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—Patrullero, Fawn puede manejar a tu caballo.

—Ciertamente, ella puede. Pero, sabes, has enviado a Rush. Una pena.

—Entonces puedes echar a andar.

—¿Tras una paliza? Tienes una buena opinión de mi resistencia —suavizó la voz—. ¿Creéis que entre los cuatro podréis conmigo?

Miraron su cabestrillo, su brazo izquierdo mutilado, y se miraron entre sí. Dag se sintió halagado de que no se echaran a reír en este punto. Pensó que deberían, pero no iba a decirlo. El corpulento, de hecho, parecía un poco avergonzado. Sunny, era cierto, se mostraba más cauto. El cuchillo de caza era un nuevo accesorio.

—Para aclarar las cosas, rechazo vuestra invitación de ponerme en camino. No quiero perderme mi boda. Ahora bien, parece que los números van a vuestro favor. ¿Estáis preparados para matarme esta noche? ¿Cuántos de vosotros estáis dispuestos a morir para que eso ocurra? ¿Habéis pensado en cómo se sentirán vuestros padres y familiares por la mañana? ¿Cómo explicarán los supervivientes lo que ha pasado? Matar a alguien es mucho más complicado de lo que parece, y las complicaciones no terminan al enterrar los cadáveres. Hablo por larga experiencia.

Tenía que detenerse; a juzgar por sus expresiones indecisas, sus palabras estaban convenciendo al menos a dos de ellos, y ésa no había sido exactamente su intención al empezar a hablar. Una persecución, ése era el plan. Por fortuna, Sunny y el otro chico musculoso estaban intentando rodearle, alejándose para ponerse en posición y lanzarse sobre él. Para animarles, empezó a retroceder. Y dijo:

—No me extraña que Fawn te llame Sunny el Estúpido.

Sunny alzó la cabeza de golpe. Desde un lado, uno de sus amigos ahogó una carcajada; Sunny le lanzó una mirada de enfado y soltó a Dag de golpe:

—Fawn es una zorra. Pero ya lo sabes. A que sí, patrullero.

Bien, ya basta.

—Tendréis que cogerme primero, chicos. Si sois tan lentos de piernas como de mollera, no tendré ningún problema…

Sunny se lanzó hacia delante, con el palo silbando en el aire. Dag no estaba allí.

Dag estiró las piernas, corriendo colina arriba, esquivando árboles, con las botas resbalando sobre las hojas viejas y las húmedas piedras y los tocones verdinegros. A juzgar por los golpes y gruñidos de dolor, al menos uno de sus perseguidores estaba encontrando la subida igualmente difícil. No quería perder a los chicos en los bosques, pero quería tener una buena ventaja para cuando llegara…

Aquí.

Ah. Hum.

El árbol que había elegido resultó ser un nogal silvestre con un tronco de un pie y medio de grueso, más o menos. Y sin ramas durante los primeros veinte pies. Esto tenía sus ventajas y sus desventajas. Ciertamente a los chicos les resultaría difícil seguirle hasta arriba. Si es que él conseguía subir. Se sacó el brazo derecho del cabestrillo y lo dejó colgar al costado, alzó el brazo izquierdo, clavó el garfio, apretó las rodillas en torno al tronco, y empezó a trepar. Arrancó el garfio, alargó el brazo, clavó, trepó. Otra vez. Otra vez. Estaba a unos quince pies de altura cuando los perseguidores llegaron, sin aliento y maldiciendo y agitando las mazas. Se le ocurrió, pensativo, mientras arrastraba su cuerpo hacia arriba, que incluso sin la desagradable sensación ardiente de los músculos de su hombro izquierdo, estaba confiando muchísimo en una pequeña clavija de madera y unas costuras diseñadas para desgarrarse. La corteza áspera se rompía y chascaba bajo sus rodillas, dejando caer una aromática lluvia de trocitos. Además, si el garfio cedía y él se deslizaba hacia abajo, la corteza tendría un interesante efecto de sierra entre sus piernas.

Llegó a la primera rama gruesa, pasó una pierna y un brazo por encima, se izó, y se puso en pie. Buscó su objetivo. Dioses ausentes, quince pies más para trepar. Arriba, pues.

Una rama seca cedió bajo su pie, lo que le resultó útil en parte, porque la rompió de una patada y la dejó caer sobre la cara alzada del muchacho flaco al que sus amigos habían enviado árbol arriba en pos de Dag. Gritó y cayó, perdiendo ánimos durante un momento. Dag no necesitaba muchos momentos más.

Para su deleite, una piedra pasó silbando junto a él, luego otra.

—¡Ay! —gritó con realismo, para que le lanzaran más.

Un par de misiles subieron y bajaron, seguidos de un golpe carnoso y un enteramente auténtico «¡AY!» desde abajo. Dag se aseguró de que oyeran su risa malvada, a pesar de que a esas alturas estaba jadeando como un fuelle.

Casi en el objetivo. Dioses ausentes, la condenada cosa estaba bien lejos en la rama. Se estiró, sujetándose a la rama sobre la que estaba doblado a través con la axila derecha, los pies deslizándose por la rama oscilante de debajo, deseando casi por primera vez en su vida tener más altura y alcance. Si perdía el equilibrio a esta altura, podía probar rápidamente que era más estúpido que Sunny el Estúpido. Un poco más, un poco más, engancha el garfio en la sujeción… y un buen tirón.

Dag se agarró con fuerza cuando el avispero de avispas carpinteras del tamaño de una sandía se soltó de la rama y empezó su caída de treinta pies. La mayoría de los habitantes estaban en casa para pasar la noche, le dijo su sentido esencial. ¡Despertad! ¡Os atacan! Su débil intento de azuzar a las avispas con su esencia resultó innecesario cuando el avispero chocó contra el suelo y se rompió con un fuerte y satisfactorio crack. Seguido de un zumbido profundo y furioso que se pudo oír desde donde estaba.

Los primeros gritos fueron mucho más satisfactorios, sin embargo.

Se acomodó con la espalda contra el tronco, apoyando los pies en algunas ramas laterales más robustas, recuperando el aliento y dedicándose a añadir algunos refinamientos. Convencer a las furiosas avispas para que subieran por las perneras de los pantalones y entraran por los cuellos de las camisas no resultó tan difícil como había temido, aunque no podía simplemente espantarlas como mosquitos, y eran mucho menos tratables que las luciérnagas. Cuestión de práctica, decidió Dag. Se aplicó a ello con determinación.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Las tengo en el pelo, las tengo en el pelo, me están picandoool —le llegó un aullido desde abajo, la voz demasiado aguda para identificarla.

—¡Au, mis orejas! ¡Ay, mis manos! ¡Quítamelas, quítamelas!

—¡Corre hacia el río, Sunny!

Los sonidos de la retirada le llegaron entre las hojas; la alocada huida no les ayudaría mucho, porque Dag se aseguró de que se fueran bien escoltados. Incluso sin sentido esencial, supo enseguida cuándo sus exploradoras de pantalones llegaron al objetivo, por los ensordecedores chillidos que siguieron y siguieron hasta que se quedaron sin aliento.

—Cojea hacia el río, Sunny —murmuró Dag salvajemente, mientras los frenéticos gritos se apagaban hacia el este.

Luego vino el problema de bajar.

Dag se lo tomó con calma, al menos hasta los últimos diez pies, cuando su garfio se soltó y marcó un largo surco en la corteza siguiendo la nube de trocitos desprendidos por sus rodillas. Pero consiguió caer de pie y evitar golpearse mucho el vendaje durante la caída. Se puso en pie tambaleante, jadeando.