—¿Dónde creíste que estaba?
Él se encogió de hombros.
—Al principio pensé que te habrías tirado al río. Me llevé un buen susto, durante algún tiempo.
Ella agitó la cabeza.
—Pero no lo bastante grande como para hacer algo al respecto, por lo que parece.
—¿Y qué podría haberse hecho para entonces? Parecía el tipo de estupideces que haces cuando te enfadas. Siempre has tenido genio. Recuerdo que tus hermanos te hacían enfadar tanto que casi no podías respirar de tanto como gritabas, a veces, hasta que tu padre venía tirándose de los pelos y te daba una paliza por armar tanto escándalo. Luego se corrió la voz de que faltaban algunas de tus ropas, lo que parecía indicar que te habías escapado, porque ni siquiera tú te llevarías tres mudas para ir a ahogarte. Tu familia te buscó, pero supongo que no lo bastante lejos.
—Tú tampoco ayudaste a buscar, por lo que parece.
—¿Te parezco un estúpido? ¡No quería encontrarte! Te metiste sólita en el lío, pues te tocaba salir de él.
—Sí, eso imaginé —Fawn se mordió el labio.
Silencio. Más miradas.
Vete de aquí, patán insoportable.
—No he olvidado lo que me dijiste aquella noche, Sunny Sawman. No eres bienvenido en mi presencia. En caso de que tuvieras alguna duda.
Él se encogió de hombros, irritado. Sus cejas doradas se unieron sobre su nariz respingona.
—Me imaginé que lo del dañiespectro era mentira. ¿Qué pasó en realidad?
—Los dañiespectros son de verdad. Uno me tocó. Aquí y ahí. —Se tocó el cuello donde las marcas se destacaban, rojas, y, a desgana, puso la palma de la mano sobre su vientre—. Los Andalagos hacen cuchillos especiales para matar malicias, ése es el nombre que dan a los dañiespectros. Dag tenía uno. Entre los dos matamos al dañiespectro, pero era demasiado tarde para el bebé. Casi fue demasiado tarde para nosotros, pero no del todo.
—Oh, ¿ahora cuchillos mágicos, además de monstruos mágicos? Claro, me lo creo. O quizá alguna de esas medicinas secretas de los Andalagos hizo el trabajo, y el resto es un cuento para ocultarlo, para hacerte quedar bien con tu familia, ¿eh? —se acercó a ella. Ella retrocedió.
—Ni siquiera saben que estaba embarazada. No se lo dije —tomó aire—. Y no te importa lo que pasó, ¿verdad?, siempre que no caiga sobre ti. ¡Aj! —Se estiró del pelo, luego se pasó las manos por la cara, fuerte—. Sabes, no me importa ni dos peniques lo que creas, siempre que vayas a creértelo a otro sitio —Tía Nattie había comentado una vez que lo opuesto al amor no era el odio, sino la indiferencia. Fawn sentía que empezaba a entenderlo.
Sunny se acercó más aún; ella sintió su aliento agitándole los mechones de pelo de su cuello, húmedos de sudor.
—Entonces… ¿has dejado que ese patrullero moje? ¿Sabe eso tu familia?
La rabia detuvo la respiración de Fawn. No iba a gritar…
—¿Después de un aborto? ¡No tienes sesos en absoluto, Sunny Sawman!
Él dudó ante esto, con la duda asomando a sus ojos azules.
—Además —dijo ella—, te vas a casar con Violet Stonecrop. ¿Ya estás mojando?
Él retiró los labios en algo parecido a una sonrisa, salvo que carecía de humor. Se acercó más aún.
—Yo tenía razón. Eres una pequeña zorra. —Y sonrió triunfante ante la furia que ella sabía le estaba enrojeciendo la cara—. No pongas esa cara —añadió, levantando una mano para apretarle un seno—. Sé lo fácil que eres.
Los dedos de ella buscaron el mango de la sartén.
Unas pisadas largas y lentas se oyeron desde el cuarto del telar; Sunny retrocedió a toda prisa.
—Hola, Chispa —dijo Dag— ¿Queda algo de esa sidra?
—Claro, Dag —dijo ella, apartándose de Sunny y escapando al otro lado de la habitación, al jarro que había en el estante. Quitó la tapa y sirvió un vaso, deseando que dejaran de temblarle las manos.
