Выбрать главу

—Así es mejor —dijo el hombre que la sujetaba, con su aliento agrio soplando en su oreja—. Siento que te pegara, pero no deberías haber intentado escapar de él. Ven, te lo pasarás mejor conmigo —una mano subió y le apretó un pecho—. Huh. Más madura de lo que pensé.

Fawn, jadeando y todavía temblando por el susto, se lamió un hilillo húmedo que le corría por la nariz. ¿Eran lágrimas, sangre, o ambas cosas? Tiró disimuladamente de la cuerda que le ataba dolorosamente las muñecas. Los nudos parecían muy apretados. Pensó si gritar más. No, podrían pegarle otra vez, o amordazarla. Mejor fingir estar aturdida, y si pasaban junto a alguien al alcance de la voz, aún estaría en posesión de su voz y sus piernas.

Este esperanzado plan duró diez minutos, cuando, antes de que nadie más apareciera, se salieron de la carretera por un camino escondido. La presa del hombre joven se había convertido en un abrazo casi indolente, y sus manos le recorrían el torso. Cuando empezaron a subir una cuesta, él se echó hacia delante cuando ella resbaló hacia atrás, apartó el hatillo, y le sujetó la espalda más estrechamente contra él, dejando que los movimientos del caballo les frotaran uno contra otro.

Por mucho que este flagrante interés la asustara, no estaba segura de que la indiferencia del idiota no la asustara más. El joven era perverso de maneras predecibles. El otro… ella no tenía ni idea de lo que pensaba, si es que pensaba algo.

Bueno, si esto va a donde parece que va, al menos no pueden dejarme embarazada. Gracias, estúpido Sunny Sawman. Como lado bueno, éste era un precipicio, pero tenía que conceder el punto. Odiaba los temblores de su cuerpo, que informaban de su miedo a su captor, pero no podía evitarlo. El idiota los adentró más en los bosques.

Dag se puso de pie en los estribos cuando los gritos distantes levantaron ecos en los árboles desde el ancho barranco, tan altos y fieros que apenas pudo distinguir palabras: ¡…paz! ¡Soltadme!

Espoleó su caballo a un trote, ignorando las ramas que les golpeaban y arañaban. Las extrañas marcas que había leído en la carretera un par de millas atrás se hicieron de golpe mucho más preocupantes. Había estado siguiendo a su presa al límite absoluto de su sentido esencial durante horas, mientras el agotamiento de la noche llenaba su cuerpo y su mente, esperando que le llevaran a la guarida de la malicia. Su sospecha de que se había añadido una nueva preocupación a su fardo le heló el vientre mientras los gritos continuaban.

Se asomó a un altozano y tomó un rápido atajo por una torrentera con el caballo casi patinando sobre los cuartos traseros. Su presa quedó por fin a la vista en un pequeño claro. ¿Qué…? Cerró la boca y se acercó al galope, sin preocuparse de no hacer ruido. Frenó a diez pasos, bajó de un salto, dejó que su mano realizara los movimientos de encordar y montar y asegurar su arco sin ser consciente de ello.

Estaba meridianamente claro que no estaba interrumpiendo los escarceos de nadie. El hombre de barro, arrodillado e inexpresivo, sujetaba los hombros de una figura que se debatía, oculta por su camarada. El otro hombre intentaba, a la vez, bajarse los pantalones y separar las piernas de la cautiva, que le pateaba valientemente. Maldijo cuando un pie pequeño hizo blanco.

¡Sujétala!

—No tiempo parar —gruñó el hombre de barro—. Hay que seguir. No tiempo para esto.

—¡No llevará mucho tiempo si… la sujetas… bien! —consiguió finalmente colocar las caderas dentro del ángulo de las patadas.

Dioses ausentes, ¿era una niña lo que estaban sujetando contra el suelo? El sentido esencial de Dag amenazaba con hervir; distraído o no, el hombre de barro debía reparar pronto en él incluso si el otro estaba de espaldas. La figura del medio emergió brevemente, cara congestionada y rizos negros agitándose, el vestido medio arrancado por arriba y medio arremangado por abajo. Un destello de pechos dulces como manzanas golpeó los ojos de Dag. Oh. La pequeña forma redondeada no era una niña después de todo. Pero estaba indefensa como si lo fuera, en todo caso.

