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—Empezaremos con mi cordón —le dijo—. Lo más importante es que, una vez tenga mi esencia anclada en el trenzado, no te detengas, o se romperá la esencia, y tendremos que deshacerlo todo y empezar desde el principio. Lo que, de hecho, podemos hacer sin problemas, pero es un poco frustrante llegar casi hasta el final y entonces estornudar.

Ella asintió seria y lo preparó todo, anudando las cuatro hebras a un clavo hundido en el banco ante ella. Extendió los ovillos de hilo, tragó saliva, y dijo:

—Muy bien. Dime cuándo empiezo.

Dag se enderezó y sacó el brazo derecho del cabestrillo, colocándose detrás de ella tan cerca como para tocarla, besándole la oreja para darle ánimos y hacerla sonreír, consiguiendo quizá lo primero pero no lo segundo. Miró por encima de su cabeza y puso sus brazos sobre los de ella, dejando que su mano y garfio tocaran, primero la fibra, luego los dedos de ella, y dejándolos por encima de las manos de Fawn. Su esencia, fluyendo desde su mano derecha, se enredó enseguida en las gruesas hebras.

—Bien. La tengo anclada. Empieza.

Sus hábiles manos empezaron a tirar, girar, retorcer, repetir. Sentía claramente los tirones a medida que el delgado hilo de su esencia se trenzaba bajo su toque, y recordó de nuevo la extraña sensación que había sentido por primera vez en una tienda tranquila en la boscosa Luthlia. Era aún muy extraña, aunque no desagradable. La habitación estaba muy silenciosa, y pensó que casi podía ver el movimiento de las luces y sombras por la ventana a medida que el sol matutino subía por el cielo del este.

Su brazo derecho temblaba y sus hombros le dolían para cuando ella tuvo un poco más de dos pies de cordón.

—Bien —le susurró al oído—. Basta. Átalo.

Ella asintió, hizo el nudo final, y tensó las hebras.

—¿Nattie? ¿Lista?

Nattie se inclinó con las tijeras y, guiada por Fawn, cortó por debajo del nudo. Dag sintió el latigazo en su esencia, y controló un jadeo.

Fawn se estiró y se puso en pie de un salto. Ansiosamente, se dio la vuelta y le alargó el cordón a Dag.

Él indicó con la cabeza que le pasara el cordón entre los dedos que asomaban por el cada vez más mugriento vendaje. La sensación era muy extraña, como ver un trozo de sí mismo en un espejo deformante, pero el entrelazado era firme y seguro.

—¡Bien! ¡Hecho! ¡Lo hemos conseguido, Chispa, Tía Nattie!

Fawn sonrió como un rayo de sol y puso el cordón en manos de su tía. Nattie lo palpó y sonrió también.

—Cielos. Sí. Incluso yo puedo sentirlo. Me trae recuerdos, ya lo creo. ¡Bien hecho, niña!

—¿Y el otro? —dijo ella, ansiosa.

—Recupera el aliento —aconsejó Dag—. Camina un poco, relaja los músculos. El siguiente será un poco más complicado —el siguiente podía resultar imposible, admitió desolado para sí, pero no iba a decirle eso a Chispa; para estas cosas tan sutiles, la confianza era importante.

—¡Oh, sí, te deben doler los hombros también! —exclamó ella, y corrió para subirse al banco tras él y masajearlos con sus fuertes manitas, un ejercicio al que él no podía poner objeciones, aunque se las arregló para no caer de bruces sobre el banco y derretirse. Recordó qué más cosas podían hacer esas manos, luego intentó no hacerlo. Necesitaría toda su concentración. Dos días sólo…

—Ya es suficiente, descansa los dedos —dijo heroicamente tras un rato. Se levantó y caminó por la habitación, preguntándose qué más podía hacer, o debía hacer, o no había hecho, para conseguir que la siguiente y más crítica tarea tuviera éxito. Estaba a punto de entrar en el preocupante y poco familiar territorio de las cosas que no había hecho antes; de cosas que nadie había hecho antes, que él supiera. Ni siquiera en baladas.