De algún modo, Dag estaba ahora entre ella y Sunny.
—¿Un visitante? —preguntó, con un gesto de cabeza hacia Sunny. Sunny parecía estar preguntándose, furioso, si Dag acababa de entrar, si les habría oído, y de ser así, cuánto y en qué grado le comprometería.
—Éste es Sunny Sawman —dijo Fawn—. Ya se iba. Dag Redwing Hickory, un patrullero Andalagos. Se queda.
Sunny, que para variar tuvo que alzar la vista, saludó reservado con la cabeza. Dag le miró desde arriba sin expresión en uno u otro sentido.
—Qué interesante conocerte por fin, Sunny —dijo Dag—. He oído hablar mucho de ti. Todo cierto, al parecer.
Sunny abrió la boca y la cerró; ¿sorprendido quizá de que sus amenazas maledicientes no hubieran conseguido silenciar a Fawn? Bueno, ahora sólo podría culpar a su propia boca. Miró hacia el cuarto del telar, que no tenía otra salida salvo al dormitorio de Nattie y Fawn, y no dio con una respuesta.
Dag continuó, fríamente:
—Así que… Sunny… ¿alguna vez alguien te ha propuesto cortarte la lengua y dártela a comer?
Sunny tragó saliva.
—No. —Quizá estaba intentando adoptar un tono bravucón, pero salió más bien como un graznido.
—Me sorprende —dijo Dag.
Se rascó suavemente un lado de la nariz con el garfio, un aviso, pensó Fawn, aunque Sunny ni se dio cuenta ni hizo caso.
—¿Estás intentando empezar algo? —preguntó Sunny, recuperando su tono beligerante.
—Ay. —Dag indicó su brazo roto con un leve movimiento del cabestrillo—, tendremos que dejarlo para más tarde.
Los ojos de Sunny se animaron cuando se dio cuenta de la aparente indefensión del patrullero.
—Entonces quizá sea mejor que dejes la lengua quieta hasta entonces, patrullero. ¡Ja! ¡Sólo Fawn sería lo bastante tonta como para tener un lisiado de defensor!
Los ojos de Dag se redujeron a dos rendijas doradas y Fawn se estremeció. En el mismo tono tranquilo y afable, murmuró:
—He cambiado de idea. Voy a encargarme de ti ahora. Chispa, has dicho que este tipo se iba. Ábrele la puerta, ¿quieres?
Claramente incapaz de imaginar lo que Dag podría hacerle, Sunny apretó los dientes, separó las piernas, y puso cara feroz. Dag se quedó en pie, quieto. Confusa, Fawn dejó el vaso a toda prisa, salpicando sidra sobre la mesa. Abrió la puerta mosquitera y la sujetó.
Cuando Dag se movió, su velocidad fue sorprendente. Ella sólo vio a medias cómo giraba en torno a Sunny, su pierna alzada tras las rodillas de Sunny, y su brazo izquierdo trazó un arco con un malévolo zumbido y destello del garfio. De pronto Sunny se lanzó hacía delante, con la boca abierta, con el garfio de Dag sujetándole por el fondo de los pantalones. Sus pies se movían pero apenas tocaban el suelo; parecía alguien resbalando sobre hielo. Tres largas zancadas de Dag, un fuerte sonido de tela rasgada, y Sunny echó a volar por el aire sobre las tablas del porche, aterrizando más allá de los escalones con el trasero empinado y la cara contra el polvo.
Fue en parte el alivio de que Dag no le hubiera cortado la garganta a Sunny con el garfio tan tranquilamente como había matado a aquel hombre de barro lo que hizo que Fawn estallara en carcajadas. Se cubrió la boca con la mano y gozó de la ridícula visión de los calzoncillos de Sunny agitándose por el nuevo agujero en sus pantalones.
Sunny giró y les miró, con la cara congestionada de un rojo oscuro y desigual, y luego se puso torpemente en pie, crispando los puños. Entre el polvo y las maldiciones que llenaban su boca sus balbuceos eran casi incoherentes, pero el sentido general de ¡Ya te cogeré, Andalagos! ¡Os cogeré a ambos!, quedó bastante claro, y Fawn contuvo el aliento, alarmada de nuevo.