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—Mejor tráete unos amigos —recomendó Dag secamente—. Si tienes alguno. —Las aletas de su nariz se movían un poco, pero aparte de eso apenas parecía agitado.

Sunny dio dos pasos hacia el porche, pero luego retrocedió indeciso cuando el garfio pasó de nuevo a primer plano. Fawn fue a por la sartén. Mientras Sunny dudaba, su cabeza se alzó ante el sonido golpes y pasos inseguros desde el cuarto del telar; la ciega Tía Nattie con su bastón. Sunny miró alocadamente a su alrededor, tropezó al bajar los escalones de espaldas, se dio la vuelta, y huyó por un lado de la casa.

—Tenías razón, Chispa —dijo Dag, cerrando de nuevo la puerta mosquitera—. No le gustan mucho los testigos. Se puede uno hacer una idea de por qué.

Nattie entró en la cocina.

—Hola, Fawn, cariño. Hola, Dag. Vaya, esa crema de manzana huele muy bien. —Giró la cara, siguiendo las pisadas que se alejaban de la casa—. Joven idiota —añadió pensativamente—. Sunny siempre cree que si no puedo verlo, no puedo oírlo. Es como para pensarlo, de veras que lo es.

Fawn tragó saliva, dejó la sartén en la mesa, y voló a los brazos de Dag. Él la rodeó con el brazo izquierdo en un abrazo tranquilizador. Tía Nattie inclinó la cabeza hacia ellos, con una sonrisa bailándole en los labios.

—Muchas gracias por la limpieza, patrullero.

—Un placer, Tía Nattie. Vamos, vamos —Dag apretó a Fawn contra sí—. Por lo que pueda valer, Chispa, él tenía más miedo de ti que tú de él —añadió pensativo—: Como una serpiente, en ese aspecto.

Ella soltó una risita temblorosa, y él relajó su abrazo.

—Iba a golpearle con la sartén, antes de que entraras.

—Pensé que iba a pasar algo así. Yo mismo estaba imaginando algo parecido.

—Una pena que no pudieras cortarle la lengua de verdad… —Hizo una pausa—. ¿Era una broma o no? A veces no estoy segura sobre el sentido del humor de los patrulleros.

—Eh —dijo él, sonando un poco melancólico—. No es, en cualquier caso, muy práctico ahora mismo. Aunque supongo que me alegro mucho de que Sunny no crea en ninguno de esos feos rumores que dicen que los Andalagos somos hechiceros negros.

Ella dejó de temblar poco a poco, pero juntó las cejas al pensar en lo sucedido.

—Me alegro mucho de que estuvieras allí. Aunque deseo que no tuvieras el brazo roto. ¿Lo tienes bien? —Tocó el cabestrillo, preocupada.

—Esto no le ha ido muy bien, pero el hueso no se ha movido. Hemos tenido suerte por la llegada de tu tía Nattie y por la, ah, repentina timidez de Sunny.

Ella retrocedió para estudiar con curiosidad su expresión seria, y él continuó:

—Verás, a pesar de los cerdos que haya matado, Sunny nunca ha estado en una lucha a muerte. Yo no he estado en ningún otro tipo de lucha desde que era más joven que él. Está acostumbrado a peleas de muchachos, del tipo que se tienen con hermanos o primos o amigos o, en cualquier caso, con gente con la que luego tienes que seguir viviendo. Edad, peso, vigor, músculos, todo eso estaría en mi contra en ese tipo de pelea, incluso sin un brazo roto. Si realmente quieres verlo muerto, soy tu hombre; si no, es más complicado.

Ella suspiró y le apoyó la cabeza en el pecho.

—No quiero que muera. Sólo quiero dejarlo atrás. Millas y años. Supongo que tendré que esperar para los años. Todavía pienso en él cada día, y no quiero. Si estuviera muerto sería peor, en ese aspecto.

—Sabia Chispa —murmuró él.

Ella arrugó la nariz, dudosa. ¿Cómo de seria habría sido esa letal oferta, para estar tan aliviado ante su negativa? Acordándose de pronto, le llevó su bebida, que él aceptó con una sonrisa de agradecimiento.

Nattie había ido al fogón a remover la crema de manzana que, por el olor, estaba a punto de quemarse. Golpeó la cuchara en el borde de la cazuela para liberar el exceso, la dejó a un lado, se volvió y dijo:

—Eres muy listo, patrullero.