Se sentaron de nuevo en el banco, y Fawn ató las cuatro hebras de su hilo en el clavo.

—Cuando quieras.

Dag inclinó la cabeza y respiró el aroma de su cabello, intentando calmarse. Pasó su rígida mano y el garfio suavemente por los brazos de ella un par de veces, intentando coger cualquier fragmento, cualquier abertura en la esencia que percibía arremolinándose, tan vital, bajo su piel. Espera, ahí había algo…

—Empieza.

Sus manos empezaron a moverse. Tras apenas tres pasadas, él dijo:

—Espera, no. Para. Eso no es tu esencia, es la mía otra vez. Perdón, perdón.

Ella exhaló, enderezó la espalda, se acomodó mejor, y deshizo su trabajo.

Dag se sentó un momento con la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Su mente volvió al incómodo recuerdo del arte de esencia que había practicado con la mano izquierda en el cuenco dos noches atrás. La fractura de su brazo derecho debilitaba la esencia dominante de ese lado; quizá el izquierdo trataba de compensar ahora al derecho, como el derecho había hecho durante tanto tiempo por el mutilado brazo izquierdo. Esta vez, se concentró en intentar la esencia de la mano izquierda de Fawn. Acarició el dorso de su mano con el garfio, pellizcó con dedos fantasmales que no estaban allí, casi… ¡ahí! Tenía algo asido, frágil y delgado, y esta vez no era suyo.

—Adelante.

De nuevo las manos de ella echaron a volar. Había completado doce pasadas del trenzado cuando él sintió que el tenue enlace se rompía.

—Para —suspiró—. Lo he perdido otra vez.

—¡Ngh! —exclamó Fawn, frustrada.

—Chist, calla. Casi teníamos algo.

Ella deshizo el trenzado, y movió los hombros, y frotó la cabeza contra su pecho; él casi podía ver su mueca, aunque desde este ángulo todo lo que veía era su pelo y su nariz. Y luego lo sintió cuando la mueca se volvió pensativa.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Tú lo dijiste. Dijiste que la gente pone su pelo en los cordones porque fue parte de su esencia una vez, de modo que era fácil encontrarla, enlazarla. Porque era parte de sus cuerpos, ¿verdad? Un cuerpo vivo crea su esencia.

—Cierto…

—Y también dijiste una vez, una noche cuando te pregunté tantas cosas sobre las esencias, que la sangre de la gente vive durante un tiempo después de salir de sus cuerpos, ¿verdad?

—Qué vas a… —empezó él incómodo, pero se interrumpió cuando ella le cogió el garfio y lo llevó ante sí. Él sintió presión y un tirón, luego otro, a través del arnés del brazo.

—Espera, para, Chispa, que estás… —se inclinó hacia delante y vio para su horror que se había abierto las yemas de los dedos índice con la no especialmente afilada punta del garfio. Se apretó cada mano con la otra para hacer fluir la sangre, y tomó de nuevo las hebras.

—Prueba otra vez —dijo en un gruñido absolutamente decidido—. Vamos, rápido, antes de que deje de sangrar. Inténtalo.

No podía desoír una petición tan asombrosa. Con una fiereza que casi igualaba a la de ella, pasó las manos, la de verdad y la fantasmal, por sus brazos de nuevo. Esta vez, su esencia casi saltó a los hilos ensangrentados, uniéndose firmemente.

—Adelante —susurró él.

Y sus manos empezaron a doblar y retorcer y tirar.

—Me estás dando un susto de muerte, Chispa, pero funciona. No pares.

Ella asintió. Y no paró. Terminó su cordón, más o menos de la longitud del que habían hecho para él, justo cuando sus dedos dejaron de sangrar.