—Era más fácil… cuando podía simplemente… destriparlos.
No. En realidad no.
Suspiró, e hizo lo que pudo para adecentarse un poco, sacudiéndose trozos de corteza y ramitas y anchas hojas secas de sus ropas y pelo con la curva de su garfio, y deslizando agradecido el dolorido brazo de nuevo en su cabestrillo. Algunas avispas rezagadas zumbaron cerca en amenazadora exploración; las envió tras sus compañeras de nido y se deslizó ladera abajo hacia donde estaban atados los caballos.
Los soltó e hizo lo que pudo para pasarles las riendas sobre el cuello para que no se las pisaran, los guió hasta la carretera, y los orientó hacia el sur, intentando implantar en sus mentes caballunas sugerencias de graneros y grano y hogar en sus limitadas mentes. Encontrarían el camino, o bien Sunny y sus amigos podrían pasar un buen rato los próximos días buscándolos. Cuando pudieran sacar sus hinchados cuerpos de la cama, claro. Un par de los potenciales bravucones, incluyendo a Sunny —Dag se había asegurado respecto a Sunny—, definitivamente no querrían montar hasta casa esa noche. O durante muchas más noches.
Mientras subía de nuevo por el camino, cansado, se encontró con Sorrel que bajaba apresuradamente. Sorrel llevaba una horca de aventar y parecía alarmado.
—¿Qué truenos eran esos horribles chillidos, patrullero? —preguntó.
—Algunos jóvenes idiotas en tus bosques pensaron que sería una gran idea tirar piedras a un avispero. No salió como habían planeado.
Sorrel bufó con irritación medio divertido, la tensión abandonando su cuerpo, y luego hizo una pausa.
—¿De verdad?
—Creo que ésa será la mejor historia, sí.
Sorrel soltó un pequeño gruñido que a Dag le recordó de pronto a Fawn.
—Está claro que hay más que contar. Lo tienes controlado, ¿no? —Se dio la vuelta para caminar de vuelta junto a Dag.
—Esa parte sí. —Dag extendió de nuevo su sentido esencial, esta vez hacia el viejo granero. Su futuro cuñado estaba todavía vivo, aunque su esencia estaba decididamente agitada en esos momentos—. Hay otra parte. De la que creo que te corresponde ocuparte a ti y no a mí. —No era trabajo de un jefe de patrulla disciplinar a la gente de la patrulla de otro jefe. Por otro lado, el trabajo en equipo a veces podía ser sorprendentemente efectivo—. Pero creo que adelantaríamos más si quisieras seguir mi consejo.
—¿Sobre qué?
—En este caso, Reed y Rush.
Sorrel masculló algo sobre «… punto de romperles las cabezotas», luego añadió:
—¿Qué pasa con ellos?
—Creo que debemos dejar que Rush nos lo cuente. Luego veremos.
—Huh —dijo Sorrel dubitativo, pero siguió a Dag cuando éste se desvió hacia el viejo granero.
La puerta corredera que daba al camino estaba abierta, y desde el interior se derramaba la suave luz amarilla de una lámpara de aceite colgada de un clavo en una viga. Grace, en un establo junto a la puerta, bufó inquieta cuando entraron. El pasillo de tierra apisonada olía agradablemente a caballos y paja y estiércol y guano de paloma y moho. Desde el establo de Mocasín se oyó un chillido furioso. Dag alargó una mano para detener a Sorrel cuando éste empezó a avanzar. Espera, vocalizó Dag.
A Dag le costó no echarse a reír cuando vio la escena, aunque la visión de la mitad de su equipo esparcido por el suelo del establo y bien pisoteado por Mocasín ayudó mucho a que mantuviera la cara seria. En el extremo opuesto del establo había unos cuantos tablones clavados para formar un rudimentario pesebre, y sobre él un agujero cuadrado en el techo permitía tirar el heno directamente desde el altillo del granero. Aunque el agujero era lo bastante grande para tirar por él una brazada de heno, no era lo bastante grande como para que los anchos hombros de Rush hicieran el viaje contrario. En esos momentos, habiendo trepado por el pesebre a guisa de escalera improvisada, Rush tenía una pierna y ambos brazos atascados en el agujero, y estaba intentando retorcer el resto de su cuerpo fuera del alcance de los dientes amarillos de Mocasín. Mocasín, con las orejas gachas y torciendo el cuello, chilló y tiró un bocado de nuevo, al parecer por el simple placer malévolo de ver retorcerse a Rush.
