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—Nattie, cuando quieras.

Nattie se inclinó y cortó bajo el nudo final. Dag sintió cómo la esencia de Fawn volvía a su sitio como la suya había hecho.

—Perfecto —le aseguró—. Dioses ausentes, está bien.

—¿De verdad? —Ella se volvió a mirarle, con la cara tensa—. No he sentido nada. No he sentido nada ninguna de las dos veces. ¿De verdad?

—Ha sido… Has estado… —buscó las palabras adecuadas—. Has sido muy lista, Chispa. Ha sido más que lista. Has sido brillante.

La tensión se convirtió en un relámpago de gloria, brillándole en los ojos.

¿De verdad?

Yo no hubiera dado ese salto mental.

—Bueno, claro que no lo hubieras hecho —ella resopló—. Te hubieras puesto todo protector o hubieras discutido conmigo.

Él le dio un abrazo, y la sacudió un poco, y sintió una nueva y extraña simpatía por sus padres y su ambigua reacción ante su vuelta a casa aquella primera noche.

—Probablemente tienes razón.

—Claro que tengo razón. —Ella soltó una risita más propia de Chispa.

Él se echó hacia atrás, soltándola, y deslizó de nuevo su dolorido brazo derecho en el cabestrillo.

—Por el amor del cielo, ve a lavarte enseguida los dedos. Con mucho jabón fuerte. No sabes dónde ha estado ese garfio.

—Por todas partes, ¿no? —le dedicó una alegre sonrisa por encima del hombro, acarició de nuevo su cordón, y salió bailando hacia la cocina.

Nattie se inclinó y cogió el nuevo cordón del banco, deslizándolo pensativa entre los dedos.

—No tenía ni idea de que iba a hacer eso —se disculpó Dag débilmente.

—Nunca la tienes, con ella —dijo Nattie—. Te mantendrá alerta, me parece, patrullero. Quizá más de lo que creías. Lo curioso es que crees que sabes lo que haces.

—Solía hacerlo —suspiró él—. Aunque eso puede deberse a que sólo estaba haciendo las mismas cosas una y otra vez.

Chispa volvió de la cocina, arrastrando a su madre para que viera el trabajo terminado. Dag confió en que Fawn no mencionara el último detalle de la sangre. Tril y Nattie se pasaron los cordones de una a la otra; Tril dio un tirón a uno, asintiendo pensativa ante su resistencia. Cuadró los hombros y metió la mano en el bolsillo de su delantal.

—Nattie, ¿te acuerdas de aquel collar que tenía mamá con las seis cuentas de oro, una por cada hijo, que se rompió aquella vez que el carro volcó en la nieve, y que nunca hizo arreglar porque no encontró todos los trozos?

—Oh, sí —dijo su hermana.

—Me lo quedé yo, y tampoco lo arreglé nunca. Ha estado en el fondo de un cajón durante años y años. He pensado que a lo mejor podrías usar las cuentas para rematar los nudos de los cordones.

Fawn, excitada, miró la mano de su madre y cogió una de las cuatro alargadas cuentas de oro, mirando a través del agujero.

—Nattie, ¿podemos? Dag, ¿estará bien?

—Creo que será un bonito regalo —dijo Dag, cogiendo una que le ofreció Fawn para que la examinara. De hecho, no estaba seguro de que no fueran una oración. Miró a Tril, que le dedicó un asentimiento breve, casi inexpresivo—. Son muy hermosas. Quedarán muy bien contra el trenzado oscuro y harán que los extremos cuelguen mejor. Me sentiré honrado de aceptarlas.

Cuentas y cordones fueron puestos en las hábiles manos de Nattie, que prontamente sujetó las cuentas de oro a los extremos, cortando las hebras de hilo que sobresalían de los nudos finales en pulcros flecos. Cuando terminó, los dos cordones, uno un poco más oscuro, el otro con un leve brillo cobrizo, relucieron en su regazo como cosas vivas. Cosa que eran, en cierto sentido.

—Quedará bien, cuando Fawn vaya a tu país —dijo Tril—. Sabrán que somos… que somos gente respetable. ¿No crees, patrullero?

—Sí —dijo él, oyendo la súplica en su voz y esperando no estar mintiendo.

—Bien —asintió ella de nuevo.

