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—Imagino que he estado haciendo colección de problemas últimamente. Un bebé sin marido era en el que estaba pensando. Una viudez del heno.

Él percibió la pena y la culpa arañándola desde dentro con el recordatorio.

—Para nosotros no es exactamente así.

Ella frunció el ceño.

—¿Es que los Andalagos jóvenes son muy, muy… hum… virtuosos?

Él rió suavemente.

—No, si por virtuoso se entiende dejarse los pantalones abrochados. Hay otras virtudes que se buscan más. Pero la juventud es la juventud, seas granjero o Andalagos. Prácticamente todo el mundo pasa por un período de torpeza y errores mientras aprenden.

—Dijiste que la mujer invita al hombre a su tienda.

—Si es un hombre con suerte.

—Entonces cómo… —dejó morir la voz, confusa.

Él entendió por fin la pregunta.

—Oh. Son nuestras esencias, de nuevo. El momento del mes cuando una mujer puede concebir se muestra como un diseño muy hermoso en su esencia. Si el momento y el lugar son inadecuados para un niño, ella y su hombre simplemente se dan placer mutuamente de modo que no haya niños después.

Después de esto, el silencio de Fawn duró bastante tiempo. Entonces dijo:

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¿Cómo hacen… pueden hacer eso? ¿Cómo?

Dag tragó saliva con dificultad. ¿Cuánto podría no saber esta muchacha? Por la evidencia hasta el momento, bastante, reflexionó apenado. ¿Por dónde tendría que empezar?

—Bueno… Con las manos, por ejemplo.

—¿Manos?

—Tocándose mutuamente, hasta intercambiar descargas. Lenguas y bocas y otras cosas, también.

Ella parpadeó.

—¿Descargas?

—Se tocan el uno al otro como uno se tocaría a sí mismo, sólo que con mejor ángulo y compañía y, bueno, mejor en general. Menos… solitario.

Ella arrugó la cara.

—Oh. Los chicos hacen eso, lo sé. Imagino que las chicas podrían hacérselo a ellos, también. ¿Les gusta?

—Hum… en general —dijo con precaución. Este inesperado giro en la conversación lanzaba su mente a la carrera, y su cuerpo le seguía. Cálmate, viejo patrullero. Por fortuna, ella no podía sentir su ardiente perturbación—. A las chicas también les gusta. En mi experiencia.

Otro silencio largo, digiriendo esto.

—¿Es cosa de las damas Andalagos? ¿Magia?

—Hay trucos que puedes hacer con las esencias para que sea mejor, pero no. Las damas Andalagos y las chicas de granja son igualmente mágicas para esto. Y de todos modos, los granjeros también tienen esencias, es sólo que no pueden sentirlas —gracias sean dadas a los dioses ausentes.

Su expresión ahora era intensamente pensativa, y un balbuceo de excitación había empezado a agitarse también en ella. Él se dio cuenta de pronto de que no eran sólo sus heridas las que bloqueaban su flujo. Recordó algo que le había dicho una mujer mestiza en Tripoint, y que entonces apenas creyó: que algunas granjeras nunca aprenden a darse placer, o a conseguir la descarga. Se había reído ante su expresión. Vamos, vamos, Dag. Los hombres prácticamente tropiezan con sus partes. Las de las mujeres están todas metiditas bien adentro. Para nosotras pueden ser tan difíciles de encontrar como para los muchachos granjeros. Más de una granjera me ha agradecido el poder dar el mapa del tesoro a su marido, aunque se escandalizara al aprenderlo. Ya que él había tenido mucho que agradecerle también, se había dedicado a la tarea, apartando de su mente la ineptitud de los muchachos granjeros y, tras un rato, apartándola también de la mente de ella.

Aquello había sido mucho tiempo atrás…

—¿Qué otras cosas? —dijo Fawn.

—¿Perdón?

—Además de manos y lenguas y bocas.

—Sólo… no… nada… no importa —y ahora su erección ya era una seria molestia física.

A caballo, además. Había muchas cosas que no se debían intentar a caballo, ni siquiera sobre uno tan apacible como esta yegua. No pudo evitar recordar algunas de ellas, lo cual no ayudó.