—¡Patrullero! —gritó Rush al verlos llegar a la partición del establo—. ¡Ayúdame! ¡Llama a tu caballo!
Sorrel lanzó a Dag una mirada preocupada; Dag negó brevemente con la cabeza y pasó los brazos sobre la partición, poniéndose cómodo.
—Veamos, Rush —dijo Dag en tono de conversación—. Recuerdo claramente haberos dicho a ti y a tus hermanos que Mocasín era un caballo de guerra y que no os acercarais a él. ¿Lo recuerdas, Sorrel?
—Sí, lo recuerdo, patrullero —dijo Sorrel, adoptando el mismo tono, y acodándose también en las tablas.
—¡Lo has hechizado de algún modo! ¡Quítamelo de encima!
—Bueno, eso vamos a tener que verlo. Pero siento mucha curiosidad por saber cómo es que estás en este establo, sin mi permiso, pero con mis alforjas y equipo, que había dejado en el cuarto del telar de Tía Nattie. Creo que a tu padre también le gustaría oír la historia.
Y entonces Dag guardó silencio.
El silencio se alargó. Rush intentó bajar. Mocasín, excitado, pateó el suelo y chascó los dientes, e hizo un ruido muy peculiar, a medio camino entre un serrucho y una risa caballuna, pensó Dag. Rush volvió a izarse a toda prisa.
—¡La mala bestia de tu caballo me ha atacado! —se quejó Rush. Tenía la camisa desgarrada en el hombro, y había un poco de sangre, pero a ojos de Dag estaba claro por el modo en que Rush se movía que no tenía nada roto.
—Vamos, vamos —dijo Dag en tono burlonamente tranquilizador—. Eso sólo ha sido un mordisquito cariñoso. Si Mocasín realmente te hubiera atacado, tú estarías allí, y tu brazo estaría aquí. Hablo por experiencia, sabes.
Rush abrió mucho los ojos al darse cuenta de que si quería simpatía estaba en la tienda equivocada con el dinero equivocado.
Dag guardó silencio un poco más.
—¿Qué quieres saber? —preguntó finalmente Rush, en tono hosco.
—Seguro que se te ocurrirá algo —dijo Dag perezosamente.
—¡Papá, haz que me deje bajar!
Sorrel soltó un suspiro exasperado.
—Sabes, Rush, os he sacado a ti y a tu hermano de los líos en los que os metéis más de una vez cuando erais más jóvenes, porque todos los chicos tienen que sobrevivir a sus tonterías. Pero como tanto os gusta decirme, ya no sois unos jovenzuelos. Me parece a mí que te has subido tú sólito ahí arriba. También podrás bajar solo.
Rush pareció horrorizado ante esta aparente traición paterna. Empezó a farfullar una enrevesada explicación de su estado que incluía una petición imaginaria de Fawn.
Dag negó de nuevo con la cabeza. Sorrel parecía más y más sombrío.
—No —interrumpió Dag con voz aburrida—. Eso no es. Piénsalo mejor, Rush —tras un momento, dijo—: También debería mencionar, imagino, que Sunny Sawman y sus tres fortachones amigos están ahora de camino río abajo a West Blue. Bajo escolta. Bajo el agua, principalmente. No creo que vuelvan hasta dentro de algunos días.
—¿Cómo lo…? ¡No sé de qué estás hablando!
Más silencio.
Rush añadió, con voz mucho más humilde:
—¿Están bien?
—Vivirán —dijo Dag con indiferencia—. Acuérdate de agradecérmelo, después —y guardó silencio de nuevo.
Después de un par de intentos en falso más, Rush empezó a confesar por fin. Era más o menos la historia que Dag esperaba, de conspiraciones en la taberna y bravuconería juvenil. En la versión de Rush, Reed era el cabecilla, valerosamente horrorizado ante la idea de su única hermana casándose con un patrullero comecadáveres y haciéndole por tanto cuñado de uno, y los motivos de Rush se perdieron en un murmullo; Dag no estaba seguro de si esto era cierto o estaba echándole la culpa a otros, ni tampoco le importaba mucho, porque estaba claro que ambos muchachos estaban juntos en esto. Habían encontrado en Sunny un cómplice extrañamente entusiasta, recién llegado de limpiar tocones y con ganas de presumir de músculos. Nada sorprendentemente, parecía que Sunny no había considerado necesario mencionar a los gemelos su anterior encuentro con Dag. Dag tampoco lo mencionó. Sorrel parecía más y más sombrío.