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Los fragmentos de cristal empezaron a brillar, luego a moverse, luego se alzaron y fluyeron sobre las tablas del piso del salón. Las movió no con la mano, sino con la esencia de su mano. La esencia de su mano izquierda, la mano que no estaba allí, y la sola idea era tan aterradora que la evitó.

Pero ni siquiera ese terror rompió su concentración. Los fragmentos levitaron, volando en círculos como luciérnagas en torno al cuenco para encontrar de nuevo su sitio. El cuenco brillaba con luz dorada a lo largo de las líneas de fractura, como fuego de forja, como fuego de estrellas, como nada que Dag hubiera visto en la tierra. Relucía, reflejándose en su piel, que se iba enfriando. Mantuvo débilmente la nota. Las líneas de luz parecieron fundirse en riachuelos, arroyos, ríos de oro pálido recorriendo todo el cristal, y luego se extendieron como un lago en calma un amanecer de invierno.

La luz se atenuó. Y desapareció.

Dag volvió en sí de rodillas, doblado en dos, con el cabello cayendo como una cortina sobre su cara, la boca abierta, mirando el cuenco intacto. Sentía la piel fría y pegajosa como sebo en una mañana de invierno, y estaba tiritando, temblando con tal violencia que le dolía el estómago. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.

Los únicos sonidos en la habitación eran los de ocho personas respirando: algunos pesadamente, otros rápidamente, algunos conteniendo las lágrimas, otros jadeando con asombro. Pensó que podía distinguirlos sólo con el oído. No podía obligarse a alzar la vista.

Alguien —Fawn— cayó de rodillas junto a él.

—¿Dag…? —dijo, insegura.

Su manita se alzó para tocarle la barbilla, para hacer que alzara la cara y le mirara a los ojos, que tenía muy, muy abiertos.

Él empujó el cuenco con su brazo izquierdo. Estaba caliente al tacto, pero no mucho. No se fundió ni desapareció ni explotó ni se desmoronó de nuevo en mil pedazos. Resonó leve y musicalmente al rozar contra el suelo, la canción ordinaria del cristal ordinario que nunca ha muerto y resucitado. Encontró la voz, o al menos una buena imitación; le sonaba totalmente extraña, como si viniera desde debajo del agua o bajo tierra.

—Devuélveselo a tu madre.

Le apoyó la muñequera en el hombro y empujó para levantarse. La habitación osciló, y de pronto tuvo miedo de vomitar, de dar un espectáculo en mitad del piso del salón frente a todo el mundo. Fawn apretó el cuenco contra su pecho y se levantó tras él, sin quitarle la vista de encima.

—¿Estás bien? —preguntó.

Él asintió brevemente, se humedeció los labios fríos, y salió tambaleándose por la puerta del salón hacia el vestíbulo. Esperó poder llegar al porche antes de que su estómago se diera la vuelta. Tril, de pie, revoloteaba en las cercanías, y cuando él pasó ella retrocedió. Fawn le siguió, deteniéndose sólo para poner el cuenco en manos de su madre.

Dag oyó la voz de Fawn tras de sí, baja y fiera:

—También hace eso con los corazones, sabéis.

Y fue decidida tras él.

Capítulo 16

Fawn siguió a Dag al porche delantero y le miró preocupada mientras él se sentaba pesadamente en el escalón, con el codo izquierdo en la rodilla y la cabeza gacha. Hacia el oeste, detrás de la casa, los colores del ocaso empezaban a desaparecer; por el este, sobre el valle, las primeras estrellas asomaban en la bóveda turquesa. El calor del día empezó a atenuarse y el aire se suavizó. Fawn se sentó a la derecha de Dag y le tocó, insegura, la cara con la mano. Tenía la piel helada, y podía sentir los escalofríos que le recorrían el cuerpo.

—Te has quedado todo frío.

Él movió la cabeza, tragó saliva.

—Dame un poco de… —al cabo de algunos momentos se enderezó, respirando hondo—. Pensé que iba a echar toda la cena sobre mis pies, pero ahora me parece que no.

—¿Es normal esto? ¿Después de hacer estas cosas?