Nattie se hizo cargo de los cordones, guardándolos hasta pasado mañana, cuando se ocuparía de atarlos a la extraña pareja. Entrelazados y bendecidos, los cordones completarían la unión de esencias, si ambos corazones lo deseaban, como signo y señal de una unión válida que cualquier Andalagos con sentido esencial podría atestiguar. Fielmente creados. Dag estaba seguro de que recordaría este momento de creación durante toda su vida, tanto tiempo como llevara el cordón en torno al brazo, y cómo Chispa había derramado la sangre de su corazón tan furiosamente sobre él. Y sí su auténtico corazón se detiene, lo sabré.

Capítulo 18

Un día, fue el primer pensamiento de Dag cuando se despertó a la mañana siguiente.

Había esperado que la víspera de la boda fuera un día de tranquilos preparativos para la pequeña ceremonia familiar, quizá con tiempo para meditar con la adecuada seriedad sobre el paso que estaba a punto de dar, y también para calmar la estridente voz de su cabeza, ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo has acabado aquí? ¡Esto no estaba en tus planes! ¿Tienes idea de lo que va a pasar cuando llegues a casa? Un simple No le pareció a Dag respuesta suficiente a la última pregunta. Intentó ignorar preguntas más complicadas, del tipo de ¿Cómo vas a proteger a Chispa si no puedes siquiera protegerte a ti mismo?, o ¿Qué pasará si hay niños, si hay mestizos?, aunque esta última llevó directamente a ¿Serán bajitos y fogosos?, y tomó impulso a partir de ahí.

Pero después del desayuno llegaron a la granja Bluefield, no el par de amigas de Fawn que había esperado vagamente, sino dos amigas, cinco de sus hermanas, cuatro cuñadas, unas cuantas primas, y un número indeterminado de madres y abuelas. Eran como una plaga de langosta al revés, trayendo enormes cantidades de comida con manos que producían y ordenaban en lugar de consumir y destruir. Hablaban, reían, cantaban, al menos las más jóvenes soltaban risitas, y llenaron la casa hasta reventar. Los varones Bluefield huyeron a las cuatro esquinas de la granja. Dag, fascinado, se quedó. Durante algún tiempo.

Las presentaciones no estuvieron mal, aunque consiguió sobre todo silencios intimidados o risitas nerviosas en respuesta. Las más valientes, sin embargo, viendo cómo Fawn le ayudaba, también quisieron probar, y en breve se encontró esquivando intentos de darle de comer y de beber como si fuera alguna extraña mascota nueva. Intentó no pensar Cebado para la matanza. Una tropa aún más risueña, encabezada esta vez por una matrona más severa, junto a Fawn, que se negó a explicar nada, lo acorraló con cordeles y procedió a medir diversas partes de su cuerpo —felizmente para su zarandeada ecuanimidad, ésa no—, y se fueron de nuevo flotando entre ráfagas de risas. El cuarto del telar de Nattie, normalmente un refugio tranquilo, estaba repleto, y la cocina estaba, no sólo llena de gente, sino también intolerablemente recalentada por todos los fogones funcionando a tope. Hacia el mediodía, Dag siguió a los hombres a un exilio voluntario, aunque se quedó lo bastante cerca para oír las canciones que flotaban por las ventanas abiertas. Con todos los varones fuera, algunas de las canciones se volvieron sorprendentemente escandalosas; era una fiesta de boda, después de todo. Se alegró de que Fawn no se viera privada de estos detalles por su extraña elección de pareja.

La ayuda femenina se fue antes de la cena, con planes de volver a la mañana siguiente para los últimos preparativos, pero fue más tarde cuando Dag encontró su momento para pensar. Se sentó en el porche delantero, con las piernas colgando sobre el borde, mirando el tranquilo valle pasar del verde dorado a un gris apagado mientras se ponía el sol. En los aleros del viejo granero, las suaves y grises tórtolas lanzaban sus suaves y grises arrullos. Era la vista favorita de la granja para Dag, y pensó que quien se hubiera instalado allí originalmente debía haber compartido el mismo placer. Se sentía extrañamente desvinculado, dejando atrás todas sus viejas certezas, sin otras nuevas para reemplazarlas. Salvo por Chispa. Y ella era un extraño punto fijo en su vertiginoso mundo, porque se movía tan rápido que él temía que si parpadeaba la perdería.