—Oh, Nattie —dijo Fawn, dolida—, ¿cuánto has oído de este desastre?

—Prácticamente todo, cariño —suspiró—. ¿Se ha ido ya Sunny?

La cara de Dag adoptó brevemente la curiosa expresión que indicaba que estaba consultando su sentido esencial.

—Hace rato, Tía Nattie.

Fawn respiró aliviada.

—Dag, eres un buen hombre, pero necesito hablar con mi sobrina. ¿Por qué no te vas a dar una vuelta?

Él miró a Fawn, que asintió sin ganas.

—Quizá podría ir a ver a Mocasín, a asegurarme de que no haya mordido a nadie aún —dijo Dag.

—Eso estaría bien —asintió Nattie.

Él dio un último abrazo a Fawn, se inclinó para rozar sus labios perfumados de sidra en los de ella, sonrió para darle ánimos, y salió. Ella oyó sus pasos atravesar la casa hacia la puerta delantera, y luego fuera.

Fawn quería hundir la cabeza en el regazo de Nattie y llorar a moco tendido; en vez de eso, se dedicó a rastrillar las brasas bajo el horno para hacer los pasteles. Nattie se sentó en una silla de la cocina y puso las manos sobre su bastón. Primero a trompicones, y luego con más fluidez, la historia fue contada de nuevo, desde el insensato revolcón de Fawn en la boda en primavera, pasando por su creciente miedo a las consecuencias, hasta la primera y horrible conversación con Sunny.

—Tch —dijo Nattie con pena—. Sabía que tenías problemas, cariño. Intenté que hablaras conmigo, pero no lo conseguí.

—Lo sé. No sé si ahora lo lamento o no. Pensé que era un problema que había conseguido yo sola, de modo que tenía que pagar por él yo sola. Y luego pensé que me fallaría el valor si no me decidía pronto.

Con Nattie, ahora, Fawn decidió no omitir nada de su viaje excepto el extraño accidente con el cuchillo de vínculo de Dag, en parte porque le amedrentaban las complicadas explicaciones que tendría que dar, en parte porque no importaba respecto a lo que había ocurrido con su embarazo, pero sobre todo porque los secretos de los Andalagos no eran suyos para desvelarlos. No, no sólo los secretos de los Andalagos; la intimidad de Dag. Se dio cuenta, ahora, de lo personal y privada que era la posesión del hueso de su esposa muerta. Era el único secreto que le había pedido guardar.

Respirando hondo, Fawn empezó de nuevo. Describió su solitario viaje a Glassforge, su aterrador encuentro con el joven bandido y el extraño hombre de barro. Su primer vistazo fugaz del sorprendido Dag, más aterrador aún, pero en retrospectiva casi divertido. La fantasmal granja abandonada de los Horseford, el segundo secuestro. Las alturas de terror completamente inexploradas que había descubierto en la guarida de la malicia. Dag en la cueva, Dag esa noche en la granja.

Terminó con la cabeza sobre el regazo de Nattie, aunque consiguió contener las lágrimas en sollozos espasmódicos. Nattie le acarició el pelo como lo hacía cuando Fawn era pequeña y lloraba de dolor por algún rasguño en su cuerpo, o de furia por alguna herida más grave en su espíritu.

—Chist. Chist, cariño.

Fawn respiró, se limpió los ojos y la nariz en el delantal, y se sentó de nuevo en el suelo, junto a la silla de Nattie.

—Por favor, no cuentes nada de esto a mamá y papá. Tienen que seguir viviendo junto a los Sawmans. No tiene sentido crear mala sangre entre las familias, ahora.

—Bueno, cariño. Pero no me gusta ver que Sunny sale limpio de todo esto.

—Sí, pero no podría soportar que se enteraran mis hermanos. Intentarían hacerle algo a Sunny, lo que traería problemas, o se reirían de mí por ser tan estúpida, y no creo que pudiera soportar eso —tras un momento de reflexión, añadió—: O las dos cosas.

—No estoy segura de que ni siquiera tus hermanos sean tan desconsiderados como para burlarse de esto —Nattie dudó, y luego admitió de mala gana—: Bueno, quizá Whit-diota.