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—¿Habéis comido? —preguntó Tril Bluefield, y cuando Fawn dijo que no, que habían cabalgado todo el día desde Lumpton, retornó a lo que Dag supuso que sería su normal carácter maternal, haciendo que un par de sus hijos dispusieran sillas y cubiertos. Sentó a Fawn junto a sí, y Fawn insistió para que pusieran a Dag junto a ella, a su derecha.

—Porque prometí ayudarle con su brazo roto.

Se instalaron por fin. Clover, presentada por fin como la prometida de Fletch, también fue reclutada para ayudar, poniendo frente a ellos platos y vasos llenos de algo que olía a sidra. Dag, que para entonces estaba sediento, estaba sobre todo interesado en la bebida. La comida era un guisado muy sabroso, y Dag se alegró en silencio de que fuera algo que pudiera comer por sí solo, aunque se preguntó quién en la casa tendría mala dentadura.

—El tenedor-cuchara, me parece —murmuró al oído de Fawn, y ella asintió y lo buscó en la bolsa del cinturón.

—¿Qué le ha pasado a tu brazo? —preguntó Rush, sentado frente a ellos.

—¿A cuál? —preguntó Dag. Y aguantó el inevitable momento de cuellos estirados, movimiento, y miradas mientras Fawn desenroscaba tranquilamente su mano y la sustituía por el más útil cubierto—. Gracias, Chispa. ¿Me das de beber? —Le sonrió cuando ella alzó el vaso hasta sus labios. Era sidra recién hecha, acida, hecha con las manzanas nuevas del verano—. Y gracias de nuevo.

—De nada, Dag.

Se lamió la gota del labio para que ella no tuviera que limpiarla con la servilleta, aún.

Rush encontró de nuevo su voz, más o menos.

—Eh… Iba a preguntar por el, eh, cabestrillo…

Fawn respondió, vivaz:

—Un ladrón en Lumpton Market me robó el hatillo ayer. Dag lo recuperó, pero le rompieron el brazo en la pelea, antes de que los ladrones se asustaran y huyeran. Pero Dag dio una buena descripción a la gente de Lumpton, así que a lo mejor los cogen. —Tensó un poco la mandíbula—. De modo que estoy en deuda con él por el brazo.

—Oh —dijo Rush. Reed y Whit miraban desde el otro lado de la mesa con renovado aunque amilanado interés.

Tril Bluefield, mirando a su recuperada hija con expresión ansiosa y con más atención, frunció el ceño y llevó la mano a la mejilla de Fawn, donde los cuatro cortes paralelos eran ya pálidas cicatrices rosadas.

—¿Qué son esas marcas?

Ella miró de reojo a Dag, que se encogió de hombros, Adelante.

—Son de cuando me golpeó el hombre de barro —dijo.

—¿El qué? —dijo su madre, arrugando la expresión.

—Una… especie de bandido —Fawn repasó la frase—. Dos bandidos me atraparon en la carretera cerca de Glassforge.

—¿Qué? ¿Qué pasó? —jadeó su madre. Los hermanos se irguieron; Dag sintió cómo Fletch, a su derecha, se tensaba.

—No gran cosa —dijo Fawn—. Me maltrataron, pero Dag, que los estaba persiguiendo, llegó entonces y, hum… Los hizo huir. —Le miró de nuevo, y él bajó los párpados en señal de agradecimiento. No deseaba especialmente empezar su relación con su familia con una lista de todos los cadáveres que había dejado por los alrededores de Glassforge, al menos los humanos. Demasiados humanos, esta última vez—. Así es como nos conocimos. Su patrulla había sido llamada a Glassforge para ocuparse de los bandidos y del dañiespectro.

—¿Qué pasó con los bandidos, después de eso? —preguntó Rush.

Fawn se volvió hacia Dag, que respondió sencillamente:

—Nos ocupamos de ellos. —Se dedicó al guisado, buena comida de granja, esperando poder evitar dar más explicaciones al respecto.

La madre de Fawn inclinó la cabeza, entrecerrando los ojos; alargó de nuevo la mano, esta vez al lado izquierdo del cuello de Fawn, hacia la profunda marca roja y las tres feas costras negras.