Chispa no podía sentir su esencia. Podía estar ante ella rígido de lujuria, y mientras se dejara puestos los pantalones, ella no lo sabría. Y considerando sus recientes y desastrosas experiencias, no debería saberlo. Sería malo si se reía… no, mejor pensado, sería bueno si se reía. Malo si mostraba asco, o terror, o susto, tomándole por otro patán como Sunny el Estúpido o el pobre idiota al que había disparado en el trasero. Si se hacía insoportable, podría bajar del caballo y desaparecer en los bosques un rato, fingiendo responder a una llamada de la naturaleza. Lo cual sería cierto; no mentiría. Basta. Te lo has buscado tú. Sufre en silencio. Piensa en otra cosa. Puedes controlar tu cuerpo. Ella no puede notarlo.

Ella suspiró, se removió, le miró a la cara.

—Tus ojos cambian de color con la luz —observó, con tono de nuevo interés—. Al sol son de oro brillante, como monedas. A la sombra son marrones como té de especias. Por la noche son negros, como estanques hondos —al cabo de un momento, añadió—: Ahora están muy negros.

—Mmm —dijo Dag. Cada respiración le llevaba su aroma intoxicante a la boca, a la mente. Y no iba a dejar de respirar.

Un destello de movimiento en las copas de los árboles atrajo sus miradas.

—¡Mira, un halcón de cola roja! —gritó ella—. ¡Qué bonito! —Su cabeza y cuerpo giraron para seguir la pálida y pulcra silueta de translúcidas plumas rojas casi reluciendo contra el azul desvaído del cielo, y su manita caliente bajó para apoyarse. Directamente sobre la dolorosa erección de Dag.

Él dio un respingo tan brusco, que cayó de la yegua.

Aterrizó de espaldas con un golpe que le quitó el aliento. Por fortuna ella cayó sobre él y no debajo. Su peso era blando sobre él, su respiración acelerada por el sobresalto. Tenía las pupilas demasiado grandes para esta luz, y cuando se dio la vuelta y alargó una mano para apoyarse, su mirada quedó fija en la boca de él.

¡Sí! Bésame, hazlo. Su mano se sacudió, y la puso plana y rígida, con la palma sobre la hierba. Se humedeció los labios. La humedad de la hierba y del suelo empezó a empaparle la parte trasera de la camisa y pantalones. Podía sentir todas las curvas de su cuerpo, apretado contra el suyo, y cada trayectoria de su esencia. Dioses ausentes, estaba a medio camino de un enredo de esencias él solo…

—¿Estás bien? —jadeó ella.

El terror le atravesó, marchitando su erección, por si la caída le había sacudido algo por dentro que la hiciera sangrar de nuevo como el primer día. Le llevaría casi una hora llevarla de vuelta a la granja, y en su actual estado, quizá no sobreviviría a otra hemorragia.

Ella se le apartó de encima y se dejó caer sin gracia al suelo, jadeando.

¿Tú estás bien? —preguntó él a su vez, con urgencia.

—Creo que sí —dio un pequeño respingo, pero se frotó el codo, no el vientre.

Él se incorporó y se pasó la mano por el pelo. ¡Tonto, tonto, condenado seas, presta atención…! Podrías haberla matado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

—Yo… creí ver algo por el rabillo del ojo, pero sólo fue un efecto de luz. No pretendía encabritarme como un caballo —lo cual tenía que ser la peor excusa de toda su vida.

La yegua, de hecho, estaba menos alterada que ellos dos. Se había apartado cuando cayeron, pero ahora estaba a unas pocas yardas, mirándoles ligeramente asombrada. Como la diversión parecía haber terminado, bajó la cabeza y mordisqueó una matita de hierba.

—Sí, bueno, después del hombre de barro de esta mañana, no me extraña que estés nervioso —dijo Fawn amablemente. Miró en derredor, preocupada de nuevo, y luego le apoyó una mano en el hombro, se levantó, y trató de limpiarse la tierra de la manga.