—Una muchacha agradable, esa señorita Bluefield.
—Sí.
—Uno se pregunta cómo se metió en este lío.
—No me corresponde a mí contarlo, señora.
—Sí, me he dado cuenta de que haces eso.
¿El qué? ¿Que no contaba historias?
—Los jóvenes sufren accidentes —siguió ella—. Veinte años, ¿eh?
—Eso dice ella.
—Tú no tienes veinte años —fue a arrodillarse junto al fuego, atizando las brasas para la noche.
—No. No desde hace mucho tiempo.
—Podrías coger la yegua y reunirte con tu patrulla esta noche, si tan preocupado estás por ellos. La muchacha estará bien aquí. La acogeré hasta que esté curada.
Ayer ése había sido exactamente su plan. Parecía mucho tiempo atrás.
—Es muy amable al ofrecerlo. Pero prometí que la llevaría sana y salva a Glassforge, que es adonde iba. También quiero que Mari le eche un vistazo. La jefa de mi patrulla; ella podrá decir si Fawn se está curando bien.
—Sí, imaginé que dirías algo así. No estoy ciega —suspiró, se levantó, se volvió a mirarle cruzando los brazos—. ¿Y luego qué?
—¿Perdón?
—¿Tienes idea de lo que le estás haciendo? ¿Ahí parado, con esos pómulos bien en el aire? No, imagino que no.
Dag pasó de sentirse cauto a confuso. Ya había notado que la granjera era astuta y observadora; pero no entendía la ansiedad que se entreveía en ella en este asunto.
—Sólo quiero su bien.
—Claro que sí —ella frunció fieramente el ceño—. Tuve un primo, una vez.
Dag inclinó la cabeza levemente, animándola a seguir, dividido entre la curiosidad y la nada mágica premonición de que fuera a donde fuese con ese cuento, él no quería seguirla.
—Un buen muchacho, muy agradable; guapo, también —continuó Petti—. Consiguió trabajo de mozo de establo en el hotel ese de Glassforge donde siempre se quedan vuestras patrullas, cuando pasan por aquí. Había una patrullera, joven, llegó con su patrulla. Muy bonita, muy alta. Muy amable. Muy amable con él, pensó.
—Los jefes de patrulla tratan de evitar que pasen estas cosas.
—Sí, eso tengo entendido. Lástima que no pudieran. No le costó mucho enamorarse perdidamente de la chica. Se pasó todo el año siguiente esperando que su patrulla volviera. Lo cual hicieron. Y ella fue amable de nuevo con él.
Dag esperó. Incómodo.
—Al tercer año la patrulla volvió, pero ella no. Parece que sólo estaba de visita, y que había vuelto con los suyos, muy al oeste de aquí.
—Es normal, para entrenar a patrulleros jóvenes. Los enviamos a otros campamentos durante una estación o dos, o más. Aprenden otras costumbres, hacen amistades; si tenemos que combinar fuerzas a toda prisa, siempre es más fácil si hay patrulleros que saben las rutas y territorios de otros. A los que se entrenan para ser jefes los enviamos a los siete territorios. De ésos se dice que han rodeado el lago.
Ella le miró.
—¿Y tú has rodeado el lago?
—Dos veces —admitió él.
—Hum —movió la cabeza, y continuó—: Se le ocurrió ir tras ella, presentarse voluntario para unirse a los Andalagos.
—Ah —dijo Dag—. Eso no funcionaría. No es asunto de orgullo o de mala voluntad, entiéndalo; simplemente tenemos métodos y habilidades que no se pueden compartir.
—Quieres decir que no se trata sólo de orgullo o mala voluntad, me parece —dijo la mujer, con voz seca.
Dag se encogió de hombros. No es mi historia. Déjalo, viejo patrullero.
—Acabó por encontrarla. Como dices, los Andalagos no lo quisieron. Volvió a los seis meses, con la cola entre las piernas. Derrotado y melancólico. No miraba más a las otras chicas. Bebía. Era como si, al no poder enamorarse de ella, se hubiera enamorado de la muerte.
—No hay que ser un granjero para eso. Señora —dijo Dag fríamente.