—Entonces, ¿qué son esas cosas tan desagradables?

—Hum… Bueno, eso fue después.

¿El qué fue después?

Con voz desesperadamente animada, Fawn replicó:

—Por ahí me levantó el dañiespectro. Dejan ese tipo de marcas; su toque es mortal. Era grande. ¿Cómo de grande, dirías, Dag? ¿Ocho pies de alto, quizá?

—Siete y medio, me parece —dijo él suavemente—. Unas cuatrocientas libras. Aunque no lo vi desde el mejor ángulo. Ni con la mejor luz.

Reed, en tono de incredulidad creciente, dijo:

—Entonces, ¿qué pasó con este supuesto dañiespectro, si era tan mortal?

Fawn pidió ayuda con la mirada, de modo que Dag replicó:

—También nos ocupamos de él.

—Venga ya, Fawn —dijo Fletch burlonamente—. ¡No esperarás que nos traguemos tus trolas!

Dag dejó que su voz se hiciera muy suave y baja.

—¿Está llamando mentirosa a su hermana… señor? —dejó implícito el ¿y a mí?

Las espesas cejas de Fletch se unieron en sincera confusión; no era un hombre que captara las implicaciones, supuso Dag.

—Es mi hermana. ¡Puedo llamarla lo que quiera!

Dag tomó aire, pero Fawn susurró:

—Dag, déjalo. No importa.

No hablaba todavía el dialecto de esta familia, se recordó a sí mismo. Le había preocupado cómo ocultar el extraño accidente con el cuchillo de vínculo; no imaginó una curiosidad tan débil, ni tan clara incredulidad. No convenía a sus intereses, ni capacidades actuales, empezar a hacer chocar las cabezas de los Bluefield entre sí y gritar, El valor de vuestra hermana me salvó la vida, y a docenas, quizá miles, más. ¡Honradla! Lo dejó estar e indicó con la cabeza que quería más sidra.

Cambiando descaradamente de tema, Fawn preguntó a Clover por los preparativos de la boda, escuchando la larga respuesta con interés bien simulado. La ampliación al extremo sur de la casa, al parecer, era para los inminentes recién casados. El auténtico objetivo de la pregunta —camuflaje— se reveló a Dag cuando Fawn añadió, sin darle importancia:

—¿Se sabe algo de los Sawman desde la boda de Daree?

—No mucho —dijo Reed—. Sunny ha pasado mucho tiempo en casa de su cuñado, ayudando a quitar tocones para el nuevo campo.

La madre de Fawn la miró con los ojos entrecerrados.

—Su madre me dijo que Sunny se prometió con Violet Stonecrop a mediados de verano. Espero que no estés decepcionada. Hubo un momento que pensé que te estaba empezando a gustar.

Whit intervino con un nasal canturreo fraternaclass="underline"

—A Fawn le gusta Su-nniii, a Fawn le gusta Su-nniii…

Dag se estremeció ante el torrente de negrura que atravesó la esencia de Fawn. No lo sabe, se recordó a sí mismo. Ninguno de ellos lo sabe. Aunque no estaba seguro respecto a las sospechas no articuladas de Tril Bluefield, porque ahora dijo con una voz severa que no había usado hasta el momento, y que no admitía réplica:

—Ya vale, Whit. Ni que tuvieras doce años.

Dag vio moverse los músculos de la mandíbula de Fawn cuando aflojó los dientes.

—No me gusta en absoluto. Creo que Violet merece algo mejor.

Whit pareció decepcionado por no obtener una reacción más espectacular de su hermana ante su experto cebo, pero, mirando a su madre, no reanudó las burlas.

—Quizá —sugirió suavemente Dag— deberíamos ir a ocuparnos de Grace y Mocasín.

—¿Quién? —preguntó Rush.

—El caballo de la señorita Bluefield, y el mío. Han estado esperando pacientemente fuera.

—¿Qué? —dijo Reed—. ¡Fawn no tiene caballo!

—Hey, Fawn, ¿de dónde has sacado un caballo?

—¿Puedo montarlo?