—No… No lo sé. No soy un hacedor. Quedó claro desde que cumplí los dieciséis. No tenía la capacidad de concentración necesaria. Tenía que estar moviéndome todo el rato. No soy un hacedor, pero esto…

—¿Sí? —le animó Fawn cuando él no siguió hablando.

—Esto ha sido una creación. Dioses ausentes. —Levantó el brazo izquierdo y se frotó la frente con la manga.

Ella le pasó un brazo por la cintura, intentando compartir su calor; no estaba segura de si ayudaría, pero él sonrió tembloroso ante el intento. Tenía el costado frío como el hielo.

—Deberíamos ir al fogón de la cocina. Te prepararé una bebida caliente.

—En cuanto pueda ponerme en pie —y añadió—: Podríamos ir rodeando la casa.

Por donde no tuvieran que arriesgarse a encontrarse con su familia. Ella asintió, comprensiva.

—El arte esencial —empezó, y su voz se apagó—. Tienes que entenderlo. El arte esencial de los Andalagos, su magia, podrías decir, consiste en tomar algo y hacerlo más real, más genuino, reforzando su esencia. Hay una mujer en Hickory Lake que trabaja con cuero, lo hace impermeable. Tiene una hermana que puede hacer que el cuero rechace las flechas. Puede hacer quizá un par de chaquetas al mes. Una vez tuve una.

—¿Funcionaba?

—Nunca tuve ocasión de comprobarlo mientras fue mía. Pero vi cómo otra rechazaba la lanza de un hombre de barro. La punta de hierro sólo dejó un arañazo en la superficie. De la chaqueta, no del patrullero —aclaró.

—¿Mientras fue tuya? ¿Qué pasó?

—Se la dejé al mayor de mis sobrinos cuando empezó a patrullar. Él se la dio a su hermana cuando ella empezó. Lo último que supe fue que el menor de los hijos de mi hermano la llevó consigo cuando salió del territorio. No estoy seguro de que las chaquetas sean tan útiles, porque pueden hacerte descuidado y no te protegen la cara o las piernas. Pero, ya sabes… uno se preocupa por los jóvenes. —Sus hombros se estaban relajando, pero su expresión siguió siendo tensa y distante—. Ese cuenco, sin embargo… Empujé su esencia hasta la naturaleza más pura de un cuenco, y el cristal se limitó a seguirla. Lo sentí con toda claridad. Excepto que, excepto que… —apoyó su frente contra la de ella, y habló en un susurro atemorizado—. Empujé con la esencia de mi mano izquierda, y no tengo mano izquierda y no tiene esencia. Lo que hubiera allí durante ese instante ya no está. Nunca he oído nada parecido. Pero los mejores hacedores no hablan mucho de su arte excepto entre sí. Así que no sé. No… no sé.

La puerta se abrió; Whit se deslizó hacia las sombras del porche.

—Hum… ¿Fawn?

—¿Qué, Whit? —dijo ella con impaciencia.

—Hum. Tía Nattie dice. Hum. Tía Nattie dice que ya está harta de tanta tontería y que te verá a ti y al patrullero en su habitación para terminar con esto de un modo u otro en cuanto el patrullero se sienta capaz. Hum. Señor.

Ocultos tras la cortina de su cabello, los labios de Dag temblaron un poco. Levantó la cara.

—Gracias, Whit —dijo con gravedad—. Dile a Tía Nattie que iremos enseguida.

Whit tragó saliva, bajó la cabeza, y huyó de vuelta al interior.

Se levantaron y rodearon la casa por el norte hacia la cocina, con Dag apoyando pesadamente su brazo izquierdo sobre los hombros de Fawn. Tropezó dos veces. Ella le hizo sentarse junto al fogón de la cocina mientras le preparaba un té de hojas de menta, sujetándole la taza para que lo bebiera. Para entonces Dag ya había dejado de temblar, y su piel estaba de nuevo seca y cálida. Fawn vio a sus padres y a Fletch atisbar tímidamente desde la oscuridad del pasillo, pero no dijeron nada y no entraron.