Ella le lanzó una mirada dura.
—Sea como sea. Después de eso nunca se asentó. Al final se puso a trabajar con los barqueros, abajo en el Grace River. Tras un par de estaciones oímos que se había caído de la barca y se había ahogado. No creo que fuera adrede; decían que había ido a hacer pis por la borda, estando borracho. Descuidado, pero es un tipo de descuido que no le pasa a otros.
Quizá ése era el problema con sus propios planes, pensó Dag. Nunca había sido lo bastante descuidado. Si hubiera tenido veinte años en vez de treinta y cinco cuando la oscuridad se lo tragó, todo podría haber acabado de otro modo…
—Nunca supimos más de aquella patrullera. Supongo que para ella él fue sólo un capricho pasajero. Pero ella fue el fin del mundo para él.
Dag se mantuvo en silencio.
Ella tragó aire, y siguió:
—De modo que si crees que es divertido hacer que la chica se enamore de ti, te digo que luego ya no te parecerá tan gracioso. No sé qué ganarás tú, pero para ella no habrá futuro. Tu gente se encargará de eso, si la de ella no lo hace. Tú y yo lo sabemos… pero ella no.
—Señora, se está imaginando cosas —cosas muy plausibles, quizá, dado que no podía saber del asunto del cuchillo de vínculo que unía tan estrechamente a Dag y a Fawn, al menos por el momento. Y no iba a intentar explicar lo del cuchillo a esta mujer exhausta y nerviosa.
—Sé lo que veo, muchas gracias. Y tampoco es la primera vez.
—¡Hace apenas un día que conozco a la muchacha!
—¿Ah, sí? ¿Y qué pasará dentro de una semana, eh? Los bosques se incendiarán, supongo —soltó un bufido de burla—. Todo lo que sé es que, a la larga, cuando la gente entrelaza corazones con vuestra gente, acaba muerta. O deseando estarlo.
Dag destrabó la mandíbula, y le dedicó un seco asentimiento.
—Señora… a la larga, toda la gente acaba muerta. O deseando estarlo.
Ella sacudió la cabeza, torciendo los labios.
—Buenas noches. —Se tocó la sien con la mano y fue a sacar el jergón de la habitación contigua al porche.
Si Chispita era capaz de viajar por la mañana, decidió que saldrían de este lugar tan pronto como fuera posible.
Capítulo 8
Para disgusto de Dag, ningún patrullero emergió esa noche de los bosques, ni antes ni después de que la lluvia le obligara a entrar. No vio a Fawn de nuevo hasta que se encontraron en la mesa del desayuno. Ambos llevaban de nuevo sus propias ropas, secas y sólo un poco manchadas; con el desgastado vestido azul, Fawn casi parecía estar bien, excepto por la palidez. El interior de sus párpados y sus uñas no estaban tan rosados como él pensaba que debían estar, y todavía se mareaba si intentaba levantarse demasiado deprisa, pero al ponerle la mano en la frente no notó fiebre, bien.
Estaba animándola a que comiera más pan y bebiera más leche cuando Tad, el muchacho, irrumpió en la cocina, jadeando y con los ojos muy abiertos.
—¡Ma! ¡Pa! ¡Tío Sassa! ¡Hay uno de esos hombres de barro en el prado, asustando a las ovejas!
Dag exhaló con cansancio; los tres granjeros en torno a la mesa se levantaron de un salto, sobresaltados, y se dispersaron en busca de sus aperos-armas. Dag soltó su cuchillo de guerra en la vaina y salió al porche. Fawn y la granjera le siguieron, mirando con miedo desde detrás de él, con Petti aferrando un enorme cuchillo de cocina.
Al otro extremo del prado, una forma humana desnuda había saltado sobre el lomo de una oveja que balaba, y tenía la cara hundida en su cuello lanudo. La oveja brincó y se quitó de encima a la criatura. El hombre de barro cayó mal, como si tuviera los brazos dormidos y no pudiera amortiguar bien la caída. Se levantó, se sacudió, y medio saltó medio gateó hacia su pretendida presa. El resto del rebaño, confuso, se alejó un poco al trote, y luego se giraron para mirar.