada en ella parecía pedirle permiso para seguir, y ella asintió—. Abortó de un bebé de dos meses. Sangró mucho, pero parece que está parando. Desearía que una de mis patrulleras estuviera aquí. ¿Sabe algo de estas cosas?
—Un poco. Si ha estado sangrando mucho lo mejor es que siga acostada.
—¿Cómo se sabe si… si una mujer va a estar bien, después de esto?
—Si deja de sangrar a los cinco días, es bastante seguro suponer que las cosas se están arreglando dentro, si no hay fiebre. Diez días como mucho. Un bebé de dos meses, bueno, puede pasar. Mucho más de tres meses, entonces ya es más peligroso.
—Cinco días —repitió él, como memorizando el número—. Bien, estamos bien, entonces. ¿Fiebre…? —Negó con la cabeza y se levantó, dando un respingo al frotarse el brazo izquierdo, y siguió la mirada de la granjera por la cocina. Disculpándose con un movimiento de cabeza, quitó el arnés de su brazo de la mesa, lo envolvió, y lo puso a los pies del jergón.
—¿Y qué te maltrató a ti? —preguntó Petti.
—Unas cosas y otras, con los años —respondió él vagamente—. Si mi patrulla no nos encuentra mañana, me gustaría llevar a la señorita Bluefield a Glassforge. Tengo que ir a informar. ¿Hay algún carro?
La granjera asintió.
—Más tarde. Las chicas lo traerán mañana cuando vengan —el resto de mujeres y niños de la familia Horseford estaban en la ciudad con la mujer de Sassa, al parecer, recuperando sus bienes y esperando que sus hombres les dijeran que la granja era segura de nuevo.
—¿Harán otro viaje después?
—Quizá. Depende —se frotó la nuca, mirando a su alrededor como si cien cosas requirieran su atención a gritos y sólo tuviera sitio en su cabeza para diez, lo cual, se imaginó Fawn, era exactamente el caso.
—¿Cómo puedo ayudarla, señora? —preguntó Dag.
Ella le miró como sorprendida por la oferta.
—No lo sé aún. Todo está patas arriba. Sólo… espera aquí.
Salió para examinar su destrozada casa.
Fawn susurró a Dag:
—No va a quedarse tranquila hasta no tener sus cosas de nuevo en orden.
—Lo he sentido —se agachó y recogió el saquito de los cuchillos, a la cabecera del jergón. Sólo entonces se dio cuenta del cuidado que había puesto en no mirarlo en presencia de la granjera—. ¿Puedes esconder esto?
Fawn asintió, se incorporó —despacio— para abrir su hatillo, al pie del jergón. Su otra falda y camisa y ropa interior estaban sobre el vestido bueno que había metido en el equipaje para cuando fuera a buscar trabajo, la apresurada noche en que huyó de casa. Metió el saquito de los cuchillos bien hondo y enrolló de nuevo el hatillo.
Él asintió con aprobación y agradecimiento.
—Es mejor no mencionar el cuchillo a esta gente, me parece. Sería incómodo. Ése más que otros —y, entre dientes—: Ojalá Mari estuviera aquí.
Oyeron las rápidas pisadas de la granjera sobre las tablas de madera en el piso de arriba, y esporádicos gemidos, sobre todo «¡Mis pobres ventanas».
—Me he dado cuenta de que te has dejado muchas cosas en tu historia —dijo Fawn.
—Sí. Y apreciaría que tú también lo hicieras.
—Lo prometí, ¿no? Yo tampoco quiero hablar de ese cuchillo con nadie, desde luego.
—Si hacen demasiadas preguntas, o demasiado indiscretas, les preguntas tú sobre sus problemas. Normalmente eso les distraerá, cuando tienen tanto que contar como ahora.
—¡Ah, así que eso es lo que estabas haciendo fuera! —En retrospectiva, se dio cuenta de cómo Dag le había dado la vuelta a la conversación de modo que se enteraron de muchos de los problemas de los Horseford, pero los Horseford se habían enterado de muy pocas cosas a cambio—. ¿Otro viejo truco de patrullero?
Una comisura de su boca se alzó.
—Más o menos.
La granjera bajó cuando su hijo Tad volvió del granero, y tras pensarlo un momento envió al muchacho y a Dag a que limpiaran escombros y cristales rotos por la casa. Revisó su cocina y bajó a su sótano, del que emergió con algunos tarros para la cena, al parecer mucho más tranquila. Tras disponer los tarros en hilera sobre la mesa —Fawn casi la veía contar estómagos y planear mentalmente la comida—, se volvió y miró a Fawn con el ceño fruncido.
—Tendremos que meterte en una cama de verdad. La habitación de Birdy, me parece, cuando Tad quite los cristales. Aparte de eso no estaba muy mal —y luego, tras una pausa, en voz mucho más baja—. ¿Ese patrullero ha contado la verdad sobre ti?