Dag contuvo su furia y tensó el arco. Esas nalgas agitadas color de luna tenían que ser el blanco más justo jamás presentado a su puntería. Y por una vez en su condenada vida, parecía que no llegaba tarde. Consideró esta maravilla durante el tiempo que le costó ajustar la tensión para asegurarse de que la flecha no pasaría a través y alcanzaría a la niña. Mujer. Lo que fuera.

Soltó.

Estaba cogiendo otra flecha antes de que la primera alcanzara su blanco. La perfección del thunk, justo en mitad de la nalga izquierda, fue incluso más satisfactoria que el grito sorprendido que siguió. El bandido se sacudió y se apartó de la chica, aullando y tratando de alcanzar la flecha por detrás, girando a un lado y a otro.

Ahora el peligro no se había reducido a la mitad, sino duplicado. El hombre de barro se puso bruscamente en pie, viendo a Dag por fin, y arrastró a la chica frente a su torso como un escudo. Su altura y la corta estatura de ella frustraron su propósito; Dag envió su siguiente flecha a la pantorrilla de la criatura. Le dio de refilón, pero dolió; el hombre de barro dio un salto.

¿Tendría seso suficiente como para amenazar a su prisionera para intentar detener a Dag? Dag no esperó a averiguarlo. Con los labios retirados en una fiera sonrisa, sacó su cuchillo de guerra y se lanzó hacia delante. La muerte iba tras sus pasos.

El hombre de barro lo vio; el miedo asomó a la cara abultada y abotargada. Con una sacudida llena de pánico, lanzó a la chica, que gritaba, hacia Dag, se dio la vuelta, y huyó.

Con el arco todavía entorpeciéndole el brazo izquierdo y el cuchillo en la mano derecha, Dag no tenía modo de cogerla; lo mejor que se le ocurrió fue abrir los brazos para que no resultara magullada o herida. Perdió el equilibrio con el impacto, y ambos cayeron al suelo.

Durante un instante ella quedó sobre él, sin aliento, la blandura de su cuerpo apretada contra él. Inhaló, emitió un gañido ahogado, y empezó a arañarle la cara. Él intentó encontrar palabras para calmarla, pero ella no se lo permitía; finalmente se vio obligado a soltar su arma y quitársela de encima. Con dos enemigos vivos aún en el terreno, tendría que lidiar con ella después. Rodó para alejarse, cogió su cuchillo, y se puso en pie de un salto.

El hombre de barro había trepado de nuevo al caballo del bandido. Dio un tirón a las riendas e intentó atropellar a Dag. Dag esquivó, empezó a dar la vuelta a su cuchillo para lanzarlo, lo pensó mejor, lo dejó caer de nuevo, metió la mano en su aljaba, que llevaba ahora al frente, y sacó una de sus pocas flechas restantes. La colocó, apuntó.

No.

Que la criatura siga corriendo, hasta la guarida. Dag podía recuperar la pista si tenía que hacerlo. Un prisionero herido pondría a prueba los límites de lo que podía manejar ahora mismo. Un prisionero al que, con toda seguridad, se le iba a hacer hablar. El caballo desapareció por la tenue pista que se alejaba del claro, paralela al curso de un arroyo cercano. Dag bajó el arco y miró alrededor.

El bandido humano también había desaparecido, pero por una vez rastrearlo no iba a ser un problema. Dag señaló a la chica, que ahora estaba de pie a unas pocas yardas y luchaba para reajustar su roto vestido azul.

—Quédate ahí —siguió el rastro de sangre.

Más allá de un telón de arbolillos y matorral que circundaba el claro, las gotas de sangre se hicieron más grandes. Junto a los peñascos del arroyo, una figura yacía boca abajo y en silencio en un charco rojo, con los pantalones por las rodillas y la flecha de Dag apretada en la mano.